"Mierda". Leo Oyola se miró en el espejo y no pudo evitar la sorpresa y cierta impresión. Por supuesto que él mismo había aceptado tatuarse ese "Chamamé" que ahora lucía a lo largo y ancho de su pecho. Nadie lo obligó. Pero como donde venía parando no había espejos, un poco inconscientemente lo había pasado por alto. Su mirada no se posaba ahí y listo. Si te he visto no me acuerdo. Y la vida siguió. Unos días más. Hasta que llegó el fin de semana, pasó por lo de sus viejos a darse una ducha y, al salir, simplemente lo vio. Grande, flagrante, alevoso. "Chamamé". El título de la novela que luego le cambiaría la vida pero que entonces no había podido avanzar más allá de un par de capítulos. "Mierda. Ahora sí la voy a tener que escribir", pensó. Y... sonrió.

"Los tatuadores son en general familieros. Y éste que te me tocó a mí y que desde entonces hizo casi todos los tatuajes que tengo, todavía más", cuenta Oyola hoy, casi quince años después, desde la camarita de una sesión de Zoom. Está abrigado hasta el cuello y como fondo de pantalla se pueden ver una biblioteca con libros, comics y dvds; sus tesoros (y los de su mujer, la escritora Alejandra Zina, también). Estamos en cuarentena, un mediodía particularmente frío, y la prohibición de salir para Oyola es absoluta y total. "El médico me dijo que tengo los pulmones de una persona de sesenta años", cuenta, sin exagerar. Una neumonía que lo tuvo al borde de pasar al otro lado --poco tiempo después de hacerse aquel tatuaje-- fue la responsable. Desde entonces no existen los otoños e inviernos pacíficos para él.

"Hace un tiempo, por recomendación de uno de los muchachos con los que filmábamos la serie, hice una inversión y compré toda ropa interior térmica. Yo, que toda mi adolescencia usé camperas de jean y camisetas o remeras con las mangas dobladas como hacía Bruce Springsteen en sus videos, ¡me tuve que adaptar a esto!", protesta y sonríe porque en realidad está contento: Ultra Tumba, la novela en la que estuvo trabajando los últimos cinco años luego del éxito de Kryptonita (que agotó once ediciones, y llegó al mundo del cine y las series) puede encontrarse en las plataformas de descarga de la editorial. "Es una sensación rara porque la idea original era presentarla en la Feria del Libro, pero así son las cosas hoy", dice con la mirada puesta ahora, como es lógico, en lo que vaya a pasar con el libro de acá en más. "Uno escribe en soledad; no pensando en qué resorte le vas a tocar al otro. Eso también fue una enseñanza de Laiseca. Vos podés ser el autor de una historia, el escritor que se rompió el lomo escribiendo varios años, pero es el lector el que termina de cerrar el libro con sus experiencias y su mirada del mundo. Alguien que, como tal, puede darte una interpretación distinta a la original, pero que yo igual no desmentiría porque tiene todo el derecho de hacerla".

Ambientada en una cárcel argentina del presente, Ultra Tumba narra el romance entre una presa y una guardia en medio de un motín, y la inesperada aparición de un ejército de "muertas vivas" que mete cuña entre las tres facciones que pelean por conducir la revuelta; cada una con sus líderes, lugartenientes y orígenes particulares. Una galería de personajes que habilita a Oyola introducir flashbacks extra-muros que no sólo "airean" el ambiente inevitablemente tremebundo en el que se desarrollan los hechos sino también sumar una dimensión psicológica --de historia de vida-- para comprender mejor la acción y reacción de las internas. "Realmente no somos conscientes de lo que es perder la libertad", subraya Oyola que desde hace varios años --antes de arrancar con Ultra Tumba-- visita cárceles de todo el país, invitado por colegas talleristas para que lea sus textos rejas adentro.

