Hace unos meses, en una entrevista con The Guardian, John Malcovich dijo que las características que más deploraba de su personalidad eran “cierto infantilismo, falta de seriedad y pereza en cuanto a lo que he hecho en comparación con lo que debería o podría haber hecho”. Se refería, claro, a su carrera como actor. ¿Por qué? Cualquier espectador de cine más o menos atento –especialmente los de cierta edad-- sabe quién es John Malcovich, ese hombre esquivo, talentoso, ambiguo y versátil, con un estilo siempre entre la velada amenaza y un secreto humor. Y, además, ha rodado casi 100 películas. Pero tiene razón en su apreciación, expresada sin amargura, desde la relativa tranquilidad de alguien que a los 66 años tomó sus decisiones, vive con ellas y está contento consigo mismo.
Ni de culto ni de prestigio; un hombre que se hizo leyenda en vida abrazando su excentricidad indefinible o, más bien, definida por su presencia. No se le puede sacar la mirada de encima. Son los ojos, algo bizcos pero atentos; es el cuerpo, entre la elegancia del bailarín clásico y la robustez de un hombre blanco del Medio Oeste; es esa boca tan rara, los dientes pequeños y separados, una sensualidad reptiliana de labios finos; es la voz, un susurro poscoital que puede elevarse hacia la furia demoníaca, es el cráneo del coronel Kurtz. Su personaje definitivo sigue siendo el Vizconde de Valmont en Relaciones peligrosas (1988), de Stephen Frears: como el seductor cruel y herido resulta inolvidable porque pocas veces en cine se vio desplegar semejante capacidad de daño, a los demás y finalmente a sí mismo. Un abandono al Mal vestido de seda, el mohín caprichoso que se convierte en la ira del ángel caído, la seducción como arma sobrenatural, irresistible e inexorable.
Antes, en 1984, John Malcovich fue el hermano de Sally Field en En un lugar del corazón , un drama durante la Gran Depresión en Texas; su interpretación compasiva e inteligente le ganó una nominación al Oscar. Ese mismo año debutó en Broadway interpretando a Biff en La muerte de un viajante, con Dustin Hoffman como Willy (un año después se haría la película para televisión). El día de la audición, Hoffman y Arthur Miller estaban sentados en el teatro Broadhurst y vieron entrar a este actor, con el pelo desordenado y los pies sucios. “Es un momento fijado en mi memoria”, dijo Hoffman. “Tenía un cigarrillo en la mano, estaba fumando e hizo una lectura muy, muy suave. Yo estaba hipnotizado. Fue diferente a cualquier otro. Al principio fue poético y aún así pudo encarnar una cualidad de clase obrera. Arthur me miró, levantó las cejas y dijo que si con la cabeza. Eso fue todo. Todavía me emociona contar lo que pasó ese día”.
John Malcovich se convirtió en uno de los grandes actores norteamericanos sin tener ninguna película arrolladora ni consagratoria al estilo de Pacino con El padrino. Sí, su cv incluye Retrato de una dama de Jane Campion, El tiempo recobrado de Raúl Ruiz (donde interpretó al Barón de Charlus), la infravalorada La sombra del vampiro como un obsesivo F.W Murnau, pero a partir de los 2000 su carrera se divide en épicas sin importancia (Eragon o Beowulf o ese rejunte de estrellas que es El hombre de la máscara de hierro, con Leonardo Di Caprio, Gabriel Byrne, Gerard Depardieu y Jeremy Irons), algunas de acción divertidas y eficaces como Red y papeles menores en películas diversas, incluida Changeling de Clint Eastwood.
