Se ha escrito mucho, pero ninguna escritura agotará la necesidad de señalar las desigualdades intolerables de nuestras sociedades. La pandemia no sólo las puso en evidencia sobre el contraste igualador del miedo y de la muerte que inquietan y amenazan la vida común que las disimulaba, sino que ha vuelto a inscribirlas en nuevos ámbitos.
La universidad bajo la forma de la educación virtual es uno de ellos. La exclusión de una enorme cantidad de estudiantes debido a la desigualdad de conectividad, las condiciones abrumadoras del teletrabajo y las limitaciones del propio medio virtual para contener las múltiples formas de interacción que produce la educación presencial, son sólo sus rasgos más groseros, pero también los que nuclean las formas crecientes de un malestar que se extiende.
El modelo universitario argentino, siempre susceptible de críticas y abierto a las mejoras, es paradigma de la afirmación de la Educación Superior como bien social, y uno de los baluartes en la lucha contra su reducción a la mercantilización que impulsan las tendencias privatistas.
Hubo universidades nacidas de las corporaciones medievales, también existieron las que se moldearon en las cabezas de los filósofos o en las voluntades reformadoras de los Estados nacionales modernos. La conversión del sistema universitario en un cuasimercado es la reformulación más reciente de un viejo liberalismo que requería la desigualdad.
Nuestro sistema universitario se forjó en las luchas por la democratización del conocimiento y de la sociedad. El tramo más reciente de esa historia permitió que el reencantamiento de lo universitario se imponga tras la última dictadura militar, a través de la recuperación del cogobierno, la autonomía, la libertad de cátedra y el conjunto de libertades y derechos que desde el reformismo del ’18 se fueron consolidando como principios no canjeables.
Todo ese ideario sufrió la frustración de los límites presupuestarios de un orden económico que se hundía en el quebranto de las hiperinflaciones y en las reformas neoliberales, pero también encontró el entusiasmo para repensarse cuando las políticas públicas propiciaron sus desarrollos,no sólo a través del incremento presupuestario sino también con la profundización de sus vínculos con el destino que corría el resto del sistema educativo, cuando las políticas sociales y las becas estudiantiles colaboraron para que el derecho a la universidad sea reclamado, aún de modo insuficiente, por los sectores más amplios de nuestra sociedad.
En ese marco, conectividad e igualdad llegaron a configurarse estratégicamente para reducir las brechas tecnológicas y educativas. Sin embargo, la pandemia revela cómo la discontinuidad de los esfuerzos estatales ahondó la conexión desigual que estalla en nuestras instituciones, a la vez que, de manera desigual pero generalizada, produce la obturación de sus órganos colegiados de gobierno, la suspensión de las elecciones para la renovación de cargos, la concentración de las decisiones en las autoridades unipersonales y por ende la creciente crisis de legitimidad de las resoluciones tomadas.
La crisis exige que las acciones se funden en buenos consejos, y en el campo universitario la creatividad política frente a su estado excepcional no podrá prescindir de los espacios deliberativos que componen los Consejos Directivos, los Consejos Superiores y el propio Consejo Interuniversitario Nacional.
Lo que el poder de los rectores conquiste en términos de condiciones igualitarias para responder a los desafíos actuales, encontrará su modulación particular en los Consejos universitarios, pero ello pondrá a prueba la capacidad de un órgano como el CIN, que desde la recuperación democrática de la vida política ha servido para acrecentar el poder rectoral, al punto de que ninguna política destinada al sector universitario pudo llevarse a cabo sin su consentimiento, y de que la abrumadora mayoría de las personas que estuvieron el frente de la Secretaría de Políticas Universitarias fueron con anterioridad autoridades rectorales.
De esa manera se pone de manifiesto que la relación con los poderes públicos nacionales no se agota en la influencia que pudieran ejercer sobre el poder legislativo, a través de sus legisladores nacionales, y gobernadores, al momento de aprobación del desigual presupuesto universitario.
El hecho de que la dinámica de las relaciones de fuerzas políticas internas de cada universidad no se traslade a la vinculación que los rectores poseen con el campo burocrático nacional, los ha convertido en un vínculo necesario entre los poderes estatales y el ejercicio medianamente armónico de la autonomía universitaria. Bajo esas condiciones es de esperar que colaboren en la construcción de las respuestas a la anomia universitaria, yendo más allá de los límites tradicionales que medían el valor de sus gestiones por la cantidad de recursos extraordinarios que pudieran conseguir para incrementar los niveles de financiamiento institucional.
La restauración de la legitimidad de los poderes políticos universitarios requerirá la gestación de un plexo normativo que regularice los efectos producidos por la excepción y los ordene a los principios históricos de la cultura política y académica forjada durante años por nuestras universidades, pero también exigirá debatir profundamente sobre las implicancias de la adopción de la virtualidad en la educación superior para disputarle a la lógica del capitalismo de las plataformas digitales la defensa de lo común que nos iguala.
*Dr. en Filosofía. Profesor en la cátedra Historia de la Filosofía contemporánea. UNSa