En un hospital de Woodland, California, un escritor ciego, postrado en una silla de ruedas, le dicta a su mujer las páginas de su última novela. Desde que los muchachos de mantenimiento le robaron la radio portátil, su voz es la única que resuena en las paredes de la habitación. El escritor es hijo de italianos, americano de primera generación, pero se considera y proclama más yanqui que el ketchup. Sin embargo, las piernas no las perdió en ninguna de las guerras que condecoran los livings familiares del american way. De a poco se las comió la “dulzura”, según sus palabras. La diabetes, como un león invisible, las fue devorando hasta convertirlas en un recuerdo más de sus años felices. El único remedio que el escritor usaba para contrarrestar la diabetes era el que entraba en botellas de vino o de cualquier otro envase que contenga alcohol, tal como suele suceder cuando se vive en la desesperación.
La escena podría aparecer en un libro póstumo, en uno más de los tantos que se publicaron tras la muerte de John Fante en 1983. Ese hombre que escribe mientras agoniza tendría un nombre, el mismo al que Fante le entregó la voz de su primera novela, Camino de Los Ángeles. Ese hombre se llamaría Arturo Bandini. El personaje que cargó con el yo expuesto de Fante. Su álter ego, su doble de riesgo a lo largo de la saga que –además de la nombrada Camino de Los Ángeles– se completa con Espera a la primavera, Bandini; Pregúntale al polvo; y Sueños de Bunker Hill.
A John Fante no le dio la vida para escribir esa última escena. De haber podido, sin dudas el compendium que acaba de publicar Anagrama tendría un quinto volumen. Fante no lo hubiese discutido con su neurosis si convendría hacerlo o no, lo hubiera hecho y ya, más por una necesidad íntima con la literatura que por un cálculo estético. John Fante no tenía problema en ahondar en su mediocridad, en su vileza, en su racismo, del mismo modo que lo hacía con su talento, su fraternidad y su humanismo católico, entre otras dimensiones de su compleja personalidad. Ese fue el material de su obra: la experiencia como un animal al que hay que cazar para luego cocinarlo y transformarlo al fuego lento de la literatura. Como si fuese un punto de un decálogo que nunca escribió, en Pregúntale al polvo, Bandini dice: “Esto es lo que necesito, esto es la experiencia, estoy aquí por un motivo, son momentos que se traducirán en páginas, el revés de la medalla de la vida”.
Bandini habla por Fante, con sus palabras, con su corazón, con su biografía. Ambos nacieron en Denver, Estado de Colorado, e invierno tras invierno esperaron ansiosos que la primavera derrita la nieve dormida en los techos, que los zapatos dejen de tener las cualidades del hielo, y que sus padres albañiles puedan salir a trabajar y hacérsela un poco más difícil a la pobreza que todo lo tocaba. Ambos son hijos de italianos exiliados por el hambre; están atravesados por la iglesia católica desde su primera educación y, sobre todo, encontraron en la biblioteca municipal mundos ajenos a su destino de clase.
John Fante construye en Arturo Bandini su espejo brutal y familiar (algo similar realiza con su adultez, a través de Henry Molise, protagonista de las novelas La hermandad de la uva y Un año pésimo). Por medio de la escritura logra desdoblarse y conversar consigo mismo, pero sin pena ni compasión. Se sienta a su lado en la barra de un bar caluroso de Los Ángeles, mira el metro sesenta de altura que separa el suelo de la cabeza del tipo que tiene pegado como un siamés, y se ríe en su cara, en su propia cara, cada vez que lo escucha ostentar riqueza y talento cuando sabe que ni siquiera puede comprarse la cerveza que desea.
