El Coyote persigue al Correcaminos. Avanza tan de prisa que no ve el precipicio y sigue. Hasta que se da cuenta y cae al vacío. Con la pandemia nos ha ocurrido algo similar. Hay que continuar corriendo con el año lectivo, con el trabajo, con las amistades, con los espectáculos, con las fiestas, con la familia, con las relaciones sexuales, todo en forma virtual. Hasta que descubrimos que estamos bicicleteando sobre una espacialidad incorporal. Ya nada es cuestión de piel. El coronavirus nos empujó al imperio de los algoritmos.
Andy Warhol se anticipó a la estética de las videollamadas múltiples. Manos, rostros, accidentes y sopas enlatadas repitiéndose al infinito. La foto de Marilyn es la misma, pero en cada repetición es diferente. No solo por variaciones cromáticas, también por disposición espacial: la de arriba a la derecha no es la de abajo a la izquierda y así sucesivamente. Esa concepción estético conceptual cobra vida en los telellamados colectivos: reuniones laborales, educacionales, políticas, sociales, orgías, misas y otras juntadas remotas. Zoom muestra muchos cuadraditos iguales, pero en cada uno hay una imagen diferente.
La desaparición del cuerpo en la virtualidad es comparable con la pérdida del aura en la época de la reproducción técnica. Cuando surgió el cine, Walter Benjamin consideró que al desparecer la presencialidad se perdería la sublimidad de la experiencia. El arte se marchitaría con el cine, pues no podría captar el carisma presencial. Sin embargo, el cine creó su propio hechizo y se impuso como un nuevo arte completo y diferente. ¿Algo similar ocurrirá con la virtualidad como nueva forma de vida?
Imaginemos una casa de dos platas. El nivel alto no tiene ventanas, pero se comunica con el otro, que tiene cinco. El intelecto es un espacio cerrado incluido en el cuerpo que conecta con el afuera mediatizado por las ventanas del cuerpo: vista, oído, tacto, gusto y olfato. He aquí la subjetividad material que en lo virtual se convierte en ausencia oíble y visible. Falta también la atmósfera de los cuerpos empíricos. La corporalidad tecnológica -lo que se ve y escucha mediatizado- carece de existencia carnal, pero ocupan espacio en el universo digital. ¿Cómo ubicarnos en estas nuevas espacialidades incorporales?
La escenografía, por ejemplo. Especialidad que requiere años de estudio, pero en la que hubo que zambullirse cual Correcaminos, a riesgo de terminar como Coyote. Así fue con el solemne político que brindaba una teleconferencia hogareña mientras en su escenografía se introducía un bebé gateando tironeado por su madre que intentaba sacarlo de cuadro. O el impostado experto que contestaba un reportaje audiovisual desde su gabinete casero en el que apareció una mujer desnuda tomando wiski.
Los docentes previsores organizan su fondo de escena. Sin embargo, una sensación difícil de superar es la de estar hablando al vacío, dice una profesora universitaria. Resulta extraño saber que hay cientos de estudiantes escuchando, pero solo se ven siluetas o nombres. No tener la mirada que refleja la comprensión o su falta, no sentir lo que comunican los cuerpos en el entorno de su volumen carnal. A ello se agrega que el intercambio en delay tecnológico no recarga energía como la clase presente. “El cuerpo es medio y ósmosis del aprendizaje. Un desafío con los más chiquitos. Sentarlos frente a la computadora es pedirles una abstracción enorme y me recuerda cuánto he olvidado yo de aprender con el cuerpo”, reflexiona una docente de nivel primario.
Hay tareas de centauros: ser docente y artista al mismo tiempo. Se dan situaciones paradójicas. Una artista enseñando a modelar por WhattsApp. ¿Cómo moldear la materia sin materia? ¿Cómo guiar a otra mano inexperta? Hacemos como qué, pero nos está faltando el qué.
Los discursos de docentes, estudiantes, artistas y practicantes de sexo pixelado confluyen en un punto: se siente la falta de materialidad. Se ve, se escucha, pero no se huele, no se chupa, no se toca. El cachondeo virtual funciona, estimula los sentidos, libera la imaginación, ¿qué me harías?, ¿qué querés que te haga?, ¿cómo te gusta que me ponga? Hay precisiones que superan al hacer. Sexo es palabra y es anhelo de carne sobre carne. Hasta que choca con la nada de la ausencia y se entrega a la masturbación. Llamemos a las cosas por su nombre.
En esta conversión del cuerpo en imagen también se manifiesta el inconveniente de ser mujer. Simone de Beauvoir considera que el cuerpo de la mujer es la clave de su sujeción. El covid-19, la primera pandemia virtualizada de la humanidad, lo dejó bien claro. Ese cuerpo no solo es objetivo de golpeadores y abusadores, también de buitres digitales: examantes despechados que viralizan intimidades pasadas y hackers especialistas en catfish o acceso ilegal a imágenes desnudas para viralizarlas en redes.
Si un galancito de moda es “víctima” de piratas de nudes, sus atributos sexuales son alabados y no queda malparado. Incluso, si está por estrenar una obra, se sospecha que se autoviralizó para promocionarse. En cambio, si la víctima es una mujer, cae en desprestigio, se la crítica, se la humilla y, si es actriz y está interpretando un rol maternal, hasta puede perder el trabajo. No solo los virus biológicos dañan, los virtuales estropean vidas.
Una de las modas de cuarentena es emitir fragmentos de la cotidianidad en tiempo real. Hay atletas que comparten sus rutinas en las redes. Las gimnastas mujeres no solo reciben críticas despectivas sobre sus características físicas, sus cuerpos son sexualizados. Las agreden por ser mujer y se concentran en su sexualidad. Groserías, ofensas, agravios. Sexismo real a partir de un cuerpo imagen.
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En el proscenio de lo performático virtual el cuerpo queda sin volumen, gusto, olor, tacto, vibraciones. Se redujo a imagen y sonido. Devino luz. Nuestra imaginación da un salto metafísico y a partir del reflejo en la pantalla crea un mundo ficticio. Pero -glosando a Magritte y su pipa no pipa- esto no es un cuerpo. Es representación que estimula, modifica, excita. Y esa materialidad negada, ¿cómo acaba? Cada quien, escarbando con sus manos en su cuerpo empírico, mientras se desorbita mirando la figura encerrada en una superficie con cuatro ángulos. Un simulacro tan tenue que bastaría un imprevisto corte de luz para provocar la inesperada decepción de un coitus interruptus.