Desde París
La peluquera Karine Granger esperó la hora mágica, esa que transforma todo cuando el minutero del reloj atraviesa la frontera de la medianoche. A las doce en punto de la noche fue la primera comerciante de Francia en abrir las puertas de su local, en Clichy-la-Garenne, un colorido suburbio de París. Makhtar, que vino a cortarse el pelo, se convirtió en el cliente más famoso de Francia. Era el primero y llegó a la peluquería de Karine con unos minutos de adelanto. Se encontró, en la vereda de enfrente, con una nube de cámaras y periodistas que lo esperaban. La peluquera nunca pensó que habría tal avalancha. De todos los comercios que abrieron durante el día (400 mil), las 77 mil peluquerías de Francia fueron los más solicitados. Ni siquiera los sex-shops de la Place Clichy tuvieron tanto éxito.
En la Rue Monge, en el distrito 5 de la capital francesa, Marc tiene su agenda de reservaciones completas para el próximo mes. Dice, con los ojos iluminados: ”hoy me sentí como si cada cliente fuera uno de los que vienen al salón a peinarse el día que se casan”. Resultó un día febril, de algarabía, de reconocimiento, como si la gente hubiese recobrado la vista después de semanas en la obscuridad. También, una jornada pedagógica para aprender cómo circular con el andador de las restricciones, los temores y las epifanías de las reuniones con amigos, vecinos y colegas.
Francia salió de la madriguera con paso lento, sin empujones ni corridas estrepitosas. 55 días, 8 semanas y al fin el brindis entre vecinos, los paseos en los parques donde hasta los perritos estaban felices de olerse la cola. Los bordes del Sena eran una fiesta de seres humanos caminando emancipados, muchos enmascarados, pero con miradas de asombro y satisfacción.
“¡Esto es la vida !”, decía a PáginaI12 una pareja que estuvo dos meses sin verse y organizó su reencuentro a orillas del Sena, con un pastel Fraisier (frutillas) y vino blanco. Algunos estaban tan contentos de volver a hablarse que se olvidaron de los gestos barreras. A las 8 de la noche había tanta gente tomando cerveza y paseando por el Canal San Martin que la policía tuvo que intervenir para dispersar a los redimidos. Jornada tranquila en los trenes, con apenas un tráfico del 15 por ciento en la Gare Saint Lazare, la más importante de Europa.
Por la mañana, solo hubo un breve conato de caos en ciertas líneas del Métro parisino y la imposibilidad de respetar la distancia de protección en la línea 13, una de las más frecuentadas. El “ ¿ voy por acá o por allá ?” típico de quienes salen y entran al Métro parecía este lunes una obra de teatro mal ensayada. El 95 por ciento de los pasajeros llevaba máscaras. Y sino, la policía impedía el acceso. Por ahora, no hay multas hasta el miércoles.
Tolerancia y cautela para no soplar sobre las brazas de una población irritada y muy propensa a decir “no” a la autoridad. El lunes fue una mezcla de alivio y ansiedad, de preocupación y energías. La sociedad pone un pie fuera de su puerta como si del otro lado hubiera arenas movedizas. Ha controlado la explosión durante estas primeras horas de libertad. Prueba de ello: por la mañana, las rutas entre los suburbios y París no estaban congestionadas. Los embotellamientos sumaron un total de 50 kilómetros contra los 400 habituales. Un 11 de mayo fluido, más dedicado a las relaciones humanas, al dialogo, al torbellino de los animales domésticos, a la nostalgia de los buenos momentos vividos con tantas personas que el desconfinamiento hizo valorar de otra forma.
El fin del encierro no está completamente garantizado. Es una fase de prueba que puede suspenderse si el coronavirus se expande de nuevo. Nadie pensaba en política hoy. El flujo se deslizó en la cuerda humana, esa del prójimo, del semejante. La gente respiraba el aire de la ciudad con una felicidad demostrativa. Ver, tocar, hablar, caminar, intercambiar, sonreír más allá de la ventana. Mañana puede ser peor, hoy había que disfrutarlo como nunca. Una adolescente que caminaba con su madre por la Rue Hauteville le decía: ”sabés mamá, creo que ya no me tendrás que decir nunca más que la vida es muy corta. Ya aprendí lo que es el tiempo y la soledad”. Las dos caminaban dándose golpecitos cómplices en las caderas. Llevaban un ramo de flores y una baguette. Un día inolvidable donde no caben los olvidos. Hay miles de personas aún en los hospitales, seres que mueren y otros que recién ahora pueden ir al cementerio o a recuperar los cuerpos de los seres amados que se fueron. El 11 de mayo fue la felicidad sobre la herida. La liberación del cuerpo cuya conciencia preserva horas densas.
Durante semanas y semanas la soledad de París podía medirse en sus ventanas y balcones. A las ocho en punto de la noche, cientos de personas se asomaban a cumplir con el rito de los aplausos para todos aquellos que hacían posible la supervivencia a lo largo los peores momentos de la crisis sanitaria. En su gran mayoría estaban solos. Gente mayor y jóvenes conformaban el arco humano de la soledad. El apuesto muchacho del quinto piso aplaudía solitario en su balcón todos los días, lo mismo que su hermosa vecina del tercer piso de un edificio de tantos del Boulevard Beaumarchais, igual que la anciana del segundo.
Es Occidente ante el espejo de su propio aislamiento emocional. Este lunes lo liberó en un inmenso y explosivo deseo de conectarse con los otros. ” ¡ Que bueno volver a verlo !. Estamos todos juntos, pero quién sabe hacia dónde vamos”, le decía un señor al dueño de una ferretería que acababa de abrir. París caminó libre, con el eco chispeante y poco común de muchas risas. Caminó un poco a tientas, concentrada en el instante, mirándose los zapatos, como si no hubiera horizonte por ahora y solo cabía gozar de tantas cosas simples recuperadas.