El niño Martín Kohan, tal vez acostumbrado al trabajo en publicidades, juega con el “sensacional” helicóptero con émbolo que promete la revista Billiken. La foto –publicada en la revista Gente el 3 de agosto de 1972- integra el repertorio visual de Me acuerdo (Ediciones Godot), un inventario de escenas de la infancia, dedicado a su hermana Marina, que se inscribe en la genealogía literaria iniciada con I Remember (1970) de Joe Brainard, “un libro digno de ser copiado”, según Georges Perec, que lo homenajeó con su Je me souviens. Desde el chofer del micro escolar hasta el borracho crónico de La Serranita, el pueblo cordobés donde pasaba las vacaciones, el mecanismo de la enumeración despliega nombres de novias y amigos, los guardapolvos grises (después verdes) del colegio David Wolfsohn, los chicos de la cuadra, las clases de guitarra y de tenis, el primer autógrafo de Juan José López, entonces jugador de River, entre otros materiales de esas “instantáneas verbales”.
“Yo jugaba al arco con bermudas y con vincha, para imitar a Hugo Gatti”, escribe Kohan (Buenos Aires, 24 de enero de 1967) en este catálogo donde emergen “heroínas” como la abuela paterna Dina, pero también tensiones indisimuladas con el padre. “‘No me gusta lo que vi’, dijo mi abuela Dina, una vez que presenció cómo mi papá me daba una paliza”, anota el autor de las novelas Dos veces junio, Museo de la revolución, Bahía Blanca y Fuera de lugar, entre otras. La anotación de recuerdos no construye una autobiografía, sino que contiene elementos que permiten conjurar el hechizo que produce encontrar en las experiencias material interesante o susceptible de ser contado, algo así como una híper inflación del “confieso que he vivido”. El inventario –en manos de Kohan- desacraliza el énfasis de lo autobiográfico en la literatura. “Los monólogos de mi papá ante la tumba de mi abuelo, en el cementerio de La Tablada. Mi inquietud: ¿qué tan abajo estaba enterrado?”, se pregunta en Me acuerdo. “Hoy por hoy, me considero absolutamente dispuesto a todas las conversaciones, a todos los debates, a todos los intercambios; mi límite son los antisemitas”, subraya el escritor en la entrevista con Página/12.
--La primera impresión que causa “Me acuerdo” tiene que ver con la escritura, porque es un libro, en cierto modo, muy diferente a otros. ¿Qué genera este efecto, esta diferencia? ¿Un tipo de escritura que trabaja a la manera de un inventario caprichoso de recuerdos de la infancia?
--Efectivamente, es un libro muy distinto. En parte porque los materiales son autobiográficos, y a mí la escritura autobiográfica no me atrae en lo más mínimo. Y en parte, porque el registro de la escritura impone el despojamiento, ese efecto de inventario que bien señalás. En verdad, las dos cosas están relacionadas: no podría haber escrito una narración autobiográfica, porque mi vida no me interesa como asunto literario; en cambio, hacer un listado, la idea de enumerar recuerdos (más que narrarlos) me hizo posible escribir este libro, quiero decir, me dio ganas de escribirlo. Porque hacer listas (de lo que sea) sí es algo que me gusta, y mucho.
--Hay una tensión con la figura del padre en el libro; es el hombre que te lleva a la cancha de Boca, pero también el que te pega una paliza y discute con tu madre. ¿Cómo fue la relación con tu padre, con un hombre que defendía a Stalin, “especialmente en sus aspectos represivos”?
--No podría responderte sin entrar en una evocación autobiográfica, que es justo lo que quiero evitar. En un poema de Susana Villalba (que no había leído cuando escribí Me acuerdo), encontré esta distinción: la diferencia que hay entre recordar y observar recuerdos. Aquí se trata de observar recuerdos: un día pasaba una cosa, otro día pasaba otra.
