Vacía, sin suelas que pisan lo que un trapo con lavandina limpiará después, la ciudad en pausa pierde contorno y dibuja una geometría nueva medida por la falta de perspectiva de cualquier furtivo concilio. Esquinas sin atisbo de roce, calles sin un quehacer, sin madeja ni pasamanería aparecen fotografiadas todos los días en los diarios y en las redes, juntas forman un álbum de ojos amateurs y de los otros que compiten por lograr la imagen más espeluznante de la ciudad abandonada. Al acecho, mirando el silencio, una canción como la de Simon & Garfunkel busca sonido en la afonía y espera susceptible –la susceptibilidad es un grado superior de lo incómodo–, detrás de la puerta. 

El Viaje alrededor de mi habitación, el libro de Xavier de Maistre en el que cuenta sus cuarenta y dos días de encierro en Turín, en 1794, siembra nuevas crónicas del entumecimiento. Otro día entre sílabas. Mientras tanto, esos catálogos fotográficos de la urbanidad sin urbe se unen a los de otras ciudades vacías, zonificación de suelo enpresente baldío. Afines de los años setenta, Tata Ronkholz, fotógrafa alemana y una de las primeras alumnas de Bernd Becher (junto a Candida Höfer, Thomas Ruff y Thomas Struth) en la Academia de Arte de Düsseldorf, tomó fotos del silencio en la intemperie para recordarlo que se estaba yendo. Un aviso. La ciudad vacía de Tata (escenas en Düsseldorf, Colonia, Bochum) que excluyen, como la de su maestro y compañerxs, cualquier figura humana, es la ciudad de los quioscos y los despachos de bebidas.

Calles desiertas y negocios abiertos pero deshabitados son la prueba dibujada de la vida quieta; el rumor cotidiano dejó de serlo. En la Düsseldorf de Tata el quiosco de la vuelta (como el paisaje industrial que fotografiaban Hilla y Bernd Becher), está a punto de desaparecer tras la oscilación furiosa de una bola de derribo; llegaban los ochenta y la planificación de las ciudades de la imaginación que otra Düsseldorf (La Düsseldorf, la banda de krautrock), celebrada con un tercer álbum. Tata Ronkholz nació en 1940 en Krefeld, se llamaba Roswitha Tolle, estudió arquitectura y diseño de interiores en la Escuela de Artes Aplicadas de su ciudad y trabajó en una mueblería hasta que decidió estudiar fotografía con Bernd Becher. 

La fotógrafa con cuaderno (llevaba apuntes, archivos, impresiones, planos, cartas, hojas de contacto y negativos), como si fuera –lo era– la curadora de una retrospectiva itinerante y autobiográfica, mostró en blanco y negro ciudades cruzadas por el Rin previas a la demolición. Son escenas diferentes pero todas parecidas, solo algunos pequeños detalles (la marca de una cerveza, una revista prendida con un broche a una soga sin ropa, los titulares de un diario local, el cesto de basura donde nadie tiró nada), delatan coordenadas y arman el documento histórico de la región. En otra secuencia, un sector del puerto (en lista de espera para la demolición), aparece –sesión de fotos que compartió Thomas Struth– para diseñar el silencio. Ahora, cuando disfrazadas de rigor las ciudades se maquillan para ser otras, aquellos despachos de bebidas alemanes (fragor de otros cercanos, con mostrador de estaño y almacén, con ruidos, humo y palabras) aparecen como un documento mágico, primo hermano del mapa merodeador de Harry Potter, para edificar ciudades perdidas.