Áyax Grandi era un arquitecto rosarino a cargo de la empresa constructora familiar, con tres hijos adolescentes llenos de futuro y una reputada trayectoria como docente universitario. Solo faltaba una identidad de género acorde a su autopercepción. Fue así que un día, a los 48 años, Áyax se puso la ropa de su madre y empezó a ser Canela. Hoy, con 62 años, esta mujer en pleno proceso de hormonización continúa moviéndose como pez en el agua entre obreros y andamios mientras hipnotiza a los alumnos en sus clases sobre arquitectura orgánica, al tiempo que se abre una fisura en su relación con un cuerpo que empieza a parecerle extraño. Es, pues, hora de un profundo debate –interno, pero también con su gente- sobre si conviene o no hacerse una vaginoplastía. Pero, ¿ese es realmente su deseo? ¿Es necesario para ella exponerse, a esa edad, a los riesgos de un bisturí y a un tortuoso posoperatorio para sentirse completa? La búsqueda de respuestas es el disparador narrativo de Canela, de la rosarina Cecilia del Valle, que podrá verse desde el jueves en la flamante Sala de Cine virtual de la Asociación de directores PCI (ver nota aparte).
El Rastrojero naranja fuego de Canela se mueve por las calles de una ciudad que conoce como la palma de la mano. Con ese vehículo va de obra en obra, descargando bolsas de cal y materiales a la par de esos laburantes que, lejos de la asombro, observan su fisonomía –anteojos de sol, vestidos negros flameando al viento, tacos altos inmaculados– con naturalidad y desprejuicio. “A mí me interesa la arquitectura, y una vez la escuché en una charla. Me pareció muy interesante el anclaje con su vida que le daba a la arquitectura, como si fuera una forma de encarar el cambio de género. También me interesó que se haya animado a cambiar a esa edad, después de una vida llena de mandatos”, cuenta a Página/12 la realizadora. Esa atracción motorizó el deseo de indagar en los pliegues de su rutina, una propuesta que Canela aceptó, abriéndole las puertas a una cámara que durante seis años la filmó en distintos periodos de su vida.
“Primero hice un unitario de 28 minutos para la televisión santafesina con parte de ese material, pero mientras filmaba empezaron a pasar muchas cosas en su vida: arrancó la hormonización, sacó el DNI, su mamá se estaba muriendo, su única hija se fue a vivir a Europa, se reencontró con un viejo amor. Cuando me presenté al Incaa ya tenía mucho material registrado. Después hubo cuestiones propias de los documentales creativos de largo aliento sobre personajes relacionadas con disponibilidades y distintas circunstancias en la vida de todos”, recuerda Del Valle, cuya ópera prima –que iba a integrar la Competencia Argentina del Bafici de este año, cancelado por la pandemia– puede definirse como un retrato cargado de amor hacia un personaje tan colorido como inteligente, con ideas muy claras sobre su oficio e identidad aunque llena de dudas sobre si profundizar o no esa transformación física iniciada quince años atrás.
-¿Esas circunstancias en la vida de todos que mencionás fueron nutriendo el relato?
-La impronta del tiempo fue clave porque siento que la película apareció cuando dejé de apurarme. En todas las residencias que hice me encontré con documentalistas que hacía siete u ocho años que estaban trabajando en sus películas. Empecé a entender que el encuentro no se transformaba en experiencia sin tiempo, y entonces tampoco emergía el momento genuino tan esperado. Eso traía muchos inconvenientes porque los integrantes del equipo técnico iban entrando y saliendo y por momentos era difícil congeniar con la familia de Canela, un poco por las resistencias lógicas y otro porque cada uno tenía su vida y el documental era una cosa más. Pero a la larga agradezco esas demoras porque estoy segura que el documental encontró su forma gracias a eso.
-¿Ella quería visibilizar su historia?
-No sé si quería, pero cuando se lo planteé, aceptó. Creo que está muy orgullosa de lo que vivió y lo que vive, de la forma en que se fueron sucediendo las cosas. Ella es docente, así que tiene un gran talento con la palabra y está acostumbrada a exponerse. No le incomoda, lo disfruta. El equipo de rodaje era toda gente joven, y ella se nutría mucho de nosotros. En cierta forma la película fue un oxígeno en su vida. Mi admiración fue deviniendo en algo más empático, en una amistad, lo que nos dio la posibilidad de conocernos, con todo lo bueno y malo que eso implica, y de tener confianza mutua. La relación con la persona perfilada es compleja porque siempre hay una cuestión de poder con la cámara. Pero mucha gente me dice que la película es un registro lleno de amor, y eso me parece muy importante, un gran logro.
-Viendo cómo es Canela, cómo se viste y cómo se mueve, es difícil no pensar en un personaje de Pedro Almodóvar. ¿Fue una de tus referencias?
