¿Qué puede una vida? ¿Cuáles son las condiciones bajo las cuales es posible exigir o luchar por una mejor forma de vida? La expansión a escala planetaria de la covid-19 nos enfrenta ante una serie de problemas éticos, políticos e institucionales. La situación de aislamiento y de peligro a la que hemos sido conducidos afecta nuestras condiciones de vida humana en la tierra: nuestras maneras de trabajar y de educar, nuestros hábitos de consumo y nuestras maneras de comer, nuestras formas de amar y de construir lazos de amistad. Nos encontramos ante una modificación sustancial de nuestros modos de vivir en el mundo, pero también de nuestras formas de morir en él. Sabemos del carácter excepcional de lo que acontece: la pandemia pasará, pero muchas de las medidas o dispositivos que se hallan montado resultarán difíciles de desarmar. Ya se puede observar, no sin cierta preocupación, las transformaciones que está produciendo el uso de la virtualidad en distintos ámbitos de la vida cotidiana. Otro tanto ocurrirá con determinadas prácticas que con el tiempo podrían quedar sedimentadas. No dejo de asombrarme cómo se ha interiorizado en mí, cada vez que he salido a la calle en estos días, esa especie de “temor a ser tocado”. Temor que, al decir de Canetti, solo se redime en la masa.
En las actuales condiciones está en juego nuestra vida y nuestra libertad, pero ¿a qué llamamos libertad? Tenemos la oportunidad de pensar el aislamiento colectivo ya no simplemente como una pérdida de libertad sino más bien como una forma novedosa -en la cual las palabras “cuidado”, “responsabilidad” y “solidaridad” ya están adquiriendo un importante sentido- donde el otro no sea un límite sino la posibilidad de expansión de mi propia libertad y mi propio poder. Cuidado de sí como cuidado de otros, cuidado de otros como cuidado de sí. Spinoza esbozó en el siglo XVII los fundamentos de una “nueva” sociabilidad democrática donde la posibilidad de mejorar la propia vida depende de la mejora de la vida de todos.
En su carácter acontecimental, la situación actual dice algo sobre “nosotros”. Ha mostrado de la manera más cruda nuestra igualdad radical. Es que hay algo de la fragilidad de la existencia y de nuestra vulnerabilidad ante la pérdida que es eminentemente común. Todos hemos perdido -y perderemos alguna vez- a alguien o algo. Esta sensación de fragilidad y vulnerabilidad adquiere materialidad en nuestros cuerpos y nos constituye políticamente como sujetos expuestos a otros. Pero también la pandemia ha puesto de manifiesto las desiguales condiciones de existencia que tenemos como seres humanos. Nos encontramos en medio de una especie de geopolítica de la vulnerabilidad corporal donde pareciera que hay vidas -y formas de vida- que valen más que otras. Hoy la política ha devenido cosmopolítica y el nuevo cuerpo biopolítico coincide con la totalidad del mundo, con sus diferencias, asimetrías y desigualdades.
Sin dudas, nuestra capacidad para actuar es aquello que nos constituye como seres políticos pero esa capacidad está anclada en la dependencia que los seres humanos tenemos de los demás seres, de las cosas y de los procesos de la vida. Por eso la oposición entre la economía o la vida es falsa: la economía es el lugar donde se realiza nuestra existencia material, nuestra vida corporal, sin la cual no solo ninguna vida es deseable sino siquiera posible. Quizás de aquí pueda surgir una “nueva economía política”: una bioeconomía social -una economía de la vida y no sobre la vida- que necesariamente tendrá que ser una economía poscapitalista o una economía de lo común.
La política es irreductible a la mera supervivencia, tiene que ver fundamentalmente con el con-vivir, con la vida en común o con el vivir bien. Pero la pregunta por cómo vivir y cómo vivir con otros está condicionada por los modos de organización de la vida. Podría decirse que este es el grado cero de la política que buena parte de la “gran tradición” de filosofía occidental no ha querido o sabido ver. Por muy paradójico que parezca, la situación de aislamiento colectivo es síntoma de nuestra condición de interdependencia.
Nos guste o no, todos sabemos que la deriva actual del mundo nos está llevando a una situación de catástrofe. Nuestros modos de producción y consumo son insostenibles. Ya no se trata de la puesta en cuestión de un modo de vida dominante, lo que está en juego es nuestra existencia y el mundo que habitamos. Ahora: ¿podemos ya captar la forma que adoptarán las luchas en este contexto? Necesitamos nuevos lenguajes y nuevas prácticas que recuperen las mejores tradiciones y luchas emancipatorias y que puedan constituir lo que quisiera nombrar con la expresión “humanismo crítico”, tal como viene insistiendo en los últimos años el sociólogo Horacio González (si acaso ese no es el gran tema de toda su obra). Humanismo crítico como reflexión sobre sí mismo y sobre la relación de lo humano con lo no humano, sean éstos, animales, plantas, máquinas, dioses o virus. Ese humanismo crítico que se encuentra en nuestras mejores tradiciones culturales vinculadas al pensamiento y al arte y que se entrelaza en una cantidad de experiencias actuales de luchas colectivas: las de los movimientos feministas, las del indigenismo, las de los trabajadores desocupados y de la economía popular, las de los movimientos sociales y campesinos, las de las experiencias anticoloniales del tercer mundo y las disidencias sexuales, las de las fuerzas democráticas que se expresan también en instituciones más clásicas como sindicatos y partidos. Precisamos una nueva praxis del Sur -composición de teoría y práctica política- que pueda dialogar con las fuerzas emancipatorias que se expresan en las distintas lenguas del mundo.
No sabemos la forma que tomarán nuestras sociedades. El reconocimiento de nuestra interdependencia y de la necesidad de cuidado del mundo pueden ser el punto de partida para impulsar una serie de luchas por lo común de la cual surjan un conjunto de tareas democráticas para el tiempo que viene. Sin dudas, la situación actual es objeto de temor o de esperanza para muchos. Pero no se trata de inmunizarnos ante estos afectos que nos constituyen, sino de dejarnos atravesar por ellos y de convertir las pasiones tristes que gobiernan el mundo en fuerza colectiva de transformación social.
* Diego Conno es politólogo (UNAJ, UNPaz, UBA).