"La unidad penitenciaria de la novela es un golem de todas las que fui conociendo. El gran problema, lo que las une a todas, es las superpoblación, el hacinamiento. Y luego todos los problemas que te puedas imaginar", resalta quien por supuesto aprovechó esas visitas --que incluyeron entrevistas puntuales a varias internas con las que terminó estableciendo relación-- para nutrir la historia y elaborar sus personajes y arcos narrativos. "Cada visita es única y te deja movilizado por varios días", remarca. Y entre la infinidad de momentos destaca la vez que después de leer un pasaje del libro --uno de los capítulos en que aborda el romance entre La Uruguaya y la oficial Medina-- una interna se le acercó y le dijo: "No me importa que me sancionen, por favor abrazame". Y luego: "Es re duro estar acá adentro. Pero más duro es estar adentro y además enamorado".

Foto: Noelia Monopoli

 

El sentimiento, lo que le pasa vivencialmente a los personajes, suele ser importante en tus novelas.

--Yo creo que ayudó mucho que no tuviera una formación literaria académica porque todo lo que tiene que ver con mostrar sentimientos suele estar infravalorado y a la hora de criticar lo primero es que te tratan de liviano y de cursi. Y no loco, hay que ponerse en bolas para contar algo.

También la cruza bastarda de géneros y recursos, que puede ir desde coreografiar una pelea a lo Tarantino o narrar una escena en base a un hit de los ochenta.

--Es que siempre me sentí un hÍbrido. Siempre me gustó compartir una charla con alguien que sabe un montón de algo como por ahí también estar en un bar de remiseros y escuchar lo que comentan mientras ven la película de la tarde. "Che, que cambien el diseño del muñeco, desde Alien que siempre es el mismo" (risas). Ese tipo de cosas. Para mí esos comentarios son alucinantes y valen oro.

Ultra Tumba sale poco después de la polémica por la salida anticipada de presos. ¿Cómo lo viviste?

--Yo digo: si la hiciste, la tenés que pagar. Pero no sos lo que hiciste. Porque es un sistema tan perverso que muchas veces es eso lo que te lleva a delinquir. Por eso también más que el camino del héroe me atrae la historia de una persona que por momentos puede salvar al mundo y por otros, ser un sorete. Ambas cosas conviviendo en el mismo hombre o mujer.

UN CAMINO A SEGUIR

Quince años atrás, Oyola estaba esperando el colectivo en el Oeste, Isidro Casanova, y simplemente no pudo más. Se le nubló la vista, le empezó a faltar el aire, sintió que las cosas empezaban a caérsele a su alrededor. "Tuve que clavar las rodillas en el suelo y empezar a pegarle al pasto como queriendo que se me abriera el pecho porque realmente no podía respirar". Fue lo más parecido que experimentó a un ataque de pánico y sucedió a la mañana siguiente de separarse de la mamá de su hijo, cuando tomó conciencia de que ya nunca más estaría ahí cuando despertara su niño Ramón.

"¿Viste esa etapa ya final en la que igual tratás de sostener la vela hasta que un día decís, bueno, hasta acá llegué? Los últimos meses yo seguía en la casa pero ya durmiendo en el piso. Y ella, con la que hoy por suerte nos llevamos bárbaro, tenemos muy buena relación, me decía: 'A mí me parte el alma que estés ahí, pero a la vez ya no quiero que estés acá'. Esa noche me fui a lo de mi hermano y al principio fue como un alivio. Hasta que al día siguiente, esperando el bondi, tuve ese episodio de pánico y asfixia". Oyola recuerda levantarse del piso con los nudillos llenos de pasto y que justo pasara la línea que lo llevaba. "Obviamente pasó de largo. Claro, me habrá visto con esa cara de enajenado que habrá dicho a este no lo llevo ni loco. No me importó. Caminé las mil cuadras hasta donde tenía que ir".

