“Juan Antonio lo llamó su madre. Duda era su apellido. Su mejor amigo, Ansina y su mujer, Teresa”. Lilia Ferreyra recitó estas líneas de memoria en un café de la Gran Vía, en Madrid, una tarde de 1982. Martín Gras la escuchó en silencio. Dijo: “Yo leí ese cuento. Se llamaba ‘Juan se iba por el río’”.
Ella lo miró con sorpresa. Se trataba de la última obra de ficción que había escrito Rodolfo Walsh, poco antes de su desaparición. Lilia –su última pareja, fallecida en 2015– pensaba que era la única que sabía de ese cuento inédito, secuestrado junto a otros papeles. Pero Gras había llegado a leerlo durante su cautiverio en la Escuela de Mecánica de la Armada, allí donde también estuvo Walsh.
“Juan se iba por el río” fue escrito entre enero y marzo de 1977. De forma paralela el periodista redactaba la Carta abierta de un escritor a la Junta Militar, que divulgó ese 24 de marzo para denunciar los crímenes cometidos por la dictadura en su primer año de gobierno. Él siempre fue consciente de la tensión entre ficción y política; de hecho, su obra está escindida por ese contraste. Sin embargo, la decisión de trabajar a la par estos dos textos da cuenta de una poética común. Es decir, de un hombre que necesitaba chequear hasta la obsesión cualquier dato (no por casualidad fue criptógrafo) y al mismo tiempo, refugiarse en la literatura para sentir la libertad de crear otros mundos en éste.
Pero la importancia del texto no se agota allí. “Juan se iba por el río”, el último cuento que Walsh escribió en versión definitiva, continúa desaparecido al igual que su autor.
CRUZAR EL RÍO
Tras su asesinato el 25 de marzo de 1977, la casa que compartía con Lilia en San Vicente, a unos cincuenta kilómetros al sur de Buenos Aires, fue allanada. “Juan iba por el río” formó parte de un botín que el Grupo de Tareas 3.3.2 robó al llegar de madrugada, tras destrozar muebles y objetos, y cubrir las paredes de balazos. También desaparecieron cuentos inacabados o bocetados como “El 27”, “Ñancahuanzú”, “El aviador y la bomba” y “Carta al Coronel Roualdes”; una serie de copias con la carta que escribió tras el asesinato de su hija Vicki en septiembre de 1976 y una carpeta llamada “Las Memorias”. Además, una recopilación de sus notas periodísticas. Incluso, su libreta de enrolamiento.
Esta historia es el eje de la muestra Walsh en la Esma. A 40 años del secuestro y desaparición del periodista y escritor, el Museo Sitio de Memoria Esma inaugura una instalación en su homenaje que incluye textos escritos por Lilia a lo largo del tiempo con la intención de reconstruir ese cuento perdido.
A fines de 1976, Walsh estaba convencido de que la derrota militar de Montoneros era irreversible y por eso había planteado a sus compañeros la necesidad de un repliegue para evitar el aniquilamiento. La conducción de Montoneros no lo escuchó. Esto lo cuenta Juan Gelman en ese libro tan lúcido llamado Contraderrota, que reúne sus conversaciones con Roberto Mero en París, durante 1987. Walsh consideraba que Buenos Aires era territorio cercado. Y que la salvación podía ser meditada a orillas del agua. Nada extraño para un hombre nacido en la isla de Choele Choel, en Río Negro. En textos que escribió para Página 12 y en diversas entrevistas, Lilia Ferreyra recordó Walsh tenía un mapa de la provincia de Buenos Aires pegado en una pared. Lo miraba detenidamente. Buscaba un lugar próximo a la Capital, cerca de algún punto fluvial. “Hay que seguir la ruta de las lagunas porque nos quitaron el Tigre. Necesito vivir cerca del agua”, dijo, pensando en aquella casa que había alquilado sobre el río Carapachay, en el muelle “Liberación”, también allanada. La laguna de San Vicente parecía un buen lugar. Walsh era un entusiasta nato así que no se desanimó cuando vio que más que un espejo de agua, ahí apenas sobrevivía un charco cubierto de yuyos.
En esa casa modesta, sin luz eléctrica ni agua corriente, Walsh comenzó a escribir una serie de papeles a los que denominó “Memorias” como título de entrecasa ya que, según Lilia, el nombre no lo convencía. Esos textos giraban en torno de su relación con la literatura, con la política e incluso asomaban esbozos de su propia autobiografía. A la vez, deseaba dejar constancia de los documentos que había hecho circular al interior de Montoneros con las críticas que tenía hacia la organización. De manera paralela –o en todo caso, como extensión de lo mismo– Walsh continuó con la escritura literaria.