--Hay un minucioso señalamiento de los deseos del niño y lo que los padres le pueden comprar: pide una lapicera Parker, le compran una Shaeffer; quiere un equipo deportivo Adidas, le compran un Topper. ¿Por qué las marcas de la clase social suelen ser escamoteadas o ignoradas en la escritura? ¿Será que la movilidad social barrió con pasados e identidades que no se quieren recordar porque producen algo parecido a la vergüenza?
--Es interesante la palabra misma, “marca”; porque es también eso, una marca, una marca social, una marca de clase. Easton Ellis las usa mucho en American Psycho; Fogwill las convierte en un recurso del realismo social en Vivir afuera. Es cierto que están presentes en Me acuerdo, porque creo que es un registro muy propio de la infancia. Yo estaba desfasado en algunos ámbitos, porque vengo de una clase media más bien desvencijada. Pero no asociaría eso con la vergüenza. Permitime la vehemencia: vergüenza es ser millonario, es decir, explotador (con la excepción de los futbolistas de élite, por ejemplo, o de ciertos boxeadores).
--También trabajás el impacto que te genera la reacción de los otros cuando decís que sos judío: “Hernán de al lado” se puso a llorar; a la abuela de Marian no le gustaba que su nieta dijera que estaba de novia con vos; o el “judío de mierda” de Luisito. ¿La discriminación reafirmaba tu identidad? ¿Cómo operaba esta cuestión?
--Entre las numerosas formas de ser y asumirse judío, Hannah Arendt señala precisamente esa: la de la identidad que se afianza ante el señalamiento del agresor, sentirse judío (o sea, serlo) frente a la hostilidad. Me reconozco en ese criterio, y hasta es el que más me funciona. En el mundo de la infancia, el asunto tiene sus vueltas: estos amigos de la cuadra, que me querían y a los que yo quería, sufrían por el odio que les habían enseñado. Hoy por hoy, me considero absolutamente dispuesto a todas las conversaciones, a todos los debates, a todos los intercambios; mi límite son los antisemitas. Me crucé con un par en el último tiempo: es el único interlocutor al que refracto.
--Enumerás las publicidades en las que trabajaste, como Terrabusi, papas fritas Bun, revista Billiken, jugos Pindapoy, entre otras. ¿Cómo empezó todo? ¿Cuál fue la primera publicidad que hiciste y cuál la última?
--Me llevaba mi abuela Dina, heroína del Me acuerdo. La pasábamos muy bien en esa especie de aventura compartida. Yo creo que la primera fue la de Terrabusi, y creo que la última fue la de Pindapoy. Pero la verdad es que no me acuerdo bien. Si algo me reveló escribir Me acuerdo, es lo mucho que no me acuerdo. Empezando por el contenido del propio libro: no estoy para nada seguro de lo que puse y de lo que no. Todo está hecho de olvido.
Una anotación de Me acuerdo se conecta con una novela de Kohan, Fuera de lugar. “Los chicos desnudos parecían más desnudos al estar a la intemperie”. La frase del narrador no solo pone la piel de gallina, sino que acelera una perturbación que irá creciendo. El negocio, que comienza en algún lugar inhóspito de la precordillera, consiste en sacar fotos a chicos desnudos. “No hay que hacer cosas graves –dirá Nitti–. Pero no es algo convencional tampoco”. Magallán, un sacerdote que para uno de los personajes es “una bazofia de la peor especie”, garantiza el suministro de niños a través de un instituto de menores. Sin necesidad de tener que dar explicaciones, puede llevarse un puñado de varoncitos por un par de horas. Marisa y Lalo reciben a los chicos, y Murano, el fotógrafo, les toma las fotografías que irán a parar tan lejos como suena la expresión “los países del Este”.
--“Publicidad para una discográfica. Me hicieron posar desnudo. Cubierto solamente por un disco, de esos que se llamaban simples”, se lee en “Me acuerdo”. De pronto sentí un sobresalto que me llevó a conectar este fragmento con “Fuera de lugar”. Como si hubiera encontrado el fantasma autobiográfico de esa novela, ¿no?
