La cámara se enciende y en la pantalla aparece Jason Williamson disculpándose de manera insistente. Son las cuatro de la tarde en Nottingham pero lleva una bata de colores brillantes en franjas verticales sobre una remera vieja. Su corto flequillo mod, usualmente peinado hacia adelante, está desecho en mechas caóticas. De fondo se ven ollas, platos, vasos y una pava. A lo lejos se escuchan las voces de su esposa, su hija de ocho y su hijo de cuatro. Estaba esperando un link de invitación al videochat y no se había dado cuenta de que ya lo había recibido días atrás, cuenta, y se disculpa una vez más por la demora. Una demora sin importancia, no más de cinco minutos, pero su gesto no sorprende: si bien sobre el escenario proyecta una personalidad provocadora heredada del punk británico más arrogante, un bardo frenético que retrata con lucidez y sin filtros la supervivencia de los suburbios en la era de austeridad impuesta por la clase política en Gran Bretaña, la actitud cordial de Jason en la charla es la típica de un laburante que soportó demasiado como para caer él mismo en la soberbia cuando las circunstancias lo encuentran en una situación diferente. Con cincuenta años recién cumplidos, la posibilidad de vivir de la música le llegó a los cuarenta y tres, cuando Sleaford Mods, el dúo electro-punk que creó en 2007 junto al DJ Andrew Fearn, tomó por asalto la escena de bares de Nottingham primero y la de festivales como Glastonbury ocho años después. Iggy Pop los mencionó en su programa de radio en la BBC como “absolutamente, indudablemente, definitivamente la mejor puta banda de rock del mundo”, mientras que la prensa de su país suele referise a Jason como “la voz de la clase trabajadora de Inglaterra”. Él desprecia esa épica: “Todo eso de ser voz de la clase trabajadora es una mierda”, dispara. “No queremos estar atados a nada, no nos vemos como voz de nadie. Somos laburantes, venimos de ahí, pero no nos interesa enorgullecernos de nada”.

Jason Williamson, de Sleafer Mods

El sonido de Sleaford Mods combina la esencia del punk británico con influencias de la cultura mod, la electrónica y el hip-hop. Y si el punk es rock al hueso llevado a su esencia más básica, el dúo lleva esa fórmula a un extremo esquelético. “La primera vez que compartimos un escenario fue en 2013”, contó en una entrevista Paul Daley, de la banda electrónica Leftfield. “Nosotros teníamos todo un juego de luces y ellos apenas el pie de micrófono y un par de cajones de cerveza sobre los que pusieron la laptop. No teníamos chance”. Los años pasaron, pero eso de apoyar la computadora sobre lo primero que encuentran no cambió. Desde esa precaria base de operaciones, Andrew da play a las pistas con un dedo para luego quedarse de pie haciendo lo que le viene en gana: puede estar tanto con las manos en los bolsillos como sosteniendo tranquilo una lata de cerveza, moviendo su cabeza al ritmo de los beats o filmando a la gente con su celular, siempre clavado en su lugar. Un contrapunto de liviandad ideal para Jason, que en cada presentación despliega un agresivo arsenal de movimientos, tics y entonaciones a los que suma breves bailes y gestualidades de humor físico, todo mientras ametralla letras como: “Fuck England! Fuck my country!” (“Tweet Tweet Tweet” ). “El olor a meo acá es tan fuerte/ que huele a panceta decente” (“Tied Up in Nottz”). “¿Cuántas cajas subiste a las tarimas?/ Veintiocho/ Yo conté quince amigo” (“Rollatruc” ). “Entonces, Sr. Williamson, ¿qué hizo en todo este tiempo desde que lo despidieron de su último empleo? (“Jobseeker” ). “Definitivamente hay mucho de performance en lo que hago. Y me gusta que haya algo de humor entre todo eso, pero es algo que aprendí a poner en las canciones con el tiempo”, cuenta el cantante. “Nos gusta pintar un escenario realista, con letras que abordan temas políticos desde el punto de vista del trabajador, y cuando empezamos yo solía ser muy serio, muy dramático, todo tenía que ser intenso. Pero la gente muchas veces no quiere eso. Muchas veces también quieren que les recuerden que la vida puede ser liviana, que puede haber humor en la lucha”.

El pasado 15 de mayo Sleaford Mods editó a través del sello Rough Trade el disco All that glue (“Todo ese pegamento”), un compilado que rescata lo mejor de sus últimos cinco trabajos de estudio junto a lados B y temas inéditos. El primer single fue “Second”, lanzado a través de un video donde las actrices Kate Dickie (Game of Thrones) y Emma Stansfield (The Tudors, Skins) se lucen imitando a Jason y Andrew en un bar karaoke. “Con el nuevo disco quisimos algo que representara los últimos tiempos de la banda sin caer en una porquería que compilara los temas más conocidos”, cuenta Jason con el mismo despojo que tiene en su Twitter , donde suele disparar con humor hacia todos lados, sean los Sonic Youth (“Si tanto les gusta el feedback que vayan a trabajar a un evento municipal”) o Graham Coxon (“Es como un Boris Johnson de izquierda”). “Son pavadas, no significan nada, me parecen graciosas nomás”, ríe. Hace apenas unos días subió a su cuenta una breve parodia de programa de entrevistas donde interactúa en videochat con Robbie Williams: “¿Qué mierda le pasa a este?”, pregunta Jason a alguien fuera de cámara mientras Robbie camina en calzoncillos sobre una cinta y mira serio hacia adelante con una máscara medieval sobre su cabeza, una espada de vidrio en una mano y una pareja de muñecos besándose en la otra.

