Todo homenaje es simultáneamente un acto de memoria y una opción por el olvido. Exaltar a un personaje o emocionarse institucionalmente frente a un acontecimiento implica tanto un respeto a la contundencia de los hechos como la admisión de que siempre hay un costado de la historia que permanece parcialmente ocluido. Todo gesto épico acarrea inescindiblemente un movimiento simplificador, pues los sujetos y las circunstancias que quedan enaltecidos guardan algún oscuro secreto que la verdad establecida rehúye.

Veamos sino lo que ocurre con los festejos bicentenarios que hemos venido atravesando. Son, claro, aquellos que celebran situaciones del proceso de la independencia americana, marca primordial de nuestra trayectoria como nación que los estados reflotan para suscitar vibrantes pasiones colectivas. Es interesante ese impulso pleno de rituales, pues por un lado cristaliza la valía de una gesta, pero por el otro invita a indagar con mayor detenimiento en la compleja envergadura de ese supremo instante de la vida de nuestro pueblo.

En este año que transcurre, cohabitan el recordatorio de la denominada Anarquía del Año 20 y el Tratado del Pilar que permitió conjurarla, conjuntamente con la muerte del creador de nuestra bandera el General Manuel Belgrano. Repasemos. Siempre es dificultoso reducir cualquier época a un problema sustancial que la alimente, pero en este período que tratamos asoma como vertebral la polémica por los alcances del federalismo; encendido reclamo de autogobierno local en el contexto del progresivo desmembramiento del vínculo de las colonias con el imperio español.

Ciertamente esa puja se inicia en un escenario de incertidumbre, pues si bien la lógica independentista acelera la necesidad de liberarse de cualquier forma de dominación extranjera, no estaba en absoluto claro cuál sería el formato organizativo que vendría a suplantar el antiguo orden ahora en vías de implosión.

Dicho de otro modo, el modelo que luego se impone y que hasta hoy nos rige (el estado nación) no era a principios del siglo XIX una opción disponible. El registro de los discursos circulantes revela dos tipos de conciencias dominantes que motorizan los comportamientos políticos. La conciencia local (nucleada en torno a la estructura de los Cabildos heredada de España) y la conciencia continental (expresión de la pertenencia común a un vasto territorio en proceso de descolonización). Basta apuntar aquí que la fórmula que aplica el Congreso de Tucumán para definir al sujeto que declama su aspiración independentista es la de “Provincias Unidas en Suramérica”; extrema ambigüedad inclusiva que no alcanza a precisar el exacto perímetro sobre el cual debe edificarse el nuevo tiempo institucional.

Pues bien, sobre esto que describimos como centralidad de la conciencia local se asienta la extrema conflictividad de la etapa, pues si por una parte el autonomismo de lo que luego se conocerán como provincias se agudiza, por el otro se consolida la certeza de que alguna forma de articulación deviene imprescindible para tornar gobernable a esa suma de pequeñas comunidades. El punto clave aquí es que quien se autoatribuye la potestad de encabezar el momento inédito que se inaugura es la ciudad de Buenos Aires, invocando jalones que no todos están fácilmente predispuestos a reconocer. Haber batido al ejército enemigo en las invasiones inglesas, ser la capital del Virreynato y haber asumido el protagonismo en las jornadas de Mayo parecían brindarle una supuesta autorización para conducir el ciclo que despuntaba.

Allí se produce un proceso concurrente donde dos lógicas se pliegan pero que es preciso distinguir. En un caso, la convicción de que sin algún nivel de centralización ninguna organización política es sustentable en el largo plazo, y en el otro que el poder que resulta de ese imperativo de disciplinamiento tiende a concentrarse en la ciudad de Buenos Aires.

Esas drásticas controversias se expresan de variadas maneras, pero manifiestan toda su intensidad cuando toca la hora de desplegar alguna arquitectura constitucional. Basamento normativo indispensable para regular esos conflictos que luego toma cuerpo al interior de cada nación. En 1819, apadrinada por Bernardino Rivadavia y retomando el mandato del Congreso reunido en Tucumán se plasma una propuesta que desencadena el estallido anárquico que este año se rememora. En ese diseño, los gobernadores de cada provincia no serán elegidos por la voluntad autónoma de sus pueblos sino por decisión privativa del Presidente. Unitarismo, entonces, a pleno. Las líneas directrices de un país solo pueden ser homogéneas, nunca dispersas en un sinnúmero insurrecto de provincias. Francisco Ramírez y Estanislao López no lo consideran en lo más mínimo así y derrotan al porteñismo en la batalla de Cepeda.

Entremos un poco ahora en el terreno de la paradoja, pues el Tratado de Pilar (que se firma justamente para sosegar ese estado máximo de beligerancia) invoca como consignas vertebrales tanto el federalismo como el espíritu republicano. Lo primero, ya fue dicho, para liquidar la presuntuosa supremacía de Buenos Aires, y lo segundo porque para los caudillos tras el velo de la obsesión unitaria se ocultaba la inclinación por perpetuar alguna forma de restauración monárquica.

