En Argentina y en el resto del mundo la cuarentena aisló gente, vació calles y cerró locales. La fisonomía de los pueblos y las ciudades cambió para siempre: quizás ya no volvamos a ver y concebir el espacio público como lo veníamos haciendo. Incluso cuando el acantonamiento ya sea cosa del pasado y todo “vuelva a la normalidad” (o se imponga una nueva normalidad).

Los que debieron (deben) recorrer la porteña Avenida Pueyrredón en época de confinamiento social descubrieron algo presente pero imperceptible en las horas pico de la pre-pandemia. Desde el grado cero hasta su cruce con Corrientes, la arteria principal de Once (la sinécdoque del barrio de Balvanera) se reveló como una galería a cielo abierto sobre la historia del rock argentino. ¿Cómo? A través de una serie de persianas de aluminio reconfiguradas como murales con rostros, gestos, signos y discos, desde pioneros hasta contemporáneos.

Las cortinas metálicas cuyas pinturas se reflejan en cuarentena son –curiosamente– cuarenta. Todas tienen la firma de Muro Sur, un colectivo de artistas jóvenes oriundos en su mayoría de Almirante Brown y alrededores, que comenzó en 2015 y ya lleva alrededor de 300 intervenciones en CABA y el conurbano.

El Once inicial del rock argentino

“Los protagonistas pintados en Once se definieron por gustos personales y el consenso de los diez que participamos”, explica Ezequiel Briseño, referente del grupo que llevó adelante este proyecto hace dos años a instancias del artista trotamundos Martín Ron, aunque recién ahora cobra nueva magnitud. “El cierto que faltaron muchos y algunos quizás no cayeron bien, aunque es difícil mantener a todos contentos, y más aún con algo tan masivo.” También participaron Daniel Ortega, Luc, Tin Art, Damián Arancetbehere, Gabriel Luna, Rocío Vázquez, Nica, Fede de Paola y Seba Donadio.

La obra sigue un criterio cronológico: el recorrido temporal comienza en el “Bajo Pueyrredón” con Sandro, prenda de unión entre ese rock criollo más bien lúdico, bailable y coverista de fines de los ’50 y principios de los ’60 –que la “historia oficial” aún se niega a legitimar– y el rock poético y de autor que el “relato autorizado” establece como iniciático desde Los Gatos.

A partir de ahí, y durante las siguientes tres cuadras de la mano impar, se suceden pinturas y pintadas para todos los gustos: desde Charly García, Pappo, Luca Prodan y Ricardo Mollo hasta Chizzo de La Renga o el Indio Solari, pasando por mujeres en actividad como Hilda Lizarazu o Fabiana Cantilo, metáforas visuales fácilmente linkeables (moscato, pizza y fainá; la luna de miel en la mano, el logo de Attaque 77 o la solitaria vaca cubana) y tapas de los discos Vasos y besos, de Los Abuelos de la Nada, Infame, de Babasónicos y Pong!, de Los Brujos.

Las caras de Tanguito y Litto Nebbia pintadas sobre cortinas de chapa aparecen a pocos metros del que la mitología insiste en señalar como el sitio donde ambos desgranaron los primeros acordes y estrofas de La balsa: el baño de La Perla (ayer Bar Notable, hoy pizzería de franquicia).

Pero Once también es inicio y fin del tren Sarmiento que trajo a Capital Federal el agite conurbanesco (El Reloj, Sumo, Los Piojos, Almafuerte, Árbol). Y, más cerca en el tiempo, geografía de una de las peores tragedias de la cultura popular argentina: Cromañón. “Antes de cada trabajo hacemos un proceso de investigación para informarnos sobre la zona, sus usos y costumbres, y llegamos a la decisión de hacerlo sobre rock argentino”, revela Ezequiel, decantándose por lo que el eje Pueyrredón pedía casi que a los gritos.

Sur, paredón y ahora

“Lo bueno de Muro Sur es que no lleva nombres propios, entonces los laburos parecen hechos por una misma mano”, destaca Briseño, quien comenzó laburando en diseño gráfico y publicidad hasta que se dedicó de lleno al muralismo bajo la inspiración de Banksy, Siqueiros y Picasso, entre otros.

El epicentro de acción del colectivo comenzó siendo Almirante Brown, donde todo nació “a partir de una necesidad casi sociopolítica”, según define. “Es que cada dos años los paredones se llenaban de publicidades políticas pintadas varias veces a la semana, lo cual arruinaba paredes, veredas, casas, y también la vista del barrio. A veces rasqueteábamos treinta centímetros de papel. ¡Había publicidad hasta de la época de Alfonsín!”

Comprobando que ningún ajeno tapaba, sobrepintaba o taggeaba los laburos, Muro Sur empezó su expansión por otras zonas y experiencias. Así aparecieron acciones en jardines de infantes, una intervención durante un show de Miss Bolivia en el viejo cine de Burzaco y hasta un trabajo compartido en el Club Güemes de Longchamps con Tute, hijo de Caloi, aprovechando que la familia Loiseau vivió muchos años en varias de las localidades del partido de Brown y tienen un vínculo emocional con ella. “Le propusimos que uniera su obra con la de su padre y accedió con gusto y buena energía. Fue un lujo tener a un groso en nuestras paredes”, confiesa Ezequiel.

“Igualmente, cada experiencia es única y siempre queremos que sea nuestro mejor trabajo, así se trate del patio de una casa o el baño de un bar.”