Los personajes de Asterix sólo temían a que el cielo les cayera sobre las cabezas. Una forma, creo, de terror a lo impalpable: dioses, fenómenos meteorológicos, fatalidades. Como parte de ese mismo reino de lo impalpable, a nosotros se nos ha caído encima la dictadura de los datos. Otra fatalidad, un daño colateral de esta crisis. No es que no existiera antes. Estaba ahí pero ahora lo vemos en toda su dimensión y no dejará de crecer hasta ahogarnos con más aplicaciones, cámaras inteligentes y termómetros en las esquinas que te medirán la temperatura de la cabeza o del culo si es necesario.
Como nunca antes tenemos frente a nuestras narices los datos en tiempo real de lo que sea: muertos en la otra punta del mundo, la curva de la pandemia, los números de la fabricación de mascarillas. ¿Querían globalización? Ahí tienen. Números, números, números que nos pueden hacer creer que lo sabemos todo y que sobre todo tenemos algo que decir.
“Son datos, no opiniones”, dice la difundida frase que usamos para que nadie nos lleve la contra. Frase inapelable, es cierto, pero que va perdiendo vigencia desde que los datos están en manos de todos. Antes, manipular el flujo de la información era algo exclusivo de los poderosos. Hoy te llegan al teléfono sin que lo hayas pedido. Hasta se podría considerar otra plaga que nunca terminará.
Qué tentación la nuestra, la de todos, sumergirnos en esa biblioteca infinita de datos para ser severos en cada conversación, en cada intercambio de opiniones. Qué ganas de poseer una memoria como la de Funes para recordar esas curvas, esos gráficos, y ser tan implacables como acertados en cada conversación.
Hace apenas treinta años era casi imposible averiguar el valor de una moneda extranjera o las condiciones climáticas del país al que viajaríamos a la semana siguiente. Hoy lo sabemos aunque nos neguemos, aunque no lo necesitemos. Pero, de tan presentes, los datos se han vuelto una maraña inmanejable para los humanos comunes. Tener datos ya no es ningún mérito, ya no es satisfacer una curiosidad motivadora, o, mejor dicho: no es ningún saber.
Nos queda, como nunca antes, la biblioteca de las opiniones. Opiniones, no datos, sería la consigna opuesta. Tener opiniones es realmente saber, es hacer uso verdadero y potente de esos datos. Y poder defender esas opiniones mucho más. Ya no se valorará a alguien por lo que sabe porque todos lo sabremos o lo podríamos saber. Basta con encender el teléfono.
Nietzsche, como si hubiera sospechado el futuro, cual guionista de Black Mirror, dijo “no hay hechos, sólo interpretaciones”. No hay hechos sino opiniones de esos hechos, por mucho que esos hechos se hayan multiplicado por millones. El desafío vendría a ser ese: cómo hacer para interpretar, para ver, en esa maraña de datos.
Dije que el mundo de los datos está (casi) al alcance de todos. Pero no es tan así. La dictadura de los datos trae aparejado la de la tecnología. Eso sí estará en manos de unos pocos. Y no me refiero a tener un teléfono inteligente, sino a la capacidad de administrar el flujo de Internet o las opiniones de las redes. Ante esa realidad lo que único que hay es ser cada vez más certero e ingenioso en el mundo de las opiniones.
Cuando los datos terminen de aplastarnos, cada opinión sesuda valdrá el doble. Cuando su teléfono lo despierte con la cotización del café en grano en Katmandú o con el último tuit de Trump, la información empezará a ser definitivamente una carga porque entre esos datos estarán las fake news, las mentiras, los datos innecesarios.
Tener opiniones sesudas, y basada en datos, valdrá cada vez más. No es que los datos no sirven. Sirven como base de las opiniones. Además, los datos se pueden falsear, en cambio las opiniones podrán ser delirantes, tontas, obvias, repetidas o malintencionadas, pero nunca falsas. Esto es una trampa de doble sentido. Porque para citar datos no hay que tener ni formación ni juicio. Apenas un teléfono. Pero para dar opiniones sí. Claro que el que emite opiniones sin sentido no necesita tener juicio. A esos tontos ya los conocemos, cacerolean por cosas inexistentes y piden el fin del comunismo que se terminó hace treinta años. No estamos hablando de ellos.
En plan de hacer diferencia, no le estoy diciendo que dejemos los datos de lado. Al contrario. Tenga siempre algunos en la memoria, mejor dicho en la punta de la lengua, para usarlos a la primera ocasión. Y no me refiero a la cantidad de habitantes de un país, sino a cosas bien extravagantes, de tal forma que a su contrincante verbal le cueste ubicarse. Saber, por ejemplo, cuántos aviones aterrizan en Barajas un domingo de Pascuas y con lluvia, lo hará imbatible. El otro tip sería que cuando se enfrente a gente que maneja datos, abuse de las opiniones. Y si hay muchos opinólogos, use datos. Ese será el terreno de la disputa. El de las opiniones, porque ser peronista, trosko o progresista es tener opiniones, igual que ser facho, claro. Ese será el juego que podremos jugar, el que nos dejarán jugar. Lenguaraces como somos, es un mundo hecho a nuestra medida. No es el que elegimos, pero ahí estaremos, dando nuestra opinión ante cada caradura que dice tonterías, ante cada poderoso que quiere callarnos. Y recuerde: nos recordarán por nuestras acciones primero y nuestras opiniones después.