Una época --mediados de los años dos mil-- que Oyola señala genéricamente como "la mala" o "cuando estaba en la mala" y que transcurrió cuando ya hacía unos años que había logrado sacar su primera novela, Siete y el Tigre harapiento. Un policial histórico, ambientado en la Buenos Aires arltiana de principios del siglo XX, que sabía mezclar el folletín, el grotesco, la melancolía y el humor negro. Nada mal para un escritor novel que un día fue a ver a un "tipo medio loco que leía cuentos de terror" y quedó tan prendado que ya no hubo vuelta atrás. "Habrá sido 2002. Un amigo con el que nos cebábamos mucho prestándonos libros me hinchó para que lo fuéramos a ver a Laiseca y los dos quedamos tan impactados que conseguimos su teléfono y arrancamos en su taller literario".

Oyola, que venía de una familia de clase media laburante, padre textil arruinadísimo por la convertibilidad de Menem-Cavallo y la invasión sin anestesia de importados medio pelo a precio ganga; que desde su salida del secundario había pasado por mil trabajos y changas (vendedor en La Saladita, bibliotecario en un colegio secundario, coordinador de viaje de egresados, cadete, albañil, instructor de computación) sin poder echar raíces en ninguno, recibiendo siempre menos de lo que daba; que se había peleado a piñas, se había enamorado y durante años se había puesto las botas tejanas para ir bailar al Jesse James; que se había curtido y endurecido sin perder cierta ternura en ese duro conurbano bonaerense; encontró por primera vez en ese taller de Laiseca --o Laik, como lo llama Oyola-- la razón de ser, un camino a seguir.

"Al principio le llevaba relatos en base a sus consignas que yo mezclaba con relatos de género. Me di cuenta que lo mejor me salía cuando tocaba el policial o cosas del lugar donde me había criado". El autor de Los Sorias no sólo le enseñó a cuidar como artesano sus relatos --un carpintero que con amor y visión va aprendiendo a sacar de cada tarea su mejor pieza-- sino que también le mostró un futuro, una vocación a la cual dedicarle la vida. "Hay gente que está más interesada en ser escritor que en escribir. Y lo que Laik te mostraba es que si realmente te movilizaba la escritura y estabas dispuesto a dejar algunas cosas de lado, vivir para escribir realmente podía ser un camino".

CHAMAMÉ EN EL PECHO

De numerosos momentos compartidos, Oyola destaca uno en particular que lo empujó hacia el otro lado. "Un lunes al mediodía me llama al laburo y yo me asusto porque pienso que le pasó algo. '¿Le pasó algo Laik?', le pregunto, preocupado. 'No, Leíto, estoy bien. Pero me quedé pensando en lo que leyó usted el jueves, el trayecto del inspector desde La Boca a Mataderos. ¿Sabe qué? No llega. Es muy largo. A caballo se le muere. ¿Por qué no le agrega una escala o que tal vez busque otro caballo? Alguna situación del estilo. Se lo quería decir porque después sino me olvido'. ¡Cuando cortamos tuve unas ganas de llorar! Porque por un lado pensé que ese hombre que tenía varios talleres y tantos alumnos que justo se viniera acordar de mí es que evidentemente le veía algo bueno a lo que llevaba. Me animaba a escribir. Pero por el otro también me quise morir. Porque por tener casi toda la semana ocupada por varios laburos recién iba a poder sentarme a escribir dentro de varios días. Y yo quería hacerlo ya. En ese momento. No quería esperar ni un segundo".

Oyola recordó en ese momento lo que siempre les decía Laiseca ("Lo que no escribiste hoy con suerte lo escribís en otro momento pero ya no es lo mismo") y por primera vez tuvo muy claro que iba a tener que cambiar algunas cosas en su vida. Que no sabía cómo, pero que así no iba a poder seguir. "Quiero hacer como Laik, pensé. Quiero disponer de todo el tiempo necesario para escribir. Y que cuando no pueda dárselo, al menos que sea por algo que tenga que ver". Como a veces suele ocurrir, ese cambio vital no ocurrió inmediatamente. Pero si quedó latiendo dentro suyo para estallar, y no de manera especialmente benigna, en el siguiente periodo de crisis de su vida. Más específicamente cuando --unos meses antes de separarse y perder un lugar fijo donde vivir-- lo echaron de su trabajo más importante, el que le daba el mayor sustento, a manos de gente que consideraba amiga, casi familia.

