Desde París
Lo trascendente debe ser como el amor: si no lo andamos buscando llega sólito y se ancla en el puerto de la vida. Así aparecieron ellos; solitarios, masivos, sembrados en los bancos y las veredas de París. Al principio no cabía una explicación racional para entender por qué había decenas y decenas de libros de todos los géneros que brotaban por la ciudad. Nunca estaban verdaderamente tirados sino prolijamente dispuestos sobre los bancos o en la calle, separados en pilas que hacían de improvisada clasificación por género: guías turísticas, novelas de ciencia ficción, ensayos, libros de poemas, obras técnicas, de arquitectura, varios clásicos, novelas, catálogos de exposiciones, piezas de teatro, libros en inglés y mangas.
En aquel orden se insinuaba como un respeto genuino, una intención modesta, una disculpa por dejar en la calle un símbolo sagrado de la cultura. En un banco del Boulevard du Port Royal había siete libros apilados por género.
Sobresalían dos volúmenes azules de tapa dura de una edición de lujo de la obra del poeta y dramaturgo español Calderón de la Barca (1600-1681). La primera tentación fue hojearlos, pero el miedo al virus detuvo el gesto. ¿Acaso el coronavirus habría hecho su nido en aquellas páginas? No había respuesta. Y cuando no la hay lo mejor es palpar lo inesperado. Los libros estaban en español. El primero era su obra más conocida La Vida es Sueño. En la segunda página, escrita a mano, una muy bella dedicatoria en francés decía: “Para Helena. Si tuviera siete vidas como un gato, todas serían para ti. Jean-François”. Aquel enamorado le estaba ofreciendo a Helena su instante y todas las vidas que pudiera transitar. Había en aquello una vibración sobrenatural. El amor, la vida, el deseo de eternizar los sentimientos, la amenaza de lo perecedero, la finitud del amor, el futuro y el presente rondaban por el banco del Boulevard haciéndose señas, cruzando significados. El más asombroso era el mismo relato. La Vida es Sueño fue escrita en 1635 y cuenta la historia de Segismundo, un hombre a quien su padre, el rey Basilio de Polonia, lo encierra por el terror que tiene a que se cumplan las profecías de un oráculo. Durante su cautiverio, donde la aparición del personaje se inicia con la exclamación “¡Ay mísero de mí!”, Segismundo reflexiona sobre la vida, su sentido, el presentimiento de un destino trazado, la oposición o la dualidad entre el libre albedrío y lo predestinado, la realidad y el sueño.
Al lado había un libro de ciencia ficción de Theodore Sturgeon, Más que Humanos. Publicada en los años 50, la novela narra la historia de seis personas con poderes sobrehumanos que poseen, además, la capacidad de aunar sus habilidades e interactuar como si fueran un sólo organismo y configurar así la fase siguiente de la evolución humana. Un bello mensaje, como lo es cada libro. El volumen de Theodore Sturgeon estaba balbuceando un secreto: los seres humanos han sido capaces de hacer gestos de bondad estremecedores, han sacado lo mejor de sí mismos para darle una mano al prójimo, aliviar la soledad, la enfermedad, el hambre y la tiranía del confinamiento. Si uniésemos todas esas cualidades humanas que la monstruosa frivolidad del liberalismo amordazó, configuraríamos una humanidad radicalmente diferente. Terminaríamos inmunizándonos a fuerza de amor contra el virus de la tecnología, del consumo, del hedonismo y de la mezquindad. Seríamos, juntos, los diseñadores de un organismo compacto hecho de solidaridad, lealtad, igualdad y protección de la naturaleza. Porque ese mundo renovado que tanto se anhela no lo construirá el sistema, sino nosotros mismos, en la intimidad.
En esta biblioteca a la intemperie que los parisinos fueron conformando con los días había muchas líneas convergentes. La del propio relato de un hombre que camina por París encontrando libros, que se detiene en sus títulos, que cuenta las historias narradas en ellos. La de la magia del libro del escritor francés Georges Perec (1936-1982) depositado sobre el borde de una ventana en la Rue des Arquebusiers: Penser/Classer (Pensar/Clasificar, Editorial Gedisa). Es un libro póstumo que consta de 13 textos sobre el arte metódico o el desastre de clasificar las cosas. Perec escribe: “¿Pienso antes de clasificar?, ¿clasifico antes de pensar?, ¿cómo clasifico aquello que pienso?, ¿cómo pienso cuando quiero clasificar?”. El cuarto texto se llama “Notas breves sobre el arte o la manera de ordenar los libros: Una duda entre la ilusión de lo acabado y el vértigo de lo elusivo”.
Ese vértigo estaba en las calles como un intento de rescatar / ordenar lo que se había desechado: los libros estaban presentados como una ofrenda, no tiradosa la basura. En ese gesto se expresaba un pensamiento, una jerarquía. La gente, durante el encierro, puso orden en sus casas. Los tachos de basura estaban repletos de ropa, viejas cacerolas, decoraciones inútiles, ensaladeras rajadas, platos espantosos, DVDs, cargadores de teléfonos y un bazar perene de porquerías. Los libros estaban fuera de los enormes tachos de basura verde esperando a que alguien pasara por allí. No entraban en la clasificación de “basura” sino en lo que sobra y se comparte, aunque sea dejándolo en la calle, sobre los bancos o las ventanas. Hubiese sido perfecto conservarlos y donarlos luego a una biblioteca. Sin embargo, en esa imperfección de deslizarlo por ahí latía ya una finalidad noble.
En aquel silencioso y plural gesto colectivo la humanidad se estaba salvando a sí misma, rescatando su propia memoria, su creación, el don de lo gratuito. Dejar un libro para que otro lo encuentre es multiplicar su existencia. Sale de nuestras vidas, pero no de la vida. París, capital cultural, se decía a sí misma que no está perdida, que aún preservaba un lazo honroso con la resonancia trascendente de la cultura escrita, con la poderosa capacidad de revelación y transformación de lo subjetivo.
En una planta baja de la Rue Poliveau, colocados en hilera delante de un bello jardín, alguien depositó media docena de libros. Entre ellos, en inglés, había en una edición de bolsillo de una de las obras maestras del escritor norteamericano Scott Fitzgerald (1896-1940), Tierna es la noche, escrito parcialmente en París. Es un libro sobre la búsqueda del amor y la belleza en un clima de confrontaciones, decadencia y mundanidad en el que se movía la jet set norteamericana durante las dos guerras mundiales. El título procede de un poema del poeta romántico inglés John Keats (1795-1821), Oda a un Ruiseñor, autor a quien Julio Cortázar le dedicó un ensayo (Imagen de John Keats, 1951) y tradujo y comentó Lord Houghton, Vida y cartas de John Keats-1955. El ruiseñor es lo opuesto a la novela de Fitzgerald: el pájaro de Keats es la voz de la eternidad de la naturaleza y de lo bello ante la fugacidad y la violencia. La memorable novela de Scott Fitzgerald es la sepultura de esa belleza.
Los libros esparcidos por París eran el canto del pájaro-alma, la pulsión lírica de una infancia humana que nada, hasta ahora, ha podido desterrar. Con solo andar por esta ciudad se puede armar una biblioteca gratuita de volúmenes encontrados. Han sido descartados, pero no destruidos. A veces se quedan ahí y los empapa la lluvia o el rocío de la primavera. Son frágiles, como nosotros, seducen, como nosotros, ríen, sufren y se enamoran y después cuentan historias, igual que nosotros.