Laura trabajaba en la biblioteca municipal de un pueblo pequeño de sólo 3 mil habitantes donde leer era cosa de muchos. Buena Hierba se llamaba el poblado y le quedaba bien porque muchos se beneficiaban con actividades ligadas a la tierra y a la elaboración de tés y de cosmética ecológica a partir de los buenos y ricos yuyos. Y no faltaba, claro, un casco comercial que asistiera el abastecimiento en general.
Laura no era bibliotecaria. Tampoco era una estudiosa del orden de los libros porque ella no era más que una vecina que aprendió a amarlos gracias a su abuelo quien puso en sus manos desde muy chiquita un libro de tela que llevaba de un lado a otro de esa casa larga con profundo jardín y que sabía más de tierritas y hojarasca que de las letras que lo contuvieran. Como era friolenta, su abuelo le ataba al cuello un pañuelo de seda bordó con arabescos en diferentes tonos de beige y le decía “tenete la garganta calentita Lali”. A Laura le daba vergüenza ese pañuelo antiguo pero era tan lindo el calor que no se lo sacaba, la acompañaba en todos los fríos hasta en el frío más intenso de su niñez que fue el día en que su abuelo murió. Agarrada con las dos manos de su pañuelo en el cuello decidió que él y los libros siempre la acompañarían.
El tiempo fue pasando y las lecturas la fueron escoltando. Le llegaban por sus amigas, por las charlas con sus padres, por la referencia de algún profesor o de alguna entrevista interesante por televisión. Y así fue componiendo su mundo, mundo de Mariuca la castañera, de mujercitas y tarzanes, de la cabaña de un tío valioso como el ébano y de las inquietantes aventuras de Luc y Martina. Luego vino Yerma, 100 años con soledades y entre tantos, un pullover que mataba.
Pero lo que nadie sabía es que el pañuelo sería parte del camuflaje que Guille Godoy, un compañero jugado en coherencia política, llevaría sobre su cabeza atado como el de las Madres para hacerse pasar por una de las viejitas de la cuadra. Así, con una pollera desabrida y un delantal infaltable porque en Buena Hierba las viejitas no se lo sacaban, y aún, lo ostentaban como constancia de su laboriosidad. Si bien en esta ocasión el pañuelo fue lo que lo cuidó, lo que siguió para Guille fue el infortunio. Se lo llevaron. Lo único que volvió a las manos de Laura fue el pañuelo que le prestó, el del abuelo, el que esa noche lo cuidó.
El tiempo imprimió al país colores diversos y la destrucción de los libros tuvo que elegirse como opción para pensar en salvarse. Laura sabía que no todos los fuegos eran de pinocha o palitos secos. En el aire sobresalía ese olor a papel quemado que denunciaba los peores abusos. Era una metáfora certera del horror y los avisados lo lloraban. Y entonces Laura decidió hacer un pozo alargado con clara finalidad. Les contó a elegidos compañeros de Buena Hierba que ella cavaría la trinchera de los libros. Explicó cómo debían envolverlos de modo tal que la tierra no hiciera su obra. Y no se cansaba de decir en susurros “traeme los libros, pero antes hacé con cada uno un paquetito varias veces embolsado, para que dure, para que se la aguanten porque un día van a florecer.”
Y así fue, ella hablaba del ´vivero de las flores´ para enmascar la insurrección y porque le gustaba la palabra vivero, le gustaba porque algo de la vida estaba contenido allí, y de las flores, porque si bien era lo que plantaba, sabía qué era lo que iba a suceder cuando esos libros volvieran a la luz. Con mucho cuidado disimuló esa trinchera de amor y miedo cubriéndola con una tierrita muy negra y muy sabrosa para que las flores del invierno y para que la primavera tuvieran siempre su lugar. Y hablando de primavera, hubo que esperarla y también hubo que empujarla, y llegó en el ´83 y nos sentimos poderosos. No obstante Laura esperó unos meses para convocar a la vecindad al ritual del desentierro. Todavía le temía al espanto que durante tantos años los había acobachado. En abril decidió llamar a los que confiaron sus libros. Ese día faltaba Guille Godoy. Los asesinos lo habían desaparecido y los sobrevivientes comentaron que lo habían condenado. En ese silencioso momento de mover la tierra para que emerja parte de la vida se dio simbólicamente existencia a una historia de prohibiciones que no pudo.
Ese fue un día muy conmovedor en la vida de Laura. Ella tuvo la deferencia de poner cada planta con flor en una maceta para dárselas a todos los vecinos que estuvieran allí y así fue. Plantas y libros tuvieron su lugar, y su lugar era aquel de dónde habían venido, pura y generosa legitimidad.
La población de Buena Hierba decidió nombrar a Laura la primera bibliotecaria, esa aldea y Laura aceptaron el nombramiento. Si bien ella nunca supo de catálogos, ni de los soportes básicos de la bibliotecología, jamás dudó de lo poderoso que puede ser un libro y de lo lindo que es tener un cálido lugar de encuentro para hacer las tareas, leer en voz alta o jugar con los ladrillitos. Aunque hay que reconocer que era muy creativa y los estantes estaban agrupados por “bellezas”. El estante de “las bellezas que oloran” era el de cocina; el de “los bellos arreglos” era el de taller; “la belleza que nos cuenta quiénes fuimos y quiénes somos” obvio que el de historia; el de “la belleza de los raros peinados nuevos”, el de moda; el de “la belleza que nos cuenta los mundos que hay y que no hay pero allí viven”, el de literatura, pero había un estante que a diferencia de los anteriores se llamaba “la belleza de Guillermo Fernando Godoy: Política” y debajo del cartelito estaba tomado por un nudo el pañuelo.
Por años la biblioteca no tuvo nombre porque no era necesario ya que todo el pueblo decía: Me voy un rato a leeeeer…; Me voy a buscar un librooo...; Me voy a estudiar con los chiiicos... Y todos los avisos terminaban igual… ¡a la biblioteca de Laura!
*Por el recuerdo de Guillermo Fernando Godoy, el "Moni", maravilloso compañero desaparecido el 19 de septiembre de 1977, en Rosario. Por su lucha que sigue siendo la nuestra.