El tiburón blanco es uno de los depredadores más temidos del planeta. Sin embargo, sólo ataca a humanos para defenderse o por error. Hay pocas víctimas fatales, y muchísimas que sobrevivieron a sus ataques, y eso es porque una vez que muerden a una persona la sueltan enseguida: a ellos no les gusta la textura ni el sabor de la carne humana. 

Es mucho lo que sé ahora sobre tiburones. Algo me pasa cada vez que veo una foto, un documental, un libro sobre ellos: la fascinación se enciende como si fuera un tablero de luces y yo tengo que ir directo a la fuente de esa energía para seguir alimentándola. Quizá esa fascinación haya estado en mí desde mucho antes de ver Tiburón. Quizá fue la película la que me mostró por primera vez a estas hermosas criaturas y desde entonces tengo que seguir todo lo que esté relacionado con ellas. No lo sé. Porque ni siquiera recuerdo cuándo vi Tiburón por primera vez ni podría decir cuántas veces volvía a verla desde entonces.

Es un misterio. Mi fascinación por los tiburones y mi fascinación por Tiburón son un misterio. Hace unos años, cuando empecé terapia con quien fue mi psicóloga por un buen rato, y sin que ella lo supiera (o quizá lo supo siempre, como supo tanto), me propuse no sólo no analizar nunca en sesión nada de lo que hubiera escrito o estuviera escribiendo, sino tampoco mencionar jamás a los tiburones. Quise custodiar el misterio, lo que ayuda al trance, eso que no sé pero que entiendo y que mantiene vivos la magia y el capricho, que me resultan indispensables para escribir y para que cualquier foto de un gran tiburón blanco me haga sonreír. Resultado: la película y todos los tiburones del universo quedaron sin análisis, sin conjeturas ni teorías que aten cabos y me expliquen o expliquen la parte de mí que, cuando el insomnio amenaza, me hace llevar la computadora a la cama y abrir cualquier sitio donde darle play a Tiburón, sabiendo que así propicio el sueño. 

Estrenada en 1975 y dirigida por Steven Spielberg, Tiburón (o Jaws) suele resumirse en una sola frase: un tiburón asesino acecha las playas de la tranquila isla de Amity y aterroriza a sus pobladores. Pero esa frase sólo habla de la primera parte de la película, la parte de terror, en la que el monstruo es una amenaza oculta bajo la superficie. Cuando Brody (el jefe de la policía, un ser incómodo que vive en una isla aunque le tiene pánico al agua), junto a Matt Hooper (un joven oceanógrafo) y a Quint, un capitán cazatiburones (que tiene su propia historia con estas bestias y con el miedo) se suben al barquito llamado Orca (“creo que necesitaremos un barco más grande”) para intentar matarlo, todo se transforma en una película de aventuras, en un duelo a matar o morir en el que todos tienen chances.

En la de terror, la presencia del asesino se anuncia con dos notas profundas y todo avanza a la luz del sol, pero en la oscuridad de la ignorancia. Las mujeres nadan desnudas en el mar. Los nenes se meten al agua y nunca vuelven. El hambre de la bestia no es nada comparada con la voracidad de los políticos y empresarios de la isla que vuelven carnada a sus turistas con tal de no perderse el verano. La de aventuras es emoción pura y hasta la música cambia, se pone rítmica y contagiosa.  

Para llamar al sueño, a veces el terror es más efectivo, en especial porque me resulta reconfortante pensar en un monstruo que en realidad es tan fácil evadir (alcanza con no entrar al agua). Pero otras veces lo que busco es estar a bordo del Orca y ser uno más en la cubierta, haciendo nudos marineros, afilando arpones y formando parte de mi escena favorita: cuando tres desconocidos se vuelven amigos mostrándose sus cicatrices (que son sus historias), dejando que la borrachera avance y cantando a coro una vieja canción naval. Entonces cierro los ojos y me acomodo en uno de los bancos bajo la luz amarillenta de la cabina, sintiendo el bamboleo del barco, y yo también les muestro mis cicatrices, les cuento mis historias, les hablo de mi corazón roto y me sirvo otro vaso de vino para terminar sumándome al coro: “Farewell and adieu to you, Spanish ladies...”

Hace muy poco, en una reunión, me encontré conversando sobre tiburones con alguien que acababa de conocer y que me confesó su alivio al darse cuenta de que las dos seguíamos una misma cuenta de Instagram: sharks_are_awesome. Uno siempre se siente un poco solo al habitar sus rarezas. En la charla, ella me dijo que tampoco sabía exactamente por qué adora a los tiburones, ni por qué ver sus imágenes la hace feliz, pero le gusta encontrar una explicación en el hecho de haber nacido el mismo día que se estrenaba Tiburón en los cines argentinos. Yo ni siquiera es algo que ande contando demasiado, y muchas personas cercanas, recién hoy, si leen esto, se van a enterar de que ésa es mi película preferida desde siempre. Existe el riesgo de que alguien me conozca mejor de lo que creo y tenga la respuesta, o la anécdota que revele el misterio para siempre. Si eso pasara, estoy segura de que ya no tendría monstruos hermosos y reconfortantes a los que recurrir para combatir el insomnio, y que ya nunca podría volver a la cabina del Orca a cantar junto con Brody, Quint y Hooper.


Vera Giaconi nació en Montevideo, Uruguay, en 1974, pero vivió toda su vida en Buenos Aires. Su primer libro de cuentos, Carne viva, fue publicado en 2011 por Eterna Cadencia en Argentina y en 2013 fue traducido al hebreo. Seres queridos, su segundo libro de cuentos, fue uno de los cinco finalistas del Premio Internacional de Narrativa Breve Ribera del Duero 2015. En 2017 será publicado por Editorial Anagrama. Desde hace más de catorce años trabaja como editora, correctora y redactora free-lance para diversas revistas y editoriales y dicta talleres de escritura.