Teníamos trece años y con Osvaldo, mi primo Rubén y yo nos fuimos a probar a Central Córdoba. -Como nos conocemos juguemos entre nosotros así quedamos - dijo mi primo con certeza. Las pruebas de admisión son terribles y hay que demostrar en minutos lo que llevan horas y horas de destreza, buena fortuna, campitos, sudor, patadas, pelotas rasposas y madres enojadas por el desapego al estudio más que a una redonda. Los tres quedamos. Cuando volvíamos Osvaldo señaló un pasillo grisado -Ahí vive el Trinche, ese sí que sabe. Lo buscan una hora antes del partido y está durmiendo la siesta; no entrena casi nunca, sale de noche, casi ni habla pero el tipo es un genio. Una luna llena enorme parecía asentada sobre el techo de su casa. Con mi primo éramos fanáticos del atletismo, la concentración, la disciplina. Pero sin conocerlo lo empezamos a querer. Luego, con el devenir, más anécdotas jugosas. Una tarde lo vimos entrar a un boliche. Alto, envarado, pelo a lo rocker, manos en los bolsillos, fumando. Faltaba aún el partido del baile a la Selección, faltaba la leyenda, faltaba verlo jugar, faltaba todo. Ninguno continuó en el club pero el Trinche se convirtió en un semidios de extramuros, un ídolo honorable, misterioso, inapresable, lejano y cercano a la vez. Hoy que me he enterado de su adiós, pienso que justo él que se lucía haciendo bicicletas sobre el césped murió por una. El pibe que lo atacó seguramente ignora la magnitud del asesinato cometido y que ha propiciado la extinción de una especie. No sabe que mató al último animal sagrado.

 

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