Tal vez, ya presentía que iba a meter las manos sucias en la azucarera. “Todos los presentimientos nacen de la memoria. Por eso no es nada fácil presentir. Si el presentimiento fuera un mero producto del entrenamiento, con el tiempo, todo el mundo aprendería a presentir, sin embargo, incluso, cuando te enfrentás a los hechos, no estás ante ellos por primera vez, sino desde la memoria. Pero tu manera de ver, de pensar y de reaccionar frente a los eventos, no es repetición calcada de lo que una vez ocurrió en ésta u otras vidas...”
Hasta aquí llegó esa voz que me interrumpió mientras escribía el episodio de la azucarera. Encuentro ciertas verdades en todo lo que dijo. Me gustaría decir que esa voz me es propia pero, aunque pasó a través de mí, no me pertenece. O sí, puede ser, si pienso en eso de que todos somos uno. Así que bueno, seguiré con lo de la azucarera.
Yo me puse en puntas de pie, ¿a dónde vas?, me preguntó. Largo silencio. Cerré los ojos. Abrí paréntesis. Cerré paréntesis. Comencé con mayúscula. De repente me di cuenta: esa azucarera se parecía mucho al sótano. La voz de la mujer se hizo esperar. No experimenté esa pausa como un silencio sino más bien como un entrecruzamiento de campos magnéticos que iba creando tensiones capaces de dirigir mis dedos a la pinza para que tomara con ella los terrones de azúcar.
Esa pausa también tuvo carácter de presentimiento, pero de una clase impura, contaminada por el deseo. Se diría que es el subgrupo de los presentimientos mestizos o mixtos. Este subgrupo también se compone de otros grupos menores, de acuerdo con el dominio o prevalencia de uno u otro campo. Hay presentimientos con un 10% de memoria y un 90% de anhelo. Estos rayan, por así decirlo, con la ansiedad. Lo que la memoria molecular aporta, es muy mínimo, y rara vez logra sostener el inmenso volumen anhelante o anhelatorio de la masa vibracional. (La voz me indica que “anhelatorio” es el término más ajustado a este proceso, pero el diccionario de la RAE se resiste. Igualmente, necesito ser fiel a los dos, sobre todo a la voz que escribe, porque se sale de los límites que la vida y la narrativa imponen).
Todavía la pausa era pausa flotando en derredor de los presentimientos y de la azucarera o sótano, cuando llegó a mi memoria el olor de naftalina desde la habitación. La gente que veía a través de la ventana se cubría la nariz con el cuello del pullover o con pañuelos hechos mascarillas, porque el olor de las naftalinas que la abuela había colocado en los rincones estratégicos de mi habitación, estaban envenenando la ciudad. “Cosas así pasan con las memorias superpuestas, torres de Babel de la memoria-escritura, que tienen más flexibilidad para desplazarse en el espacio-tiempo que los seres humanos de carne y hueso,” aporta la voz.
Esto fue hace mucho. Esto fue ayer. La azucarera que ayer tenía azúcar hoy es un sótano lleno de té. Los presentimientos hoy son naves heliocéntricas, helicópteros solares, coleópteros que se escapan de las emboscadas literarias y hacen su propio núcleo revolucionario en torno a las velas aromáticas del sótano, o de la lámpara cuando enciendo la luz.
¿Qué otra cosa puede hacer mi abuela además de envenenar el aire con naftalina? ¿Y si acaso soy yo la que lo envenena? ¿Acaso no soy abuela? ¿Acaso no puse bolitas de naftalina en los rincones estratégicos de la habitación?
A veces me acuerdo de Rubem Fonseca y de Arturo Ripstein. El proceso de pensamiento es raro, porque viene primero Fonseca, pero luego tengo que citarlo a Ripstein, quien dijo que nunca iría a tomar un café con uno de sus personajes. Creo que, aunque Fonseca se hubiera atrevido, tampoco lo habría logrado, porque sus personajes, directamente, no son del tipo que toma café. Me gustó mucho esa definición porque yo, cuando me ataca el diseccionismo más abyecto, el positivismo más básico, el separatismo más revulsivo, suelo dividir la humanidad en dos grupos: aquellos con los que iría a tomar un café y aquellos con los que de ninguna manera iría a tomar un café.
Cuando el hilo narrativo vuelve a la azucarera colmada de terrones de presentimientos, y la memoria me coloca ante esa tardanza en la que tal vez metiera los dedos sucios, asumo que la pausa es todavía más que un presentimiento mixto, es también una dirección. Bueno, eso dijo la voz que me interrumpe mientras escribo. Creo que es una muy buena definición para una pausa. Hago tiempo, forjando lucubraciones positivas para darle tiempo a esa voz tan lúcida para que venga a continuar la idea pero seré honesta con ustedes: se fue. Y la conozco bien. Sé que por hoy no volverá. No, no, no es voluble, no es maniática, no es tarambana. Bueno, un poco sí, pero con esa voz yo iría a tomar un café.