Lo primero que puede escucharse en El faro, segundo largometraje de Robert Eggers luego de La bruja –ópera prima que lo llevó del anonimato a las cumbres de eso que hoy suele llamarse “terror de autor”–, no son las voces de sus dos protagonistas excluyentes sino dos sonoros pedos humanos. En realidad, antes de ese par de expulsiones ventosas la banda de sonido sí destaca otros ruidos, naturales y artificiales: el oleaje rompiendo contra la costa de un islote perdido en algún lugar de Nueva Inglaterra a finales del siglo XIX, el chillido irrefrenable de las gaviotas en vuelo rasante, el aullido de la sirena antiniebla anunciando su presencia a todo aquel que ose acercarse al lugar.
Después, los pedos, que el viejo cuidador del faro, Thomas Wake –exmarinero, pata de palo, carácter cambiante aunque usualmente irascible–, deja salir de su cuerpo sin pedir permiso ni disculpas delante del recién llegado, un joven asistente bautizado como Thomas Howard (aunque en ese momento se haga llamar, por razones que luego se irán conociendo, Ephraim Winslow).
Lanzada al mundo hace un año en el Festival de Cannes, donde fue recibida con loas extremas y también algo de desprecio en el bando opuesto, The Lighthouse nunca llegó a disfrutar de un estreno en salas de cine de la Argentina –el lugar ideal para saludar todo su impacto visual y sonoro–, pero al menos puede verse ahora bajo la modalidad de alquiler en la plataforma Flow. El opus dos de Eggers puede describirse de muchas maneras, pero ninguna de ellas debería considerar las posibles filiaciones con el cine de terror, al menos en un sentido estricto. Definitivamente sí con el terreno de lo fantástico, en sus múltiples acepciones: en su universo visual y narrativo conviven las ligazones con la literatura de Robert Louis Stevenson, Herman Melville, H. P. Lovecraft y Edgar Allan Poe, las referencias visuales al cine de finales de 1920 y comienzos de la década siguiente y toda la parafernalia mitológica ligada a la navegación, sus hacedores y sus criaturas, incluidas las ubicuas sirenas y su encantador y peligroso canto.
El faro es un retrato del aislamiento extremo, un registro de la relación entre dos hombres duros en un ambiente hostil (el natural y también el humano) y una nueva puesta en escena del descenso a la locura provocado por razones internas y externas. Una película extraña e imprevisible protagonizada por dos actores en estado de gracia alienada: Willem Dafoe y Robert Pattinson, el jefe experimentado y su nuevo ayudante, respectivamente.
Lo primero que llama poderosamente la atención en términos visuales, más allá del riguroso blanco y negro contrastado, es el particular formato de pantalla, clavado en una relación de alto versus ancho de 1 a 1.19. Casi un cuadrado, apenas un poco más ancho que alto. No es un detalle menor ni casual: utilizando lentes antiguos fabricados hace casi un siglo y las más modernas cámaras de 35mm, Robert Eggers recreó un ratio de proyección cuya vida fue breve, a comienzos del cine sonoro, cuando la necesidad de agregar en la cinta de celuloide la pista sonora le quitó temporalmente a la imagen algo de su anchura. Ejemplo famoso, uno entre varios posibles: M, el vampiro negro (1931) , la obra maestra de Fritz Lang.
En una conversación en el British Film Institute meses atrás, Eggers confirmó ese conocimiento puntual del cine del pasado, afirmando que “estábamos muy familiarizados con Lang y tanto el director de fotografía Jarin Blaschke como yo amamos esos movimientos de cámara locos y complicados, realizados con un equipamiento que no era lo suficientemente bueno para llevarlos a cabo. Sentimos que, con nuestro equipo y presupuesto, podíamos lograr algo cercano a esa cualidad manual. No sé bien cuán directa puede ser la influencia, pero creo que nuestra película y La tragedia de la mina (1930), del alemán G.W. Pabst, son los únicos dos films en los cuales ese formato de 1:1.19 está aplicado al relato. En el caso de Pabst, la historia transcurre en una mina y la pantalla está llena de planos verticales de chimeneas y locaciones bajo tierra”.