Tú vomitas muy bien
El primer trabajo formal de Bandini fue en una fábrica de conservas. El puesto se lo había conseguido su tío Frank luego de haber saqueado el último resto de paciencia que le quedaba a su madre. El edificio que lo esperaba era una ballena muerta pegada al puerto. Entró por un pasillo largo, brillante y resbaladizo. A cada costado suyo había mesas anchas, en las que obreras mexicanas y obreros japoneses destripaban caballas con un cuchillo. El olor era tan fuerte que podía tocarte. Bandini no lo aguantó. Inclinó su cuerpo como si intentara atarse los cordones y largó lo que había desayunado antes de salir de casa. A su alrededor se armó un coro de risas. Incluso el jefe se permitió una mirada genuina con los empleados que solía no distinguir de la materia bruta que enlataban. Todos reían menos Bandini. “Aquella primera mañana –dice en Camino de Los Ángeles– no tuvo principio ni fin. Entre un vómito y otro me quedaba junto al vertedor de latas, presa de convulsiones. Y les dije quién era. Arturo Bandini, ¿no han oído hablar de mi? ¡Ya oirán! Tranquilos ¡Ya oirán!”.
Bandini sólo tiene una certeza: tarde o temprano se convertirá en un gran escritor norteamericano. Ese es el trayecto que toma al final de su primera novela, un camino que se va armando en su cabeza y se consolida en las pequeñas decisiones que toma. Los Ángeles como meca sagrada y refugio de los escritores durante la gran depresión. La tierra del sol y las mujeres y en donde se reconoce en dólares, en muchos dólares, a las promesas de la literatura. Allí sueña llegar el jovencísimo Bandini en Camino de Los Ángeles, la novela que empezó a escribir en un altillo en Long Beach y fue publicada cuando el resto de la saga ya estaba circulando –poco, pero al fin– en librerías y bibliotecas. John Fante anticipó el devenir trágico de la novela en una carta que le escribe a Carey McWilliams, una vez terminado el primer manuscrito. Con algo de su soberbia característica, le dice: “parte del contenido pondría de punta los pelos del culo de un lobo. Puede que sea demasiado fuerte; quiero decir que carece de ‘buen gusto’. Pero no me importa”.
Camino de Los Ángeles fue demasiado para su época. La editorial Knopf, con la cual Fante tenía un contrato y un adelanto que sólo le alcanzó para pagar la buhardilla y varios kilos de naranjas, la rechazó y quedó archivada por décadas en un cajón. Joyce, su viuda, la mujer a quien le dedicó varios de sus libros, descubrió el manuscrito tras su muerte, mezclado con correspondencia y otros papeles. Lo publicó en 1985 y, en retrospectiva, puede leerse como una precuela de la saga o, mejor, como uno de esos capítulos pilotos de Los Simpson donde los personajes parecen bosquejos, borradores de las formas definitivas que consolidaron en las siguientes temporadas.
El estilo que Fante ensaya en esa primera novela marcará el ritmo y el tono de su narrativa. La voz del narrador, una primera persona del singular, rabiosa acompaña las acciones de Bandini como una guadaña que despeja la maleza a su paso. Es hiper expresiva y, como dijo Terry Eagleton en tono despectivo, no difiere del lenguaje que podés encontrar entre los parroquianos de cualquier bar. Sin embargo, con el tiempo, de ese pozo de agua sucia y frases cortas y limpias bebió toda una tradición de escritores americanos del siglo XX: desde Carver hasta la generación beat, pasando por Bukowski y Salinger (el primer Bandini es una versión con más polvo y niebla que la del universal Holden Caulfield); e incluso Dan Fante –el segundo de los cuatro hijos de John–, que escribió sobre la pesada herencia en una trilogía autobiográfica que incluye el sugestivo Fante: Un legado de escritura, alcohol y supervivencia.