El punto es que mientras hoy reivindicamos aquel texto que luego será pacto constitutivo de nuestra Carta Magna, alabamos la figura también bicentenaria de Manuel Belgrano, que siempre abogó por la monarquía como régimen preferible de gobierno y no tenía ninguna simpatía por el federalismo (tanto es así que fue el enviado por el Directorio para reprimir los conatos libertarios del Brigadier López).

Ese federalismo (cuya dirigente más enfático y sofisticado fue sin dudas José Gervasio Artigas), convivió como ya fue señalado con la conciencia americanista. Esto es, con la pretensión de diseñar una organización política en aptitud de nuclear mancomunadamente a todas las tierras antes sojuzgadas por España. Los exponentes principales de esta orientación eran, y es siempre imprescindible recordarlo, los libertadores de América Simón Bolívar y José de San Martín. El militar nacido en Yapeyú jamás hubiera aceptado ser considerado prócer de una incierta nación llamada Argentina, y el caraqueño vio con apesadumbrada resignación el desbaratamiento de su proyecto de integración continental.

Tanto uno como otro tenían desprecio por cualquier tipo de federalismo, pero ya no en torno al debate sobre el unitarismo porteño sino como desconfianza respecto del debilitamiento de un poder totalizador de la patria americana en trance de emancipación. San Martín se resistió a reprimir a Artigas cuando es convocado al efecto por Pueyrredón, pero consideraba ese ímpetu descentralizador del líder oriental un peligro para su gesta libertadora; y Bolívar llega a solicitar que se lo nombre Dictador a fin de garantizar la cohesión absoluta que la historia insinuaba requerir.

Sin dudas, el discípulo de Simón Rodríguez es el personaje clave en estos dilemas del siglo XIX, pues advierte con prístina rapidez que de la unidad surge la fuerza. Basta el contraste para advertir la magnitud de su clarividencia. Estados Unidos coaligó en un solo país las 13 Colonias de Nueva Inglaterra y Brasil hizo lo propio con los territorios coloniales pertenecientes a Portugal; mientras que el mundo hispánico queda descompuesto en un sinnúmero de parcelas nacionales, quitándole hasta el día de hoy predicamento geopolítico. Los contrafácticos nunca son recomendables, pero cuan distinta sería nuestra trayectoria si el Congreso Anfictiónico de Panamá de 1825 hubiera prosperado, dando nacimiento a la consigna entusiasta de la Patria Grande.

Corresponden aquí dos señalamientos adicionales. El primero, que esa perspectiva bolivariana excedía el esmero institucional y se nutría de una savia que cabe llamar ideológica. Su contenido era republicano (lo que lo diferencia del monarquismo de San Martín como se evidencia en la entrevista de Guayaquil, y por supuesto también del imperio esclavista del Brasil), repelía a su vez cualquier injerencia de los Estados Unidos, y finalmente iba de la mano con una transformación progresista de las relaciones sociales precapitalistas. Y el segundo, esencial, es que Bolívar imaginaba a América como rotundo antídoto civilizatorio frente a una Europa en decadencia, carcomida por la restauración conservadora patrocinada por la Santa Alianza.

Trayendo aquellas controversias al presente, es interesante señalar la equívoca relación del peronismo con el federalismo. En su rica vida intelectual y política ha quedado asociado a esa corriente, épica revisionista que en tren de confrontar dos modelo de país embloca a esa tradición liberal contra la cual combate con un unitarismo imputado como elitista y extranjerizante. Esa mirada es en parte pertinente y en parte desatinada, pues no se puede ocultar a su vez que la mayor parte de los caudillos identificados como federales subestimaron la causa americanista y quedaron apresados por un localismo inviable. Por lo demás, Perón hizo del continentalismo una bandera sustantiva, y tanto San Martín como Rosas e Yrigoyen (ese tríptico tan caro a la prosapia nacional-popular) solían considerar a la unidad del poder como un requisito fundamental para sus respectivos proyectos políticos.

Abastecidos de este polémico pero nutritivo arsenal de conceptos, se podría sugerir al peronismo de Alberto Fernández una amigable recuperación del legado bolivariano. Y eso en su completa acepción. Como insoslayable articulación latinoamericanista para tallar en un mundo inhóspito y multipolar, pero dotándolo además de contenidos éticos y programáticos que en la región hoy no abundan. Proteccionismo económico, equivalencia social y solidarismo comunitarista para empezar. Y, por último, haciéndose cargo de insinuar un universalismo subalterno, alternativo, frente a las crudezas de un capitalismo neoliberal que hoy estremece a las sociedades que se vanaglorian de ser supuestamente desarrolladas.