En esa misma conversación, el director nacido en New Hampshire en 1983 menciona un olvidado largometraje de Jean Grémillon, Gardiens de phare (1929) –documental poético centrado en una pareja de cuidadores de un faro, padre e hijo, en las costas de la Bretaña francesa– como otra de las inspiraciones de su más reciente película. La lista podría continuar en el terreno literario, con menciones a los relatos de marineros o cercanos al mar de los autores mencionados más arriba, pero tal vez la figura más relevante para Eggers sea la de una autora poco conocida por fuera de los círculos literarios: la estadounidense Sarah Orne Jewett , en cuyas novelas y cuentos Robert Eggers y su hermano Max, en su calidad de coguionistas, hallaron a la mejor aliada para construir los diálogos, expresados en un inglés muy específico, congelado en un momento de la historia y una geografía. Un dialecto que nadie utiliza desde comienzos del siglo XX y que Jewett plasmó en sus relatos a partir de las entrevistas con marineros y campesinos de la zona de Maine (los subtítulos en castellano, en ese sentido, no pueden hacer más que transcribir literalmente el significado de las frases, pero nunca su tosca y bella poesía).
El sexo de las sirenas
Los sueños comienzan temprano. Ya en la primera noche, luego de la llegada de Winslow/Howard al faro y a su morada contigua, espacios unidos por un largo pasillo desequilibrado en su horizontalidad por las características topográficas del lugar. El viejo Wake sirve la frugal comida y, luego de entonar un breve poema a modo ceremonial, pide a su nuevo compañero un brindis. El joven no bebe alcohol –o dice no hacerlo, el futuro revelará otra cosa–, primera chispa de ignición entre los dos hombres. Luego, envuelvo todavía en los restos de la vigilia, Thomas sueña su extraño sueño de mares calmos y sumersiones inesperadas, de paseos por la costa helada y casi desierta, hasta que la imagen de una mujer envuelta en algas lo lleva a investigar. Los ojos que se abren, la cola de pez donde debería haber piernas, una vulva gigante y palpitante lo despiertan, sólo para descubrir que allí arriba, envuelto en la radiante luz de la “casa de luz”, su superior parece envuelto en un extraño ritual de desnudez y, quien sabe, placer extremo. ¿O acaso eso también forma parte de la misma ensoñación nocturna?
“En el origen de todo el proceso creativo estaba la idea de la fábula o el mito”, afirmó Eggers en una entrevista con la revista británica Vox. “Comenzamos con la atmósfera. Mi hermano Max tuvo una idea –algo así como un fantasma a cargo del faro– que sirvió para crear un aspecto y una sensación en mi cabeza, un mundo en el cual transcurre la historia. Luego tomamos algunos apuntes muy básicos de una historia real sobre dos cuidadores de un faro, ambos llamados Thomas, a partir de un cuento folclórico galés. Luego comenzamos a investigar sobre los faros y las comunidades marítimas de aquellos tiempos, circa 1890. ¿Qué comían? ¿Cómo se vestían? ¿Dónde vivían? Leyendo a Melville y a Stevenson comenzamos a aprender cómo hablaban”. Pero más allá de la rigurosa investigación de los detalles de época, que llevó al equipo de producción a compilar y analizar cientos de fotografías históricas, si hay una palabra que no aplica a El faro es “realismo”. O, en todo caso, el realismo está ubicado en una órbita diferente a los hechos que comienzan a alterar la existencia de los dos hombres. De hecho, el enrarecimiento creciente y nada gradual de todo lo que los rodea resiste cualquier clase de elucubración del tipo 2+2=4. Más allá de la superstición ligada a la frase “no matarás a una gaviota” –se dice que las almas de los marineros fallecidos en altamar habitan sus cuerpos–, “El faro es una película que se resiste a cualquier clase de explicación”, Eggers dixit.
La banda de sonido opera de forma expresionista, incluso más que las imágenes. El audio, de pronto, eleva su volumen más allá de lo esperable, a veces al punto de la saturación (así se exhibió la película en todos los festivales de cine donde participó, por pedido expreso). En otros momentos hay algo de paz, pero son pocos, la calma antes de la tormenta.