Fante vomita cuando escribe. Lo hace contra la iglesia, contra los burgueses proletarios que no defienden el litro de leche para sus hijos, contra los filipinos y mexicanos (“¿no te resulta inquietante tener a un blanco cerca?”, le dice a un japonés), contra las mujeres, contra el capitalismo moderno, contra la industria del cine, contra su origen de “macarroni” y, sobre todo, contra él mismo. Al finalizar su primer día de trabajo en la fábrica de conservas, un compañero filipino le dice a Bandini, “Tú vomitas muy bien. Tú no escritor. Tú sólo vomitas”. Y en esa frase puede condensarse parte de la literatura de Fante: el autor que mastica al mundo, lo tritura con su organismo y luego lo devuelve en un orden subvertido porque no soporta cargar con sus formas domesticadas.
Quería que fuese otro
Arturo Bandini tiene dos familias. Una que le tocó por la ruleta de la sangre; otra que supo construir mediante la lectura y la fabulación. Por momentos conviven, en otros se cruzan y explotan en chorros de llanto y angustia que Fante, con sutileza, logra encajar en los rostros duros de las masculinidades modernas que pueblan su universo. Arturo Bandini es el péndulo que se mueve entre ambos mundos, entre lo que es y lo que desea ser, entre su origen y el destino que busca armar a través de la literatura. Esta tensión sobrevuela toda la saga, y es en Espera a la primavera, Bandini –su novela más íntima y familiar, que Fante narra con inteligencia en tercera persona– en donde lo dice sin entrelíneas y con la belleza de la palabra justa. Allí escribe: “Se llamaba Arturo, pero no le gustaba y quería llamarse John. Se apellidaba Bandini, pero quería que fuese Jones. Su padre y su madre eran italianos, pero él quería ser norteamericano. Su padre era albañil, pero él quería ser pitcher de los Cubs de Chicago. Vivían en Rocklin, un pueblo de Colorado de diez mil habitantes, pero él quería vivir en Denver, que se encontraba a cincuenta kilómetros”.
Espera a la primavera, Bandini (1935) fue la primera novela que Fante pudo publicar. En la antesala del libro, al lector lo recibe una dedicatoria que el autor le hace a su madre Mary Fante, y a su padre, Nick Fante. Como suele suceder con muchos de los buenos escritores norteamericanos, Fante escribió sobre la figura del padre. Svevo Bandini es el nombre que lleva en la ficción. A diferencia del resto de los libros de la saga, Arturo Bandini le cede terreno a su padre en el protagonismo de la historia sin dejar de ser referencia o contrapunto.
Desde el vamos, el narrador atiende al padre con un primer párrafo demoledor. Dice: “Avanzaba dando puntapiés a la espesa capa de nieve. Hombre asqueado a la vista. Se llamaba Svevo Bandini y vivía en aquella misma calle, tres manzanas más abajo. Tenía frío y agujeros en los zapatos. Por la mañana había tapado los agujeros por dentro con el cartón de una caja de macarrones. Los macarrones no los había pagado. Se había acordado mientras metía en los zapatos los trozos de cartón.”
Svevo Bandini había nacido en Italia, en los Abruzos. Su historia de hambre, sacrificio y altamar, es similar a la de los inmigrantes europeos que fueron a parar tanto a Norteamérica como a la Argentina. Desde la infancia, Svevo trabajó con las manos y la espalda, y con el tiempo aprendió a desconfiar de aquellos que prescindían de tales herramientas para ganar plata. Odiaba la nieve y el frío con la misma fuerza que a su casa, que cada tanto le hablaba y le recordaba la deuda que tenía la forma de un agujero sin fondo. Llevaba quince años casado con María, una mujer devota de la iglesia y del calor de su marido. Habían tenido tres hijos varones, Arturo, Federico y August, que con diferente compromiso jugaban al papel del monaguillo en la iglesia local. De los tres hijos, Arturo es el que está pendiente de los movimientos del padre; el que lo imita cuando habla con sus pares, el que lo detesta por maltratar a su madre, “la pobrecita”; el que lo va a buscar a los Billares Imperiales y a la casa de su amante. Arturo es el que observa sus reacciones, el que se compara y se refleja, el que moldea su personalidad ante un padre que oscila en el subibaja de la idolatría y la decepción.