Hay, sin embargo, un hito en su carrera, un parteaguas que lo definió: Being John Malcovich (¿Quieres ser John Malcovich?) de 1999, dirigida por Spike Jonze. Es una gran película aunque padeció, entonces, de cierto hartazgo ante tanto ingenio noventoso. La premisa es simple y loca: un titiritero fracasado entra a trabajar a una oficina de Nueva York y ahí encuentra un portal (es nada más que una puerta bajita) desde donde se ingresa a un túnel que desemboca en la mente de John Malcovich. Uno puede ver el mundo como Malcovich, tener sexo en su cuerpo y habitarlo durante 15 minutos. Jonze afirma que, cuando pensó la película con el guionista Charlie Kaufman, nunca imaginaron a alguien más. Era el único posible porque Malcovich es único. En la película, entre otras cosas, baila semidesnudo para la hermosa Catherine Keener y canta travestido sobre un piano como Michelle Pfeiffer, una de sus ex amantes en la vida real. Roger Ebert escribió: “Malcovich es parte de la magia. No se está interpretando a sí mismo, sino a una versión de su imagen pública: distante, callado, extraño, como si pensara en cosas que pasaron hace mucho tiempo y estuviera apenas interesado en el presente”.
Así continuó trabajando sin estridencias, sobre todo después de que perdió casi todo su dinero con la debacle del financista Bernie Maddoff, a quien le había confiado sus ahorros. No lo convirtió en un escándalo. Mi vida es muy normal, afirma, pero basta repasar su infancia para disentir. Su padre dirigía una revista local en Illinois, la madre, según él, “era una amiga más que otra cosa”, y no había ningún tipo de disciplina en un hogar sin horarios ni para comer. Una pequeña anécodota: si John se portaba mal en el colegio no lo dejaban entrar a la casa y toda la familia le gritaba desde la ventana “¡Perro loco, perro loco!”. Los padres fueron pocas veces a verlo actuar al teatro y Malcovich dice que, hasta el día de hoy, no sabe si vieron sus películas.
Ahora protagoniza The New Pope, secuela de la excelente serie The Young Pope (2016) del italiano Paolo Sorretino, con Jude Law y el enorme Silvio Orlando. Esta segunda parte no es tan buena como la primera pero tiene momentos increíbles y, en conjunto, la saga es una de las más arriesgadas, divertidas, visualmente hermosas e inteligentes que se hayan visto en esta “edad de oro” de la televisión, incluso en sus momentos más descontrolados, que son muchos. John Malcovich es el Papa Juan Pablo III, originalmente Sir John Brannox, un esteta británico hijo de una familia aristocrática, un dandy con los ojos delineados y los movimientos de una serpiente, una mezcla de porcelana, acero y punk rock. Viene a reemplazar a Lenny-Pio XIII --Jude Law-- que en la temporada anterior quedó fuera de combate. Como es predecible, este Papa inglés de gusto impecable tiene cosas de Malcovich, que también es diseñador de modas (tiene su línea de ropa propia desde 2002) y cambia de personalidad tal como la hace en la serie de 35 retratos que hizo en 2014 para el fotógrafo Sandro Miller, Malkovich, Malkovich, Malkovich: Homage to Photographer Master donde, una vez más, ejerce de camaleón recreando fotos famosas: desde el Che Guevara de Korda hasta la mujer migrante de Dorothea Lange.
“He decidido no elegir. Es lo único en lo que soy excelente”, dice Malcovich/ Nuevo Papa en el capítulo 3 de la serie. Algo en su delicadeza brutal, en su amenaza fantasma, en la explosiva mezcla de arrogancia e inseguridad que exuda su voz llena de belleza y autoridad hace pensar que esas líneas escritas por Sorrentino quizá contengan verdad. Pero, ¿cuál es la verdad de Malcovich? ¿Guarda un secreto, como Juan Pablo III o, sencillamente, es una figura majestuosa e impredecible construida junto con el público? Imposible saberlo pero es un enorme gusto que, después de tanto tiempo, esté actuando en un producto de gran nivel. Se le nota la diversión, el gusto y, sobre todo, la satisfacción de poder desplegar la aterradora extensión de su carisma.