La gaviota que persigue todos los días a Thomas, observándolo y enfrentándolo –como si tuviera el mismo tamaño y capacidad de daño que un ser humano– termina en una rotura del tabú, comienzo (casual o no) de una serie de infortunios, de una tormenta con vientos, lluvias y mareas intensas y una barcaza que debe llegar y nunca lo hace. Cuatro semanas es la duración del período que el joven asistente está obligado a cumplir por contrato, pero el correr de las jornadas parece haberse alterado, como la realidad misma. ¿Cuánto hace que llegó a ese sitio perdido y quizás maldito? ¿Una semana, un mes, un año? El paso del tiempo ya no tiene relevancia, aunque la falta de comida comienza a ser acuciante. Lo mismo con la bebida, en particular luego de varias noches de bacanal donde la ingesta alcohólica supera lo recomendable y las revelaciones del pasado comienzan a brotar de los labios y una sensual danza entre dos hombres rudos le cede el lugar a un enfrentamiento sin marcha atrás. Verbal primero, físico después.
Dafoe y Pattinson entregan actuaciones antológicas que, para algunos, se ven demasiado extremas para ser consideradas sutiles. Error: en esa exacerbación constante de los cuerpos y las voces, El faro encuentra la representación actoral lógica para una película enloquecida. Para Eggers, “los dos son actores talentosos y, de alguna manera, fueron elegidos porque sabíamos que podían llevar a cabo la tarea. Pero necesitábamos ciertas cosas. Ambos toman riesgos en las películas que eligen hacer, en los directores con los cuales trabajan, y sabían que iban a tener que renunciar a algo de ellos mismos para que mi aproximación a la historia fuera exitosa. Por supuesto, podía salir mal, pero si ellos no trabajaban en los términos necesarios, no había posibilidades de lograr ese éxito. Willem viene del teatro y está acostumbrado a los ensayos; de hecho, le gusta participar de ellos. En cambio Rob los odia y realmente no se siente nada cómodo. No diría que explotamos esa situación como podría haberlo hecho Stanley Kubrick, con algo de maldad, pero…. el personaje de Rob se siente incómodo y fuera de lugar, y eso nos ayudó a lograr nuestro cometido”.
El rey del mar
“¡Que Neptuno te cause la muerte, Winslow! Que nuestro padre, el rey del mar, salga de las profundidades con toda su furia. Olas negras repletas de espuma de sal para que asfixie a esta joven boca de lengua punzante, para que te ahogue hinchando tus órganos, hasta que te pongas morado y te inflames con sentina y salmuera y no puedas gritar más. (…) Ni una sola parte de Winslow, ni siquiera una pizca de tu alma seguirá siendo Winslow, sino que se convertirá en el mar mismo."
La maldición, mucho más extensa y escupida por Willem Dafoe como si se tratara de un soliloquio shakesperiano –aunque con un interlocutor presente– llega cuando la relación entre los hombres ha llegado a un punto de ebullición inmanejable. Los abusos del más veterano sobre su “protegido”, la negativa del primero a darle acceso a la cabina luminosa del faro, las riñas constantes por cuestiones menores como la comida, entre otros cruces y choques, terminan por estallar en una batalla de masculinidades en pugna donde solamente uno de ellos puede sobrevivir.
A pesar del tono usualmente oscuro, sombrío, que empapa el relato de principio a fin, El faro no esquiva ciertos momentos de humor inesperado, como esa maldición que sólo puede suponerse desorbitada. Pero esas sonrisas torcidas, con algo de mueca, terminan empapadas de sangre y excrementos y el enfrentamiento no tiene otra escapatoria más que la extinción. Arriba, mientras tanto, sigue brillando la luz enceguecedora del canto de la sirena. Abajo, espera el plano final, bellísimo en su torturada agonía. Con El faro, Robert Eggers ha creado una fábula marina del siglo XIX que bien podría haber contado algún viejo lobo de mar con un vaso de licor en la mano, iluminado por el tenue fulgor de un candil en una noche tormentosa.