Cuentan Billy Childish y Kiko Amat, dos borrachines simpáticos que conversan a modo de prólogo del compendium de la tetralogía, que John Fante era muy parecido a su padre. Y agregan que Nick Fante “era una puta pesadilla” que podía armar una pelea a los navajazos en plena reunión familiar. En Llenos de vida (1952), la novela en donde John Fante le da su nombre al personaje principal como si buscara ocultarse con la cara al descubierto, también aparece una versión de Nick. El John Fante de la ficción espera a su primer hijo de ficción con Joyce, su mujer en la ficción. La casa se les derrumba a sus pies: el suelo de la cocina se viene abajo literalmente por la voracidad de las termitas. Y John Fante de ficción no tiene mejor idea que ir a buscar a su padre campesino, cabrón y taciturno, para que le dé una mano, o dos, con los arreglos. Así Fante retorna a la escritura del padre, de su padre. Y lo representa en la imagen de un hombre ambiguo, que destruye lo que tiene cerca pero que también puede repararlo; en un hombre que a su paso genera dolor y, paradójicamente, como sucede en Espera a la primavera, Bandini, sin su presencia la familia se desmorona. Un padre de la vieja escuela, con las manos demasiado ásperas para acariciar a un hijo, y a mil años de los modelos de paternidad que se ensayan en la actualidad.
El perrito que reía
Antes de conseguir empleo en la fábrica de conservas, Arturo Bandini había trabajado cavando zanjas, de bachero en bares como agujeros, de acompañante de camionero y en un almacén. A todos entraba con un libro debajo del brazo. Podía ser de Nietzsche, Schopenhauer, Spengler, Huysmans, Sherwood Anderson o Knut Hamsun. Los leía con sed durante las horas de trabajo, en algún hueco que se inventaba. Lo podía hacer debajo de un camión, en el baño o en un sótano oscuro. Era su modo de alterar la relación de poder laboral, de raspar el orden moderno capitalista, de tomar con las manos el tiempo que la vida enajenada amenazaba con devorarle. Y a la vez, era la forma que Bandini había descubierto para crearse una familia; una nueva, optativa, literaria, con la cual identificar sus ánimos, deseos y frustraciones, propias de una vida dedicada a la literatura.
Pregúntale al polvo –su novela más conocida por la manija sincera que le dio Bukowski en el prólogo de su reedición– empieza con Bandini instalado en Los Ángeles. La única foto que cuelga en la pensión que alquila es la “del supremo Hackmuth”, el editor que le publica su primer cuento, “El perrito que reía”. Bandini, como sucede con Rupert Pupkin en la genial El rey de la comedia, imagina diálogos con su editor, le adjudica pensamientos, comentarios, consejos y elogios que le hace sobre su obra. Bandini fabula sobre su vida y su talento literario. En los monólogos ante interlocutores inanimados –que enciende mediante su voz– jerarquiza su vida y su escritura, caracterizándolas con tintes dramáticos y grandilocuentes.
En Sueños de Bunker Hill, da un paso más en la fabulación e inscribe sus fantasías en los imaginarios de otros. Luego de ser ninguneado por su admirado Sinclair Lewis, de haber besado la lona de Hollywood como guionista, y de sentir como un karma el rechazo de Helen Brownell, la mujer que él mismo había rechazado por vieja, Bandini vuelve al frío de Colorado en busca del calor del hogar. Lo recibe su familia y el musgo de la pobreza que los acompaña de por vida. A sus hermanos y coterráneos, les dice que Clark Gable es su amigo, que frecuenta a Tom Mix, que juega al golf con Bing Crosby y que, entre tantas, se ha acostado con Bette Davis, Hedy Lamarr y Katharine Hepburn, sin haber “decepcionado a ninguna”.