-Sí, me gustan Xavier Dolan, Isabel Coixet, Arturo Ripstein… Almodóvar no es el único director que me fascina que aborda el melodrama. Aunque es cierto que él tiene una impronta maravillosa para trabajar la figura femenina y la diversidad de género. Es alguien para tener como referencia. Si me relacionan con él, es un flash. Además, parte del universo de Canela tiene que ver con la puesta en escena. Ella maneja muy bien la exposición, llega a las obras con los tacos y los vestidos… Hay algo en eso muy disfrutable y natural.
-¿Toda esa puesta es cien por ciento de ella?
-No, nada de la película es cien por ciento de ella. Toda la ropa es suya, a excepción de un trajecito que le hicimos a medida con una tela que elegimos juntas porque siempre había soñado con tener algo diseñado especialmente para ella. Fue un poco un juego, porque era su deseo y su película. Después nos fuimos quedando sin plata, la película creció y tomó distintos caminos. Hay algunas partes con búsquedas estéticas más profundas, otras que tienen que ver con sus estados anémicos y lo que le pasaba, como la enfermedad de su mamá. En un momento dejó de vestirse con tantos colores y empezó a usar más el negro. Todo eso tiene que ver con su recorrido a lo largo del periodo que registré.
-En una de las clases le dice a los alumnos que la arquitectura está pasando por una crisis de valores. ¿Esa escena se resume la relación de Canela con su oficio?
-Incluí esa escena porque ella es así, muy crítica con determinadas modalidades. Si bien la película no habla exclusivamente de arquitectura –como tampoco de amor o de su cambio de género–, es algo que la define cien por ciento. De hecho, en una entrevista juntas que hicimos hace unos días salió el tema de la pandemia y empezó a hablar de arquitectura y de lo diferente que deberían ser las casas para que no haya hacinamiento. Ella se edifica y se construye en su nueva subjetividad, en su cambio de género, a partir de la arquitectura en la que cree.
-Canela habla de arquitectura orgánica, una rama que promueve la armonía entre el hábitat humano y el mundo natural. ¿Hay un vínculo entre eso y la idea de operarse?
-Sí, aunque internamente no sé si pensaba hacerse la vaginoplastía. Los miedos eran muchos, y tampoco se había hecho los pechos. A ella le gusta como es. Por supuesto le hubiera gustado hacer antes la transformación, aunque después de tanto tiempo juntas me dio la sensación que tenía la duda y quería explicitarla para ver qué opinaban los demás. Había algo que la hacía sentir que su cuerpo no tenía que ser intervenido. Una de las cosas que más le preocupaba era la cuestión económica, porque ella genera su propio dinero en la empresa constructora y hay gente que depende de ella. También estaba la cuestión de quién iba a estar para ayudarla, porque ella tiene dos hijos varones divinos y que la quieren, pero quedarse durante una convalecencia larguísima es otra cosa.
-Algo interesante del film es la ausencia a toda referencia al pasado. ¿Eso responde a una forma de ser y pensar de Canela, o a una decisión tuya como directora?
-Un poco de las dos. Yo siempre intentaba escuchar qué tenía para darme. En principio no había mucho material de archivo más allá del video de un casamiento con ella como hombre que no quería que mostrara. Después están las fotos que se ven en la película y terminan apareciendo de una forma natural, por un pedido de los hijos. Cuando me contó esa situación le pregunté si podía estar, y ahí se dio la sobremesa durante la que les comenta la idea de la operación, el momento más genuino de la escena. Mi decisión como directora se alimentó de su manera de ser, que no es muy evocativa. También es cierto que fue un momento muy movilizador. Si bien está orgullosa de su cambio, en el proceso hubo ciertas resistencias y dolor. Me ha contado algunas cosas, pero tampoco me interesaba tanto esa evocación sino un presente que me parecía mucho más interesante.
-¿Fue difícil lidiar con el cambio de género en un ámbito laboral tan masculino como la construcción?
-Canela es una persona de cierta edad que transitó muchos años de su vida en la masculinidad, por lo cual tiene arraigadas varias cosas. Pero a la vez eso hace que la situación sea más amigable. No es que empezó la hormonización a los 17 y después se recibió de Arquitecta. Ella conoce ciertos códigos para moverse en ese mundo y los usa a su favor. Gran parte de sus logros profesionales fueron en el marco de la masculinidad. De hecho, algunas ex alumnas contaban que siendo hombre era todo un sex symbol y ellas se sentaban adelante para verlo. Todo eso sigue estando en ella. Canela es conocida en todo Rosario porque se mueve por todos lados, va a las obras, baja las bolsas de cal. Ella sigue haciendo exactamente lo mismo que antes.