Sólo en el ámbito del fútbol, los términos en castellano fueron reemplazando a los de origen anglosajón. Los antiguos periodistas deportivos, formadores de lenguaje y opinión, usaban para sus relatos palabras como hand, offside o córner, términos corrientes también en campitos y potreros, cincuenta años atrás. Con el tiempo, no sólo supimos adaptar el juego a nuestra idiosincrasia, también aprendimos a pedirle a coro a los jueces que hagan justicia cobrando mano, posición adelantada o tiro de esquina. Hay un término que nunca supe su significado pero que hasta el día de hoy lo sigo usando, no lo cambié, tal vez porque no encuentro sinónimo, se me hace difícil reemplazar un ruido interno, una sensación inesperada e imprevisible. Se me ocurren frases después de dicho estampido, tales como, "nunca visto”, “¡por dió! o “¿cómo lo hizo?" En un principio ese crack se siente muy adentro, es una mezcla de magia, envidia, admiración, luego deja lugar a la exclamación y la necesidad de comentar la obra con alguien cercano al hecho, para corroborar que fue cierto, que uno no lo estuvo soñando. Son muy pocos aquellos jugadores a los que se los premia con dicho sonido, son los inolvidables. Ellos saben que cumplen una misión que excede al juego del balompié. El elegido genera miedo a los rivales sin usar violencia, su simbiosis con el balón genera una estampa casi sagrada que se desliza dentro del campo de juego bajo un aura de intocable que lo ilumina como un hechizo irrompible. El pánico al ridículo frente a una tribuna colmada de espectadores obliga a los defensores rivales a retroceder hacia su propio marco como si el mago en vez de transportar una pelota en sus pies tuviera entre sus manos una ametralladora. Nadie desea pasar un papelón frente a la masa, sufrir un doble caño en el círculo central o un sombrero sutil, en donde la víctima sólo puede mirar impotente pasar el cuero sobre su cabeza, ni mucho menos pasar de largo dos o tres metros, caerse y volverse a levantar engañado por un sólo movimiento del héroe. 

En Tablada habitó un duende, a veces se dejaba ver. Mucha gente seguía la campaña del charrúa, pero muchos más éramos los que íbamos a disfrutar de las fantasías de su número cinco. Cuando pasaban algunos minutos sin que el genio tocara la pelota, se generaba un malestar generalizado, un murmullo bajaba como una cascada por las maderas del Gabino Sosa. Los hinchas sabemos que la vida es corta, dura solamente 90 minutos, que nadie se llevará nada material de su paso por el estadio, sólo las emociones vividas, que la felicidad son pequeños momentos, como los instantes precisos en los que se unían con un hilo invisible el botín izquierdo de Tomás Felipe con su mejor juguete. Aparentemente, Juan sin ropas tenía razón, el progreso no se detiene, hace unos años era necesario movilizarse para presenciar algún espectáculo, el testigo estaba obligado a desarrollar el arte de la narración para poder contarlo a familiares y amigos. En la actualidad todo es más simple, con sólo un link, se revive el total de los hechos tan reales como despersonalizados, tan verídicos como desapasionados. Aquél que había tenido la suerte de verlo jugar al Trinche un sábado a la tarde, por la noche era el epicentro en la mesa del boliche, el declarante describía las jugadas mejorando su adjetivación, se sentía un auxiliar del arte, imitaba movimientos del artista en pocas baldosas, se volvía a emocionar, inventaba, alimentaba el mito, construía una de las tantas leyendas colectivas tan necesarias para la identidad de una ciudad.

Dicen que nadie se muere de golpe, que más bien lo hacemos lentamente, que nos vamos yendo en cuotas con la partida de otros seres queridos a quienes atesoramos en recuerdos protegidos bajo un manto de nostalgia.

Objetiva y concisa, la crónica policial informó a la población de otro hecho de violencia, robo y muerte, nada dijo, sin embargo, sobre la inmortalidad de los símbolos, el agradecimiento eterno de la gente común, aquellos que nos parecemos en la forma de sentir el fútbol, que entendemos al éxito como la forma de desplegar un arte, de compartirlo, de trazar una línea en el aire, de detener el tiempo en cada bicicleta. Carlovich, el crack rosarino, está condenado al mismo destino de Gardel, a partir de mañana jugará cada día mejor.

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