--Yo tampoco había hecho la conexión. Tal vez la bloqueé precisamente por mi tendencia a disociar ficción literaria y autobiografía. Pero en una entrevista que me hizo Patricia Kolesnicov, mientras yo obstinadamente me rehusaba a suministrar claves personales, surgió esa referencia. Y yo sentí, como vos, un sobresalto. No me acordaba de eso. Y creo que por eso pude escribir Fuera de lugar, porque no había nada mío en el asunto, nada al menos que yo advirtiera. Y sin embargo, ya ves. Parece que algo había.
--Inventariar recuerdos o experiencias puede derivar en el desborde o tender a la contención. ¿Por qué optaste por una escritura contenida?
--Es lo que me fascinó al leer el Me acuerdo de Brainard y el Me acuerdo de Perec, que lo emuló (como lo emuló también Margo Glantz). Y es lo que me dio el impulso de escribir, escribir de esa manera: contener la narración, con todo lo que eso implica, para apostarlo todo al inventario. Hacer una colección de recuerdos, pero no ponerse a recordar. Sin esa contención, la única alternativa sería la de largarse a evocar y a contar mi infancia. No haría eso ni loco.
--¿Cómo juega la invención sobre los recuerdos y la memoria? ¿Recordar e inventar podrían ser sinónimos? En cambio la memoria, ¿se lleva mal con la invención?
--Todo lo que consta en Me acuerdo es verdad. Si no, no tendría sentido; el pacto de lectura es ese. Y damos por hecho que es verdad lo que ponen Brainard o Perec. ¿Dónde está la invención? La invención está en la forma. Y el inventor es Brainard. La lista de recuerdos no es igual a la memoria. A diferencia de Nabokov, acá más bien hay que decir: “Calla, memoria”. Calla, que estoy contando (contando en el sentido de contabilizando, no de narrando). Como en cualquier conteo: si te hablan, perdés la cuenta. Me parece que es algo así. La memoria calla, y así es como los recuerdos se dejan observar, contar, coleccionar, inventariar. La memoria en Proust suscita los siete tomos de En busca del tiempo perdido. En versión “Me acuerdo”, en cambio, eso mismo resultaría así: “Me acuerdo de las magdalenas que comía al merendar”. Y listo.
--En estos tiempos de cuarentena y aislamiento, parece imposible cambiar de tema. ¿Por qué decís que leés y escribís peor ahora, en tu casa, que cuando lo hacías en bares y cafés?
--Porque en mi casa tengo internet demasiado a mano para mi gusto. Estoy siempre conectado o con la conexión al alcance. Para mí, al menos, eso supone más distracción, más dispersión, más interrupciones. A eso me refería, a leer con menos poder de concentración, es decir, peor. No me refiero a las propias desconcentraciones, esas están en el ritmo de la propia lectura: es el momento en el que, en el bar, uno mismo levanta la cabeza. Pero una cosa es que la levante yo, y otra que me la haga levantar el sobre estímulo continuo de twitter, del correo electrónico, etcétera. Que no van conmigo al bar. Pero que están conmigo en casa. Otros podrán leer bien aun así (yo no, yo me distraigo), otros considerarán que leer es eso (para mí no, para mí eso es pispear, mirar, “hojear”). Leo en casa, porque me sobrepongo. Apenas pueda, ¡al café!
--¿Cómo imaginás que será el mundo pos pandemia?
--No tengo idea. Pero tampoco intento tenerla. Me parece que un aspecto fundamental de lo que estamos pasando es que, como pocas veces, o como nunca, no sabemos. No sabemos. No sabemos cuándo va a haber vacuna, no sabemos si el virus se transmite en la ropa, no sabemos si lo transmiten los animales, hasta hace unos días tampoco se sabía si los barbijos servían o no servían; hasta hace unos días se decía que las bebidas calientes contrarrestaban el virus. Es decir: no se sabe, no sabemos. Cuándo vuelve esto o aquello, no se sabe. De qué manera va a volver, cuando vuelva: no se sabe. Y entiendo que ese es uno de los desafíos que la pandemia instaló: que aun esas cosas elementales, que estamos acostumbrados a saber, ahora no se saben.