En una sociedad donde no se puede nombrar a la muerte en voz alta, ¿cómo se procesa la cercanía del fin una vida? A partir de la adolescencia nos dedicamos a cultivar emociones y sentimientos, escribir un diario, hacer terapia, hablar con amigxs, familia, novixs, regar las redes sociales con nuestro ánimo y opiniones sobre prácticamente todo. Pero cuando un viejx dice lo que piensa, es intolerable. Intolerable que digan que se quieren morir, que lo pronuncien en voz alta, que estén amargadxs, que no se dejen cuidar, que no sean amables, en todos los sentidos del término.
Hace unas semanas una adulta mayor ocupó las pantallas por tirar una reposera al sol al aire libre, en plena cuarentena, y desentenderse de los dos policías que fueron a sacarla. Del “nuestrxs abuelxs” al “viejx de mierda” hay un paso, y la hipocresía reinante se niega a admitirlo: solo interesa un viejx cuando es dócil. Como lxs niñxs. Cuando se pliega mansamente a las expectativas de nosotrxs, adultxs adultocéntricxs, y elige entre los dos únicos botones que le dejamos apretar: la ternura o la sabiduría.
Desde su título, Flora no es un canto a la vida, la película de Iair Said que puede verse en Qubit después de varios meses de proyección en el Malba, parecería responder a todo ese armado social que glorifica a lxs viejxs a fuerza de anularlos, de meterlos en un molde preexistente. Iair Said encontró en Flora a la Mamá Cora de nuestra época, una real, judía, solterona, hallazgo de una de esas películas que empiezan como experimentos y terminan como milagros. Flora Schvartzman es la tía abuela del director y, a sus noventa años, acaba de reencontrarse con parte de su familia (la madre y núcleo familiar de Said, más específicamente) con la que llevaba años distanciada.
Iair, el sobrino nieto, empieza a estrechar relación con ella, la llama por teléfono, la acompaña a almorzar afuera y no oculta que una de las cosas que le interesan de Flora es su departamento. Hay varias decisiones que dan un tono muy particular a la película: la primera, de orden moral, es la forma en que el director se plantea como aspirante a una herencia que ve amenazada: Flora está decidida a donar el departamento a un instituto científico, y él la ayuda en contra de sus propios intereses. La segunda, en relación con la primera, es la elección de cierto tono de comedia negra que surge tanto de esa circunstancia como del cinismo que Flora, áspera y desencantada, exhibe cada vez que puede: dice que al mundo lo mueve el bolsillo, por ejemplo, pero la sonrisa deslumbrante cada vez que pasan a buscarla desmiente todo cinismo y la ilumina como a una niña.
Con una protagonista contradictoria, riquísima en matices, atractiva en cada detalle, Said parte de esa, si se quiere, superficialidad de la comedia (es casi un pecado decirlo de este modo: qué comedia no cala hondo en la oscuridad), el costumbrismo, el pintoresquismo del mundo judío y del mundo de los viejos, su manera de acumular tesoros que nadie quiere, su gusto pasado de moda, todo aquello que puede tanto fascinar como irritar. Y luego, gracias a una sensibilidad que la película desenvuelve con timing perfecto, se construye otra cosa: la primera es el relato de un encuentro, el de la protagonista con el director, que resulta conmovedor porque no surge de la obligación ni de la costumbre sino de la cercanía con la muerte y la crueldad (no olviden que cruel significa “crudo”).
La segunda es un retrato de la vejez de una profundidad desacostumbrada: vale por mil películas el momento en que a Flora le sacan una foto y en ella ve, como no ve en el espejo cada día, su propia decrepitud. Se trata de un momento pavoroso y único, que hace temblar. En un mundo en el que no se puede decir “me estoy muriendo” o “tengo miedo”, ser viejx debe ser un asunto bastante solitario. Y Flora no es un canto a la vida es finalmente una historia de amor, una versión del amor que consiste en haber estado ahí para que lxs viejxs tuvieran a quién decírselo.