Lo peor no es que un mosquito te inocule subrepticiamente el virus del dengue con su saliva infestada en tu propia casa. Lo más dramático es que el artrópodo hembra busque tu sangre para desovar luego en zona próxima en plena pandemia de Covid y cuando todo el sistema sanitario tiene alertas activados para atacar sólo al germen de moda. Entonces la pesadilla puede ganar dimensiones espeluznantes.
Fue un sábado al mediodía en plena cuarentena cuando la médica de la prepaga que consulté a través de una videollamada decidió activar el protocolo del coronavirus. Había superado los 38 grados con molestias en la garganta y eso me arrojó al vacío.
Para un sistema hipersensibilizado respecto a la pandemia y por entonces con recursos ociosos para enfrentarla el mío podía ser un caso. Mejor atacarlo que soslayarlo. “Estamos buscando enfermos”, confesó uno de los profesionales con los que tuve contacto telefónico. Aparentemente, el único previsto en estas épocas de acechanza viral.
Más de cuatro horas tardó en llegar la ambulancia para llevarme a la clínica en la que me hicieron el hisopado, a escasas tres cuadras de mi casa, donde vivo sola. Pero este último decisivo dato no frenó el proceso implacable: el mismo móvil, con los conductores debidamente pertrechados para el combate sanitario, me llevó hasta un hotel del microcentro a esperar cinco días los resultados del test. Fue negativo. Por suerte ¿Por suerte?...
Resultó un confinamiento extraño, durante el que jamás tuve contacto con nadie, hasta el día de mi partida. Finalmente los profesionales de la salud vía whatsapp (¿qué sería de nuestras almas sin este recurso tecnológico?) accedieron a ordenar el análisis de sangre que permitiría guiar mi diagnóstico hacia el dengue. Tenía toda la piel enrojecida con un zarpullido, fuertes náuseas y febrícula que de a ratos viraba a fiebre.
En la estancia hubo detalles menores como la comida con frituras a pesar de mis ruegos de “algo liviano” porque mi aparato digestivo acusaba los estragos de la infección. Otros inquietantes, como los pelos en el bidet que me hicieron dudar de la asepsia del lugar. ¿Y si por insondables designios los astros me mandaron ahí para contaminarme con el corona?...
La pared de vidrio despojada de cortinas de telas por higiene, me obligó a pegar papeles para ganar un poco de privacidad durante mi estancia en el microcentro. No sólo me perturba la luz matinal. Nada más lejos de mi ánimo que entretener a alguien con alguna especie de improvisado streaptease sin ambiente.
Después, a desplomarme sobre el duro y resbaloso plástico que cubría el colchón. No permitía sujetar las sábanas y acompañaba cada respiro con un crujido molesto.
Estaba lejos del hogar y muy cerca del virus, como lo corroboraron las toses que escuchaba al abrir la puerta de la habitación para tomar la comida depositada sobre una silla. Nadie por aquí. Nadie por allá. Pero sospechosos y condenados por doquier, tan invisibles como los médicos.
Cada huésped con su historia y sus desvelos. Como el de la chica que llamó a mi interno una madrugada buscando pasar el rato y, ante mi negativa a charlar, preguntó en qué habitación del piso 5 había un flaco…
La tarde del jueves fui liberada ante la confirmación de que no tenía Covid, algo que no me quitó el gran desasosiego que derrumbaba mi cuerpo en la cama y alteraba mis emociones. A poco de llegar a mi casa me entero que el análisis de laboratorio era compatible con el dengue, por las bajas plaquetas, entre otras cosas. Pero la certeza firme no es posible.
El dengue es epidemia con picos periódicos como el actual, que llevaron a más de 6000 enfermos sólo en Capital Federal y el análisis serológico es un recurso reservado o retaceado. Se diagnostica de modo indirecto una enfermedad que tiene similar letalidad del Covid pero menos prensa. Con un agravante: en una reinfección los anticuerpos generados la primera vez ofician de anfitriones del virus y propician la forma grave: la muerte por hemorragias internas es un riesgo muy alto y cierto con una segunda picadura.
Tuve al tanto a mis vecinos de los avatares por solidaridad. Tengo algo que puede ser peor que la gripe generada por el coronavirus pero que sólo se contagia a través de la picadura de un mosquito. La buena es que no soy un foco infeccioso. La mala es que la casa de los malditos artrópodos moda Curresh (patas blancas y negras) podría estar en el propio edificio. Y no hay fumigación que mate a las larvas, capaces de sobrevivir un invierno.
Las estadísticas indican que la curva de contagio del coronavirus se acható y que sobran camas, comunes y de terapia intensiva. Aún así, hay alertas sensibles activadas. Sensatamente.
Lo que suena menos razonable es que el sistema minimice de hecho otras enfremedades igualmente peligrosas y que no haya campañas de información masivas y adecuadas para advertir sobre lo que en algún momento fue una enfermedad tropical y de la pobreza, según clasificaba la propia Organización Mundial de la Salud hasta hace pocos años. Cambió.
“¿Dónde te metiste que tenés dengue?”. Me harté de responder esta pregunta, indicio de la ignorancia sobre un fenómeno de salud pública que debería preocuparnos a todos, en particular a los responsables de diseñar estrategias de prevención y combate. Estuve en mi casa. En la zona palermizada de Almagro y no tengo ningún cacharro con agua.
El insecto que transmite esta otra infección viral es huésped del Area Metropolitana y del interior. Una de las dos entrañables amigas cordobesas que también vivieron la experiencia de esta enfermedad me advirtió que un resabio inmediato (más allá del hepático o cardíaco), es una tristeza profunda y duradera.
Cómo podría ser de otra manera, transitando un mal tan dañino en la orfandad de una pandemia por covid19. Casi que tenerlo, “garpa”. Si no, una especie de abismo.