"Lo del trabajo fue toda una situación muy dolorosa y conflictiva, con reuniones casi mafiosas de parte de ellos para forzarme a aceptar sin pelear mi situación", cuenta Oyola que prefiere no ahondar en detalles (el asunto pasó a mayores) pero sí contar que a raíz de todo ese conflicto con ribetes violentos terminó arrancando --por indicación externa-- una terapia que derivó en la escritura de su primera novela bisagra. "Yo nunca había hecho terapia. Y la psicóloga me hizo ver que tenía que convertir todo esa mala saña y dolor en algo positivo. 'A vos lo que más te jode es la traición', me dijo. Y ahí fue que arranqué Chamamé".

Road movie litoraleña sobre la amistad de dos piratas del asfalto --hermanos de la vida-- a la que una tentación y posterior venganza rompe trágicamente, Chamamé supuso un salto estilístico y temático en el derrotero de Oyola (luego de dos novelas de ambientación histórica como la del Tigre Harapiento y la posterior Hacé que la noche venga, Chamamé se embebía de los valores y el universo del Conurbano) pero también un reconocimiento inesperado. La novela ganó en Gijón, España, el premio Hammett a la mejor novela negra de 2008. Pero antes tuvo su propia épica a partir de un fuerte bloqueo de escritor que el tatuador citado al inicio resolvió a su manera.

"'Además de lo del nene y la separación?, ¿qué te pasa?', me preguntó una vez que me vio triste", recuerda Oyola. "'Es que no estoy pudiendo escribir una novela que empecé y se paró', le contesté. '¿Cómo se llama la novela?', quiso saber. 'Chamamé', le dije. 'Bueno', me dijo, 'te lo voy a pinchar grande en el pecho para que cuando vuelvas a estar con una mina y te pregunté por qué te tatuaste eso no te quede otra que haberla terminado para no sentir vergüenza'".

Y así fue. Sin casa fija ni computadora propia (había quedado en lo de su ex), pero con la espada de Damocles en el pecho de ese tatuaje delator, empezó a ir todas las noches a un locutorio del Oeste en donde se juramentó terminarla. A como de lugar. Y como el encargado del lugar notó que sólo usaba Word y YouTube (el Word obviamente para escribir y el YouTube para la banda de sonido) hasta consiguió que le hicieran precio. "Habrán sido tres meses de ir todos los días y tipear entre los que jugaban a los juegos en red y demás especímenes. Creo que por eso Chamamé tiene tantas frases cortas. Entre la necesidad de volcar sobre el papel ese sentimiento de traición que venía sufriendo y lo que pasaba a mí alrededor en el ciber, era cuestión de llegar, cuadrarme --hace el gesto de ponerse en guardia-- y empezar tirar frases como ganchos".

UNIDAD PENITENCIARIA

Ya reencaminado, Oyola terminó Chamamé en casas de escritores amigos (Ricardo Romero, Selva Almada, Pablo Ramos) y de a poco empezó a ver como se le aclaraba el panorama. Si bien al principio sólo podía conseguirse en España (por temas de derechos, recién se publicó en el país en 2017), el influjo de esa novela fue tan potente que aparecieron lectores que se la hacían traer desde el otro lado del océano; el interés alrededor suyo empezó a crecer cada vez más. "Por primera vez sentí que lo inédito que iba mostrando funcionaba por fuera del círculo de confianza que te da un taller literario", cuenta quien por esos mismos años --2007, 2008; época de auge de los blogs, de las lecturas en vivo y del ascenso de una nueva literatura under-- fue partícipe de ciclos como Carne Argentina y de grupos como El Quinteto de la Muerte. Un contexto de efervescencia y recambio generacional que las editoriales grandes aprovecharon para jugar sus fichas y asegurarse la firma de algunas de las nuevas voces.

