Muchas veces me he preguntado como artista si hay algún modo de ejercer ese conjunto indefinido de actuaciones que te hacen ser artista, sin estar vinculada a un contexto específico con ciertas problemáticas determinadas -materiales, formales, discursivas, de/formaciones, de circulación, de visibilidad, de estímulos, de costos, de recursos, circunscriptas a políticas culturales, de público, de consumo, de comunidades.

No faltará quien diga que la obra de arte tiene autonomía –representativa-, y debe ser pensada fuera de todo contexto o sólo en su carácter de obra de arte en correlato con la historia de las artes visuales. Lo que se llama inmanencia en el arte. Pues esto también es cierto, ya que cada obra de arte –si llegara a alcanzar este estatuto- es en definitiva, también, una nueva definición dentro de este sistema.

Aún así, podría seguir enumerando una serie de factores relacionados a los modos de ejercer esa artisticidad, los cuales no sólo se limitan a la realización formal de una pieza, con todas las problemáticas técnicas y discursivas que esto implica. Factores que afectan esta práctica de modo transversal y en su conjunto, producto del intercambio colaborativo –o no- entre los agentes del medio, a saber: todo aquello que existe y convive en el espacio común y/o puede ser pensado –política, social y económicamente-, otros artistas, gestores culturales independientes, estatales y privados, museos, curadores, investigadores, críticos, espacios de venta, coleccionistas, y todo el público posible, incluso aquel que no está interesado, aún. Y sigo, también todo aquel integrante de la población y sus actividades, que conforman el territorio local/global, los cuales complejizan los modos de pensar y hacer arte y de relacionarse. En fin: la comunidad: el territorio: el contexto.

Pero ¿por qué es imperativo hablar de esto?

La comunidad es una alianza. Reúne, pone en común, atraviesa transversal, diversa, y –en las condiciones actuales- para nada horizontalmente. La comunidad tiene intereses inciertos que acercan o alejan más allá de las implicancias temporales y espaciales. ¿Alguien se siente afuera de esto?

Hay en estas comunidades, inmanentemente, una serie de actos naturalizados, de hábitos, vamos a llamarle una performance colectiva, de repeticiones comunes y que conforma lo aceptable, lo que no quiere decir que sea lo deseable. El mundo podría dividirse –no tan- plácidamente en dos, los que actúan sus papeles y los que no lo hacen tan bien, los que resisten.

Y es precisamente ahí donde aparece ese hiato posible, vital e iluminador, de provocar la diferencia, pues la diferencia no es sino la resistencia a la idea sesgada de que el mundo es homogéneo y se define linealmente por oposición, que organiza el mundo en estratos de valoración jerárquica, donde binomios opuestos fundamentan las lógicas enquistadas del mundo. Algunos de esos binomios que nos conciernen son: estado/sujeto, individual/colectivo, global/local, interior/exterior, institución/creatividad, organización/acontecimiento.

¿Pero qué pasaría si ese determinismo cambiara y ya no estuvieras más regido por esas condiciones subyacentes de verdad y fijeza que constituyen lo que es aceptable?

La comunidad, nos dice Jean-Luc Nancy, es participar en la existencia; lo que no equivale a ser iguales, a compartir alguna sustancia común, sino que es estar juntos expuestos a nosotros mismos en cuanto heterogeneidad. Hace muy poco en una nota, Alfredo Aracil decía: la comunidad es una multitud en proceso de hacerse y deshacerse, y que en ningún caso se refiere a un grupo reducido, sino a la aparición en escena de un otro, a menudo amenazante, que es distinto, pero igual que nosotros.

Nacy también nos dice: debemos decidirnos a enunciar nuestro “nosotros”, nuestra comunidad; yo digo a fin de activar las potencias. Debemos decidirnos a hacer. No sólo es cada vez una decisión política, es una decisión a propósito de lo político: cómo permitimos a nuestra alteridad existir en conjunto, inscribirse como comunidad en nuestra historia, en nuestro tiempo. Y es ahora.

La lógica que han edificado las instituciones modernas es estar a la defensiva del componente popular de la acción social y colectiva. Debemos dejar que esa configuración vetusta caiga y que esas comunidades rebalsen y sedimenten otro tipo de institucionalidad, que instituya al estado de acción colectiva.

Ello amerita urgente una transformación cultural, un nuevo acuerdo de relaciones, donde prime el derecho a instituir formas deseables de vida, formas conjuntas, subjetivas e impersonales, que revaloricen lo diverso y redistribuya, que restituyan los valores afectivos colaborativos. Políticas públicas localizadas acordes a las demandas materiales de cada comunidad, y para ello debemos ante todo perder el miedo, dejarnos atravesar y darle paso al intercambio confuso.

*Artista visual y gestora cultural. Actualmente cursa la Maestría en Estéticas Contemporáneas Latinoamericanas de la UNDAv.