El 9 de enero de 1977 celebró su cumpleaños número 50. Esa noche Lilia y él brindaron mirando las estrellas, siendo por un rato similares a cualquiera de esas parejas que edifican sueños sobre el fulgor evanescente que dejan los astros. El escritor tenía un sueño, sí, pero no tenía nada que ver con una historia de tarjeta postal. Walsh hizo a su mujer testigo de una suerte de apuesta personal consigo mismo: llegar al 24 de marzo de ese año con la carta a la Junta y el cuento “Juan se iba por el río” terminados. Fue enfático en su decisión de usar como modo gramatical el pasado imperfecto: “se iba”, “se iba”, repetía.
En charlas con ella, Walsh reconoció que el cuento era parte de una novela trunca. Y definió a Juan Antonio Duda como “el argentino del siglo XIX, antes de las grandes corrientes inmigratorias”. Es decir, el hombre de pueblo, el criollo que ya no era gaucho, que había sido llevado por la leva a pelear en distintas batallas, muchas veces sin entender demasiado por qué o para qué estaba peleando. Este compañero generacional de Martín Fierro era testigo y protagonista de hechos históricos en los que no había elegido participar: otros habían marcado los rumbos de su vida. Desarraigado de su época, sin su amigo Ansina, sólo quedaba Teresa que lo acompañaba y lo cuidaba del frío al caer la noche. Ya anciano, Juan se sienta en un banquito frente al río (probablemente, el Río de la Plata) y evoca su pasado. Así ve pasar la cureña con los restos del general San Martín. Era un día lluvioso. Juan quedó conmovido por la repatriación de un héroe que retornaba después de 30 años de su muerte, en 1850. Ya viejo, volverá una y otra vez a esa escena.
En otro tramo del cuento, los días claros y limpios le dejan ver las casitas blancas de la Colonia en la otra orilla. Entonces empieza a gestar un deseo: cruzar el río. El agua parece alentarlo y al tiempo, el río va secándose sin remedio. Sube el olor fétido del fango, los peces mueren. Juan monta su caballo y se lanza a cruzar. Cuando hombre y animal son un punto único en el horizonte, el río vuelve a crecer, incontenible. El cuento se detiene ahí.
HISTORIAS DE SOBREVIVIENTES
A lo largo de su vida, Lilia evocó una y otra vez esa historia, intentando restañar esa urdimbre rota. En la muestra Walsh en la Esma se pueden ver los papeles que dan cuenta de este intento; muchos pertenecientes al archivo de Horacio Verbitsky. En algunos tramos, el cuento está escrito en presente; en otros, en pasado simple. En ciertos momentos, Lilia aclara que es su voz la que habla y no la de Walsh. Tacha, reconstruye, escribe con su puño y letra, escribe a máquina, es ella, es otro. En una página se lee: “Pero ahí estaba el río y en su cabeza, la memoria. En retazos, recordaba escenas de esa otra vida, con otros hombres y otra historia. Como aquel día antes del campamento de Cepeda, cuando llegó ese general flaco, bajito y con barba puntiaguda que arengó a las tropas con una voz que desgranaba en gorgojitos los destinos y la grandeza de la Patria. Ansina lo miró a Juan. ‘En la patria de ellos –dijo el negro– yo me cago’”.
En esa línea de Ansina se concentra todo el drama (y la vocación contrahegemónica) que Walsh conocía bien por investigaciones como Operación masacre y por el modo en que se había transformado su propia vida desde entonces. Además, el general de voz desgranada “en gorgojitos” no era otro que Bartolomé Mitre, que se puso al frente del ejército porteño en vísperas de la Batalla de Pavón. ¿Cómo sabía Walsh que Mitre hablaba así? Porque aseguraba haber escuchado su voz en una grabación guardada en el Archivo General de la Nación.
El 25 de marzo de 1977, Martín Gras estaba casualmente en el sector de la Esma denominado “Sótano”. Lo habían secuestrado el 14 de enero de ese año. Las personas detenidas estaban hacinadas en el sector conocido como “Capucha”. Cada tanto, Gras era llamado por el oficial de inteligencia Antonio Pernías, para interrogarlo. En cercanías del “Sótano”, donde eran los interrogatorios, Gras recuerda que había unos cubículos parecidos a oficinas, con bancos de madera en los pasillos. Ahí los detenidos podían pasar horas, según el capricho de los represores.
Ese día, Gras –que fue llevado a la Esma a los 32 años y liberado en 1979– no tenía puesta la capucha de rigor con la que cubrían la cabeza de los detenidos sino un objeto que denomina “anteojitos”. “Era como un antifaz. La tela, doble, tenía adentro lana de vidrio que se incrustaba en los ojos, haciéndolos arder. Así que nadie quería usarlos, preferían usar la capucha. Yo conseguí descoser los anteojitos y sacar la lana de vidrio sin que los milicos se dieran cuenta, con lo cual me quedaban flojos. Mirando por debajo de la nariz, podía ver algo”, relata ahora.
