Desde París
¡Argentinos, a las máscaras !. Y sin tocar bocina, por favor. No hagan como los parisinos liberados del confinamiento que salieron a ensordecer la ciudad y a desafiar la vida de los peatones, ni tampoco como los ciclistas de la capital francesa lanzados por las calles cerradas al tránsito contra los despreocupados transeúntes que disfrutaban del primer fin de semana de plena libertad.
Fue un día de retorno a la infancia generalizado. Una multitud de adultos-niños descubrían la ciudad por primera vez. En el distrito 4 de París (el barrio de Le Marais), el respeto de las normas sanitarias varió según una trayectoria geográfica muy visible. Entre la Place des Vosges y el Sena, había como dos mundos. Desde la Place hasta casi el río, a través de las novelescas callejuelas de esa área de París, casi toda la gente llevaba su máscara puesta. Menos los ciclistas y los monopatineros, claro está. Ellos son los amos de la incivilidad urbana, los nuevos monarcas del atropello. El panorama cambiaba radicalmente en la orilla misma del rio. Allí ya no había máscaras, ni distancia de protección, ni gestos barrera. Era el Sena-Mundo. Los únicos que circulaban con máscaras eran los policías.
Eso sí, la amabilidad fue la identidad del día. Había un espléndido sol primaveral, y el parisino, cuando brilla el Míster, rescata los valores del Siglo de las Luces. Se vuelve un tratado de tolerancia y humanismo. Entre Voltaire y Rousseau. El Sena tenía dos caras: la orilla en sombras apenas estaba salpicada por ocasionales siluetas. En la del sol hasta hubo gente que se acercó con pantalones cortos y se sacó la camisa para tomar sol.
Los signos de un retorno a los días de París se van multiplicando con el paso de los días. Este domingo, los bouquinistas, esos quioscos armados con chapas a lo largo de los muros del Sena donde se venden libros usados, ya estaban abiertos. No hay turistas, pero si muchos habitantes de París que, según cuenta Madame Georges, una de las bouquinistas, buscaban libros antiguos sobre la ciudad. La librería Le Piéton de París (Rue de L’Hôtel de ville) estaba en cambio cerrada. Es la única de la capital íntegramente consagrada a libros sobre París y lleva el nombre del título de un célebre libro de León-Paul Fargue, El Peatón de París. El autor se pasea por el París en épocas de las dos guerras mundiales (1914-1818, 1939-1945). Contrariamente a otros escritores, Fargue recorre calles anónimas y barrios no narrados como el boulevard Magenta, Belleville, el boulevard de la Chapelle, la gare de l'Est o la gare du Nord. Esos arrabales eran, en aquel entonces, aéreas proscriptas por el buen gusto literario. Fargue los penetró en sus deambulaciones y escribió un libro magnífico, atrás y delante del tiempo.
Estos son días de peatones, de ritmos lentos, ideales para desplazar la indiferencia que tapaba una perspectiva, una diagonal, la fachada de algún edificio o esta placa recién descubierta en la Rue Geoffroy-l’Asnier, donde vivió el escritor italiano Gabrielle D’Annunzio durante 1914 (apoyó el fascismo al principio). El libro de Léon-Paul Fargue es un manual ideal para paseantes, más allá de que describa una ciudad transformada por la modernidad y el liberalismo. El Peatón de Paris es una guía para descubrir ciudades y personas después de la reclusión, para aprender a estar “siempre en estado de osmosis, a no necesitar más mirar para ver”, a “discernir el murmuro de las memorias”.
Las ciudades tienen cautivas esas murmuraciones memoriales, en varias dimensiones; la nuestra, la íntima, y la de la historias nacional o mundial. Incluso si el primer domingo libre se pareció a un concierto a cielo abierto, este París post confinado sigue siendo una ciudad convaleciente, que camina con prudencia, que se va abriendo de apoco, como una flor descubriendo el amanecer. Aún está bajo la gravitación del trauma. El sol próvido derritió cadenas y liberó y niños y parejas y esa sensación tumultuosa de que ya estamos salvados. Es un espejismo. Como lo hará Buenos Aires y la Argentina en su momento, París aprende a vivir con el virus. Adapta gestos, incorpora nuevos códigos, se acostumbra a ver al otro con el rostro envuelto en la tela preventiva.
Si hay alguna semilla del nuevo mundo está entre los peatones. Los que andan en dos o cuatro ruedas son los petulantes mezquinos de siempre: agresivos, malhumorados, con derechos imaginarios sobre la vida. Este primer domingo desconfiando se pareció a un jardín de infantes con un montón de niños desbordados por sus propias energías a quienes se le pide recato y disciplina. El futuro es una sombra todavía y París disfrutó de su presente. El latigazo del virus anda suelto por ahí. La epidemia está retrocediendo, pero la comunidad científica considera que no se puede sacar todavía ningún balance porque son necesarias por lo menos dos semanas para saber si habrá o no una segunda ola de contaminaciones.
El domingo París se olvidó de sus pesadillas y salió masivamente a vivir sin sólidas restricciones. La libertad se irá extendiendo al mundo poco a poco. Cuando le llegue el turno a la Argentina, ni bocinas y todos con máscaras, por favor, aunque la protección nos disimule la sonrisa o las penas de estos meses de duelos y soledades.