FLORES DE TRES LIBRAS

A comienzos de los noventa, con veinte años de edad y luego de abandonar la escuela de teatro (su idea inicial era convertirse en actor pero lo rebotaban en todos lados), Jason comenzó a dar sus primeros pasos en la música en medio de una escena que explotaría pocos años más tarde con el Britpop. “El Britpop es una mierda”, resume. “Al principio estaba bueno, pero después implosionó. Las bandas se cerraron en sí mismas y dejó de estar bueno”. En varios sitios de internet puede leerse que participó en la grabación de un disco de Spiritualized: “No es verdad”, corrige. “Solo toqué con unos tipos que habían tocado con ellos”. Eran días en que suponía que debía conseguir algún tipo de éxito en la música antes de los 24, porque más allá de eso sería demasiado tarde. Pero cuando llegó a esa edad decidió repensar el asunto: “Primero lo estiré hasta los 30, después hasta los 34, después hasta los 38…”, ríe. El éxito no llegaba, pero él no desistía. Escribía canciones en guitarra y se probaba sin suerte en bandas mientras trabajaba de lo que apareciera: en una fábrica, en la cocina de un restaurante, en un depósito o como vendedor en tiendas de ropa. En esos locales de moda, cuenta, alcanzó un par de puestos como encargado: “Siempre me terminaban echando”.

En 2006 tomó un cambio de rumbo: “Todo comenzó cuando empecé a prestar más atención a lo que veía alrededor que a la música en sí misma”, cuenta. La letra de “The Wage Don’t Fit” completa la idea: “No hay himnos por acá/ solo concreto, papas fritas/ una salchicha sucia/ y un ramo de flores de tres libras”. Una noche llegó a un bar donde su actual compañero de banda estaba tocando. Así lo recordó el DJ en una entrevista reciente: “Estaba tocando unos beats para gente que directamente me ignoraba, salvo por un tipo que escuchaba con atención y al final se acercó para decirme lo mucho que le había gustado”. “Andrew estaba haciendo algo absolutamente genial, totalmente abstraído de lo que sucedía alrededor suyo”, recuerda Jason. “Cuando terminó me acerqué, nos hicimos amigos y al poco tiempo nos juntamos a tocar. Yo venía experimentando solo, cantando sobre loops de electrónica. Pero necesitás otra dimensión, y Andrew era perfecto”.

Rastreando un poco se consigue en Internet el documental A bunch of kunst, dirigido por la alemana Christine Franz, quien siguió a la banda durante dos años registrando la intimidad del recorrido que los llevó de los bares de su ciudad al Glastonbury. Allí pueden verse desde momentos con el cantante diciéndole a su esposa “Estos pantalones con dobladillos cortos me hacen ver ridículo, no los tengo que usar más”, a los nervios del dúo antes de salir a su primera gran presentación ante dos mil personas en su ciudad:

–Cuando termine vamos adelante, nos agarramos de la mano y hacemos la reverencia mientras nos aplauden –dice un nervioso Jason a Andrew, justo antes de subir al escenario.

–Ja, dale… –responde el DJ, igual de nervioso.

–No, ni en pedo –remata el cantante.

Las cámaras tras el show siguen a Jason desde que baja del escenario hasta que entra a un camarín donde lo esperan sus familiares a los gritos. Él, incómodo, bromea con irse a otro lado. “¡El tímido loco!”, grita una tía entre las carcajadas de todos. En otro momento del documental aparece Iggy Pop: “Mirá, bebé”, le dice el líder de los Stooges a la directora, que lo entrevista desde detrás de cámaras. “Tengo un programa de radio. Y tengo mi orgullo, y necesito que el programa sea bueno. Y cuando quiero que levante, que sea realmente bueno, los hago sonar a ellos. Pongo a los Sleaford Mods. Revolucionan mi energía. Me refrescan como persona”. En febrero del año pasado el periódico británico The Guardian armó una charla online entre Jason y los lectores. Uno de ellos preguntó: “Su música está llena de odio, ¿nunca pensaron en hacer algo constructivo, para variar? ¿Quizás cantar acerca de soluciones en lugar de cantar por despecho?”. Jason tomó la pregunta en serio y respondió: “No, no cantamos acerca de soluciones. Creo que habría algo de superioridad, de condescendencia en eso. La vida es caótica, la especie humana es caótica. Alan Moore una vez dijo: ‘Vamos en auto a toda velocidad contra una pared de ladrillos’. Somos animales. Pero esta no es para nada una música de odio. Es buena música de la calle, y la calle muchas veces no es linda”.

Nuestra entrevista se cae, justo sobre el final. El celular enloquece, la pantalla se había rajado el día anterior y el Zoom da cuenta de eso. Jason, para escuchar, se acerca tanto a su pantalla que solo se ve su oreja. Eran los últimos momentos de la charla, pero aún así pide que le enviemos la pregunta por mail. ¿Cómo llevan su relación con la industria a partir del éxito en los últimos años? Ese mismo día responde: “Nos va bastante bien considerando lo que hacemos, nuestra edad y también nuestra inocencia con respecto a los mecanismos de la industria”, cuenta. Y concluye: “No soy de los que creen que la música pueda instalar un pensamiento que perdure en la gente. Supongo que puede darles ideas acerca de la vida que llevan, pero no estoy seguro. Lo que sí sé es que nadie es vocero de nadie. Quizás en un momento lográs conectar con una narrativa que creaste, o que la sociedad creó, y entonces podés comunicarte con grandes audiencias durante un tiempo. Ahí todo se convierte en otra cosa y tenés que ser creativo en tu mensaje. De todos modos, no vivimos lejos de donde vivíamos. No andamos en círculos sofisticados ni nada de eso, así que lo que escribimos no es muy diferente a lo de antes. Pero es un camino lleno de trampas, y es inevitable que aceptar el juego de la industria te convierta en sospechoso, ¡já!”.