En la vieja noche homosexual, habitada de dobles vidas, era común falsificar el nombre y alterar los números de teléfono. En el remate de Evita vive, de Néstor Perlongher, un taxi boy aclara que todas las identidades que usa son falsas. Además, como suele decir Fernando Noy, en Sodoma nadie preguntaba sobre las ocupaciones. Así, la calle era, a la vez, la escena de una secta de la comedia humana en la que que nadie exigía verdad, porque ni la seducción ni la cama la necesitaban. Ni que decir que, en esos intercambios, era indispensable saber jugar al truco para no caer presa de un extorsionador disfrazado de minito.
La época que siguió liberalizó el contexto, pero en situaciones de incertidumbre el hábito del secreto regresa como síntoma junto con sus códigos. El closet es el trauma originario; como el de un primer amor doloroso. Sobre todo en sociedades en las que, ni por parte de los propios interesados, se termina de digerir el permiso de la diferencia sexual con suficiente naturalidad. El closet, en la mayoría de las democracias liberales, se fue achicando, es cierto, a medida que el mercado de consumo y el circuito de la joda se amplió. Pero, si se activan las alarmas, pasa como en Corea de Sur: las locas de Seúl, la capital, decidieron de golpe guardarse en tiempos de Covid-19, porque las andaba buscando la yuta epidemiológica. Veamos las razones:
Un rebrote del coronavirus se originó (dicen) en cinco locales -ahora clasurados- de Itaweon, la zona lgtbi de Seúl. El Big Data, ahíto de información, empezó el rastrillaje de los concurrentes, como en las viejas razzias. Pero su omnisapiencia terminó frustrada porque, como en el pasado, los gays dieron data falsa al registrarse en la entrada del boliche; mintieron los nombres y los teléfonos, a la manera de los personajes de Perlongher. Las autoridades están ahora usando GPS y cámaras de circuito cerrado, pero las más de 3000 identidades truchas, “sujetos de riesgo”, permanecen como cuerpos en fuga.
El alcalde de Seúl, Park Won-soon, está muy enojado. Prometió discreción a los calaveras insurrectos; les aseguró que el Estado no los quitaría del closet. Pero hasta ahora nadie cree en promesas. Como si, más que detectar el Covid-19 en la sangre -una peste como la de cualquier hijo de vecino- los instrumentos de laboratorio pudieran incendiarles las casas. ¿O acaso no habrán recordado la década del ochenta, cuando en alguna puerta un vecino marcaba con un estigma de crayón al enfermo de sida -el puto- que habitaba detrás? Y bueno, queridos, ¿qué esperaban? En ese número redondo que reúne a los bacantes de Itaweon debe haber casados, atemorizados por las reacciones en la familia, empleados que temen las risas o el pánico viral en el trabajo. A fin de cuentas, el discurso del discriminador tiene mala prensa, pero mucho menos su práctica. La sociedad, al sur del dictador Kim Jong-un, tampoco es que sea el jardín de la libertad lgtbi.
Si los funcionarios surcoreanos, abocados al control de la pandemia, hubiesen leído algo de sociología lgtbi, estarían al tanto de una cadena de significantes útiles: estigma, vergüenza, temor, closet. Si falla la persuasión, vocifera el alcalde, caerá el peso de la ley. Ciudadano homosexual de Seúl: o sale del closet transitoriamente, para confesar su carreteo noctívago y prestarse a los pinchazos, o se lo multará. Usted elige.
Es que años de humillación nos arrojaron a las locas, tan seguido, fuera de la ley. La ley no era una casa posible cuando se nos cerraban las puertas. Entiéndase: no se trata de egoísmo abyecto sino de reflejo de auto preservación. Me imagino que nadie habrá querido que se retrasaran las clases en Corea del Sur por culpa del rebrote. Las locas no perpetuamos la clandestinidad, sino que una vez se nos impuso, y cada tanto regresa, como pájaro herido. Lo único que falta es que los humillados tengamos que salir de cuerpito gentil bajo los reflectores del Estado, para convertirnos en ciudadanos dignos de pertenecer al Big Data. Faltaba más.