Ayer se confirmaron al menos dos puntos cruciales para Brasil.
El primero: el gobierno del ultraderechista Jair Bolsonaro se acabó. Queda por ver cuándo y cómo se dará el entierro de sus restos putrefactos.
El segundo: las varias crisis concomitantes, que ya eran gravísimas, crecen descontroladas y podrán rápidamente llevar el país hacia un abismo cuya profundidad es incalculable.
El día en que se anunció oficialmente que existen 218.198 casos de infectados por el covid-19, y que los muertos son 14.817, Nelson Teich renunció al ministerio de Salud, antes de cumplir un mes en el puesto.
La verdad es que fueron 27 días de inercia, al frente de un ministerio que, por orientación directa del palacio presidencial, reemplazó funcionarios con amplia experiencia en el servicio de salud pública (muchos de ellos integrantes de importantes centros de investigación científica) por militares sin otro objetivo que tutelar al ministro.
Teich, a propósito, no tenía y tampoco ahora tiene la menor idea de cómo funciona la salud pública: se trata de un oncólogo que se especializó en administrar hospitales privados y carísimos.
Su renuncia, en todo caso, tiene otra razón: la insistencia de Bolsonaro en que se emita un protocolo de conducta médica ordenando la aplicación de cloroquina a quien presente los primeros síntomas del covid-19.
Es algo condenado por diez entre diez médicos especializados de Brasil y del mundo, que recomiendan que se aplique solamente en casos extremos, como una especie de último y desesperado intento.
Carente de cualquier vestigio de lucidez, Bolsonaro se muestra ya no a cada día, pero a cada hora un capitán determinado a llevar su buque al naufragio. Su insistencia en determinar la aplicar cloroquina se debe a que él pretende decretar la suspensión de las medidas de aislamiento e imponer la apertura inmediata del comercio, amparado en el argumento de que la medicación derrota el virus.
Concretamente, es como si Bolsonaro incurriese en la práctica ilegal de medicina.
Dice la ley que para pasar una prescripción es necesario ser médico. En sus delirios de poder absoluto, Bolsonaro parece estar seguro de que el diploma presidencial equivale a uno de medicina.
Con semejante obsesión demencial el ultraderechista logró librarse de dos médicos en medio a una pandemia de dimensiones inéditas. Es la más grave crisis sanitaria que el país enfrenta en al menos los últimos cien años. Ahora, el desequilibrado aprendiz de genocida trata de encontrar a alguien dispuesto a someterse a sus órdenes sanguinarias.
Atónito, el país – o al menos la parte lúcida del país – se pregunta qué médico efectivamente calificado y sensato aceptará cumplir el rol de cómplice de una tragedia en escala nacional.
Nelson Teich fue desautorizado y humillado de forma estrepitosa. Tuvo que pasar por el vejamen de, en plena conferencia de prensa, ser informado por los periodistas que el desvariado presidente había bajado un decreto determinando la apertura, en todo el país, de peluquerías, gimnasios y salones de belleza por ser ‘actividades esenciales’ a la vida nacional.
Inerte, desconectado de la realidad, navegando con imagen patética por aguas desconocidas, aguantó de todo. Hasta que por fin entendió que aceptar la determinación de tornar obligatorio el uso de cloroquina sería ultrapasar el límite, ya no de su eventual sentido de decencia, pero de la tenue distancia que, en el actual cuadro brasileño, sirve para separar un médico de un asesino.
Bolsonaro, por su vez, refuerza la certeza de que es el mayor riesgo para el país y sus 210 millones de habitantes.
Brasil está hoy sumergido en una oleada de destrucciones. Se destruye la amazonia en velocidad alucinante. Comunidades indígenas están viendo cómo, frente a la inercia o gracias a los estímulos emanados del gobierno, sus áreas son invadidas por extractores ilegales de madera o mineral, mientras se dispara el riesgo de ser diezmadas por el contagio con el virus maldito.
Mi país se divide entre una calamidad sanitaria, una calamidad social, y una calamidad económica.
Pero pensándolo bien, la mayor, más agresiva y más perniciosa y cruel calamidad es otra: es el psicópata que a cada mañana deposita sus ancas en el sillón presidencial.