Así es como vio una patota que bajaba por una escalera ínfima. Había gritos de excitación pero también, una preocupación turbia, como si algo no hubiese salido de acuerdo a los planes. “Me imaginé que había algún operativo importante y me escondí en un bañito cercano. Cuando todos esos tipos llegan, me hago el desentendido y aparezco subiéndome los pantalones, con mis anteojitos. Se pusieron como locos al verme. Y empezaron a arrearme para que me fuera”, dice.
Pero antes, entre empujones, Gras vio un hombre en una camilla, a quien rápidamente llevaron al sector de enfermería. Conocía a Walsh por la militancia en común. Sabía perfectamente quién era ese hombre con el tórax cosido a balazos.
Walsh fue emboscado un día después de fechada su carta abierta. Habían salido con Lilia en tren desde San Vicente. Él iba a una cita pero antes tenía planeado introducir un fajo de cartas en el buzón del correo en San Juan y Entre Ríos. Llevaba una guayabera beige, un sombrero de paja y una pistola pequeña. Un grupo de tareas de la Esma lo sorprendió y le dio la orden de entregarse. Él resistió. “El hijo de puta se parapetó detrás de un árbol y se defendía con una 22. Lo cagamos a tiros y no se caía”, recordaría más tarde el ex oficial Ernesto Weber, condenado junto a otros represores, quienes después reconocieron que la idea era que Walsh llegara con vida a su lugar de detención.
Gras –abogado y docente universitario– recuerda estos hechos un mediodía soleado de este marzo, en un bar en cercanías de la estación de Tigre. Al bar entran tres mujeres policías de unos 25 años, con pantalones celestes y boinas. Se ponen a tomar café durante un descanso. No hablan entre ellas. Teclean en sus handys y sus celulares. Parecen niñas que juegan a las muñecas.
Mientras tanto, Gras continúa su relato. “Yo había descubierto que en su oficinita, Pernías tenía un pequeñísimo armario, que podía tener un metro de profundidad. Te puede resultar extraño, pero a veces me escondía ahí como si me fuera a Narnia. Era la única posibilidad de una mínima intimidad”, confiesa.
En general, el armario estaba vacío. Pero esa vez, no. Un día, que pudo ser entre fines de marzo o comienzos de abril (los detenidos-desaparecidos perdían la noción del tiempo), encontró unas carpetas con recortes policiales pegados en hojas. Se trataba de un archivo periodístico. También, una colección completa de las revistas de la CGT de los Argentinos (una publicación que Walsh fundó en 1968, tras volver de Cuba, y que dirigió hasta 1970). Además, una carpeta con hojas finas, casi transparentes, de ésas que se utilizaban para hacer copias mecanografiadas. Eran documentos políticos dirigidos a Montoneros. No tuvo dudas: esos papeles eran de Walsh. Pero había más. Mientras leía, un título le llamó la atención: “Juan se iba por el río”. Se trataba de siete u ocho carillas escritas a máquina con prolijidad. Esas hojas de textura tenue podrían haberse confundido con los documentos políticos, pero no: era la historia de Juan Antonio Duda. Días después, todo desapareció.
Hay testimonios que indican que esa documentación fue llevada a una casa en Núñez, que pertenecía a los padres del marino Jorge Radice. Ubicada a pocas cuadras de la Escuela de Mecánica, funcionaba como base del Grupo de Tareas de la Esma. La pista del cuento –y de la documentación que vio Gras durante su cautiverio– se pierde a partir de entonces. Sin embargo, los familiares de Walsh no han dejado de reclamar por vía judicial la aparición de su cuerpo pero también de esos papeles ya que consideran, con razón, que se trata del patrimonio cultural de todo un país.
El silencio sobre la existencia del cuento se quebró en 1982, en Madrid. “Una amiga en común, Lila Pastoriza, nos puso en contacto porque Lilia quería reconstruir las últimas horas de su marido. No nos conocíamos. Como te dije, nos encontramos en un bar de La Gran Vía. Hablamos largo rato del día en que vi a Rodolfo en la Esma. La alusión a sus papeles, y al cuento en particular, brotó de casualidad. Ella y yo quedamos muy sorprendidos”. No era para menos: los dos únicos lectores de “Juan se iba por el río” se encontraban por primera vez.
Mientras conversaban, Lilia evocó la noche de 1977 en la que Walsh le había leído en voz alta la versión final del cuento, allá en San Vicente.
–¿Juan llegó al otro lado del río? –preguntó ella, tras escuchar con una atención de la que seguiría dando cuenta décadas después.
Walsh sonrió.
–No se sabe. Lo importante es que lo intentó.
Walsh en la Esma. Un cuento desaparecido. La caída. Papeles robados se podrá visitar desde el 21 de marzo al 23 de abril en Museo Sitio de Memoria Esma (Av. Del Libertador 8151), de martes a domingos, de 10 a 17. El sábado 25 de marzo a las 17 se organiza una visita guiada –denominada “La visita de las cinco”– por la muestra y el museo con Horacio Verbitsky, Martín Gras y Marcelo Figueras.