"Un día me llaman de Sudamericana para publicar Hace que la noche venga, la novela que escribí entre Chamamé y El Tigre Harapiento, y cuando llegó a la reunión después de hablar de temas varios, uno preguntó: ¿en qué andas ahora? La verdad que no andaba en nada. Pero el anticipo era muy bueno y lo necesitaba. Así que me acordé de una charla que había tenido unos días antes con Sasturain sobre los 'elseworlds' y ese concepto yanqui de colocar personajes emblemáticos en otros contextos, y les dije: 'Estoy con un Superman que en vez de Estados Unidos cae en un terreno baldío de La Matanza y se cría donde me crié yo'".

La idea por supuesto gustó. Y el resto es historia parcialmente conocida: sin una línea escrita, Oyola quemó el anticipo en seis meses (por ejemplo, en unas zapatillas nuevas que necesitaba comprarse para viajar más atildado a Gijón), pero igual se las arregló para encarar y terminar esa novela con la que se ganó un lugar propio, lo colmó de notas y reseñas, y le permitió ver como una historia nacida de su imaginación característica llegaba al cine y la televisión de la mano del director --y hermano espiritual-- Nicanor Loreti, y con actores como Diego Capusotto, Juan Palomino y Pablo Rago, entre otros. "En toda esa etapa aprendí lo dificilísimo que hacer una película y por eso desde ese momento dejé de hacer reseñas de cine. Aunque un film me parezca malo no me siento en condiciones de criticarlo", dijo en una nota Oyola que si bien se mantuvo alejado de la escritura de la película sí participó de los guiones de Nafta Súper, la secuela que en 2016 se dio por la señal Space.

¿Qué podía venir después? Sólo algo superador en sus propios términos. "Cuando empecé a bocetar los primeros tramos de lo que sería Ultra Tumba sentí una similitud con Kryptonita. Ahí me sonó una alerta. Porque por un lado sabía que formaba parte de un mismo universo, era lógico que tuviera puntos en común. Pero por el otro es bueno estar atento a cuando sentís que te estás repitiendo. Hay que escuchar ese malestar". Oyola entonces --inspirado también por las recurrentes lecturas en las cárceles argentinas-- cambió de cuajo la historia --aunque no su espíritu-- y ubicó los hechos en una arquetípica unidad penitenciaria, sólo que con el agregado de un condimento fundamental: el elemento zombie.

 

"Siempre me gustó el género. Lo leí mucho y me vi todas las películas que te puedas imaginar", señala contento . "Entre muchas cosas, el tema zombie te permite ver cómo, ante el peligro, el ser humano puede llegar a sacar lo peor que tiene para sobrevivir", dice Oyola que no puede dejar de notar el tragicómico paralelismo con el momento pandémico y distópico actual. "Fijate cómo los primeros estábamos todos unidos, agradecidos, riéndonos de que el fin del mundo no vino con la espectacularidad que pensábamos. Y ahora no podemos dejar de mostrarnos los dientes, algunos marchando contra el delirio del comunismo y otros exacerbando en las redes sociales cualquier diferencia o conflicto que pudiera haber". ¿Terminaremos como en Ultra Tumba?, se impone la pregunta. Con un poco de suerte, no, ríe el autor. Aunque viendo los gestos de valentía y de amor que pese al horror tienen no pocos de sus personajes, quizás llegado el caso no estaría tan mal. No por nada, en su universo literario, si nos fijamos bien, siempre hay algún lugar para los débiles. Y para los que como el propio Leo Oyola no bajan los brazos ni aunque venga lo peor.