Arturo Bandini no miente en sus relatos, exagera; se regocija en el exceso de la palabra, en la potencia que brinda la narrativa a las experiencias mundanas, en la capacidad para pervertir lo real y proyectar un camino de huida. No le interesa si le creen o no. Él cuenta lo que su cuerpo carga: sus ambiciones, deseos, lecturas. Arma una trama con ese material; un guión que luego buscará interpretar aunque no combine con el suelo real que tiene bajo sus pies.
Los reyes del polvo
La novela que John Fante le está dictando a Joyce, su mujer, en el hospital de California es Sueños de Bunker Hill; el libro que cierra la saga cincuenta años después de su primera aparición. Allí Bandini, al menos en lo formal, cumple su sueño: vive holgadamente de la escritura. Sin embargo, tal como sucedió con Fante –guionista de Walk on the wild side y de Six loves, entre otras películas no tan elogiables como las nombradas–, Bandini ve derrochar su talento en la escritura de guiones que son mutilados por los estándares de Hollywood. Ese es su dilema, mejor dicho uno de los tantos que lo persiguen en la recta final.
Bandini es consciente del doblez que va tomando su vida. Por un lado disfruta del despilfarro, de las fiestas, de las mujeres de la vereda luminosa de Los Ángeles. Por el otro, sufre la integración al sistema que lo vacía por dentro (el estudio que lo contrata lo tiene como mano de obra pasiva, sin pedirle un sólo guión en meses), se aleja de la literatura y vuelve a fracasar en el amor después de una intensa relación con Camila, narrada en Pregúntale al polvo. La fantasía que cultivó en la juventud le muerde los pies: lo detiene, lo seca. En sus palabras, Bandini “seguía allí por el dinero, porque ya no era pobre y tenía miedo de volver a serlo”. Y ese es el miedo real que lo paraliza: la sensación de que nunca va poder escapar del polvo del que pensaba haber huido.
A mitad de Sueños de Bunker Hill, asqueado del mundillo de Los Angeles, Bandini larga todo y se alquila una casa frente al pacífico con la intención de volver a escribir. Pasan los días y no escribe una línea pero disfruta de una sensación de bienestar que le calma la ansiedad. Una tarde escucha el ruido del motor de un auto que estaciona en la casa de al lado. Su nuevo vecino se hace llamar el Duque de Cerdeña; un hombre “tan musculoso que parecía de caucho”. El Duque es luchador profesional y se instala en la playa para llegar en forma a la pelea que tiene contra Ricardo Corazón de León, un rubiecito que gozaba de popularidad en el ambiente. Bandini, desde la galería de su casa, lo ve todos los días entrenar. La rutina consta de arrastrar un remolque vacío por la arena, con el sol pegándole en la frente y la transpiración chorreándole por la espalda como si permanentemente estuviese saliendo del mar. El día de la pelea el Duque le pide a Bandini que lo acompañe. “Al público le caigo mal. Necesito a alguien en mi rincón”, le dice. La pelea es una carnicería: el Duque además de luchar contra Corazón de León tiene que soportar golpes de mujeres que suben al ring, escupitajos y objetos que vuelan desde la tribuna y, lo peor, la decisión injusta del jurado que declara un empate luego de haber dejado a su rival en la lona.
En los días siguientes, el Duque no sale de su habitación. Bandini lo va a visitar y lo rechaza en silencio. Recién se levanta cuando recibe el llamado de un promotor que le confirma una pronta revancha contra Corazón de León. El Duque vuelve a entrenar entusiasmado, con la fuerza que dan las ganas de venganza. Bandini empieza a despreciarlo. Le parece ridículo, analfabeto, un payaso de la industria del entretenimiento. En otras palabras, ese hombre con antepasados italianos, que entrega su vida a un oficio, que busca vengarse de sus orígenes con sus manos, y que es vapuleado e ignorado por el público americano, se parece demasiado a él como para tenerle afecto. Al fin y al cabo, el Duque de Cerdeña era un hombre como Bandini, un hombre como John Fante; uno de los tantos reyes del polvo que, por más que venzan en el ring, el conteo final siempre les dará empate.