Toda nación tiene su Bob Dylan. O su John Lennon. Y el del Uruguay es Eduardo Mateo. La analogía no es necesariamente una comparación, claro. Obviamente ésta haría agua por varios lados. El genial cantautor celeste nunca llenó estadios. No tuvo dinero. Muy pocos lo conocen fuera de los límites del Río de la Plata. Los nórdicos del Nobel ni se habrán enterado de su existencia. No fue prolífico. No vendió millones de discos. No tuvo las preocupaciones políticas del primer Dylan. Menos las de Lennon. De las músicas, hay poco -aunque haya algo- para comparar entre él y aquellos dos monstruos. Ni en el sueño más surrealista se dio que al ex Beatle o al poeta de Minnesota, en momentos avanzados de sus trayectos, tuvieron que gestionarle una pensión vitalicia para financiarles una guitarra. Y se puede seguir enumerando mil distancias. Mil incompatibilidades. Pero hay un motivo que, por su solo peso específico, sopesa los demás. De aquí la analogía: Mateo, al igual que Dylan en Estados Unidos o Lennon en Inglaterra, es el músico más influyente para los músicos de su país. Al menos lo es para aquellos que intentan abrir las puertas sónicas del universo con sus canciones. Es más: poco es el riesgo que se corre si hoy, sábado 16 de mayo, se asegura que una grandísima cantidad de músicos celestes le están prendiendo una vela a Mateo, o están improvisando una canción suya.
Es que hoy se cumplen treinta años de su muerte. Treinta años de que un maldito cáncer se le desparramó por el abdomen y lo depositó, hinchado y amarillo, en el Hospital de Clínicas de Montevideo. Treinta años de que ese nosocomio recibiera visitas compungidas, un desfile de músicos, artistas, amigos y amigas que entraba y salía para verlo. Para acompañar a Mateo en sus últimos días. El final le llegó un miércoles a las once y media de la noche (el mismo día que a Sammy Davis Jr, el vientista y cantante de Harlem que brilló en el Rat Pack). Al otro día del deceso, el jueves, Montevideo se puso gris, lloviznó, y varios seguidores despidieron al músico cantando la maravillosa y mántrica “Yulelé”, creada durante sus mejores días.
Detrás quedaban -apenas- cuarenta y nueve años de vida, en los que el ciclotímico Ángel Eduardo Mateo López no solo se ganó el amor, el respeto y la admiración de la mayoría de los músicos de su país, sino que también se alzó con una obra de belleza pendular (parecida a la de Dylan y, en menor medida, a la de Lennon), que tuvo picos impresionantes de inspiración entre los primeros tamboriles y cavaquinhos de O Bando de Orfeo, y la noche del adiós. Entre los primeros esbozos de su guitarra con Los Malditos y esa noche otoñal en la que Jaime Roos tuvo que anunciar su muerte hacia el final de un concierto en La Barraca.
Belleza pendular amasada por aquellas canciones que calaron hondísimo en el imaginario musical de la taciturna perla del plata. Por “Mejor me voy”. Por “Y hoy te vi”. Por “Príncipe azul”, que luego abrillantaría León Gieco. Gemas sueltas originadas en su pluma durante los sesentosos Conciertos Beat, en los que Mateo moría por Diane Denoir, la “lady beat”; o en los tempranos días de El Kinto, con Urbano Moraes y Rada. Temas de antología que luego se aliarían con ese otro racimo de encantos sónicos que pueblan Mateo solo bien se lame (1972), tal vez el disco más influyente de la MPU. Basta nombrar “Uy, qué macana”, “¿Por qué”?, “Jacinta” o “La mama vieja”. Y aquellas otras obras alucinadas por los elixires hindúes de Mateo y Trasante (1976), cuyo brillo compensa los opacos bad trips de Mal tiempo sobre Alchemia, o los vaivenes de Cuerpo y alma. Discos ambos, estos últimos que, como “Brownsville Girl” -temazo del malito Knocked Out Loaded, de Dylan-, o del mismo “Mind Games” -del flojo trabajo epónimo de Lennon, también guardaban sus tesoros escondidos. Caso “Nombre de bienes”, “La casa grande” o la nueva versión de “La mama… ”.
Excéntrico. Caótico, a la vez que metódico. Dúctil. Malhumorado y jodón. Melanco. Poliédrico. Drogón, a la vez que sobrio. Inestable. Carismático, delirante y disciplinado. Peleador, venerado y ninguneado. Con todo eso encima, Mateo es sin dudas el músico más influyente del Uruguay y no porque se diga acá. Fue el mismo Rada quien lo ungió como “el Lennon uruguayo”. Fue Hugo Fattoruso quien se declaro su fan número uno. Fue Urbano el que lo sindicó como el tipo que cambió toda la música en Montevideo. Fue Daniel Viglietti quien, desde “la otra vertiente” de la MPU (la del canto popular), admitió que le sorprendía “el mestizaje de las vertientes culturales (asociado a) “un modo de ser tan musicalmente uruguayo” que definía a Mateo. Fue Leo Masliah, quien lo definió como un maestro, “un adelantado”; el mismo Roos, su principal difusor, quien lo elevó al pedestal de genio, y Fernando Cabrera (que tuvo el honor de compartir un recital luego convertido en disco con él) quien lo ubicó en el podio de los mejores músicos uruguayos. Y así, con varias de las voces que recopila el musicólogo brasileño Guilherme de Alencar Pinto, en Razones locas, libro de casi seiscientas páginas, destinado a ir al hueso en la vida de Mateo.
No fue el músico más popular del Uruguay. Sería una falacia sabiendo de Zitarrosa, Los Olimareños o La Vela Puerca. Pero sin dudas sí fue el más influyente. Tanto, que pasaron treinta años y cuesta creer que no está.