Fueron noticia en los últimos días, cada uno parado en los extremos más tensos de la ambición. El mejor basquetbolista de todos los tiempos, Michael Jordan dio (y sigue dando) que hablar a partir del imponente documental “The Last Dance” que lo muestra voraz, competitivo y enfermizamente obsesionado con ganar y ganar. Pero también tirano, cruel, maltratador, despiadado, avasallante, irrespetuoso de cualquier límite. Capaz de llegar a la agresión física y verbal de compañeros, entrenadores y dirigentes. De todo aquel que no hacía lo que él decía que había que hacer de la manera en la que él decía que se lo tenía que hacer.
Y después de que lo asesinaran para robarle su bicicleta en un barrio de Rosario, también se habló del “Trinche” Tomás Carlovich. De su mito forjado en la tradición oral de hinchas y periodistas. De sus extraordinarias cualidades como jugador. Y de todo lo que pudo haber sido y no fue a partir de sus modos despreocupados, indolentes, desinteresados de todo lo material. Si Jordan llegó a ser lo que fue en el básquet impulsado por una hoguera interior que quemó todo lo que encontró a su paso, Carlovich no quiso ser más de lo que fue en el fútbol, acaso porque entendió que el esfuerzo no valía la pena. Y que su libertad de hacer lo que tuviera ganas, era un bien propio que no debía ser enajenado por ninguna razón. De plata o de gloria.
“Lo hice a mi manera, no supe hacerlo de otra. Ganar tiene un precio, liderar tiene un precio”, dice Jordan en el documental que lo expone en carne viva. Desnudo ante el mundo. Carlovich también lo hizo a su manera. Una vez le preguntaron por qué no intentó llegar a más. Y la respuesta lo pintó de cuerpo entero: “¿Qué es llegar? La verdad es que yo no tuve otra ambición más que la de jugar al fútbol. Y sobre todo, no alejarme mucho de mi barrio, de la casa de mis viejos, de estar con el Vasco Artola, uno de mis mejores amigos, que me llevó de chico a jugar a Sporting de Bigand".
¿Hay vida en el medio de dos personajes tan disímiles, de un modelo y de un antimodelo (cada uno puede ocupar la posición del otro)? El camino de la excelencia deportiva, ¿hay que recorrerlo como Jordan o es posible transitarlo de otra manera mucho más amable? ¿Jordan le hizo todas las concesiones posibles al sistema, Carlovich no quiso concederle nada y por eso cada uno llegó adonde llegó? Nada está bien y nada está mal en principio. Cada uno fue dueño de sus decisiones, hizo sus elecciones personales y ese campo está fuera de toda pretensión de enjuiciamiento. Jordan resolvió ser un jugador de multitudes, Carlovich eligió rasparse las rodillas en las ásperas canchas del ascenso y el interior argentino y nada hay para objetarles. Ninguno es mejor que el otro por haber hecho lo que hizo.
Lo que si puede subrayarse es que otros grandes, tan ambiciosos, tan competitivos y con tanto ego acumulado como Jordan, con tantos o más triunfos que él, cuidaron mejor las formas de la convivencia. Muhammad Alí, Juan Manuel Fangio, Ayrton Senna, Diego Maradona, Lionel Messi y Roger Federer (sólo en ese altísimo nivel es posible la comparación) no atormentaron a quienes los rodeaban, no le pisaron la cabeza a nadie. Vivieron y dejaron vivir aún en medio de las tremendas presiones (y los muchos sinsabores también) que implica ser los mejores en el deporte de alta competencia. O al menos intentar serlo.
En el caso de los astros argentinos, jamás se vio o escuchó a Fangio, Maradona y Messi denigrar en público a sus compañeros de equipo o a sus colaboradores. Siempre tuvieron para ellos palabras y gestos de agradecimiento y respeto, aunque en privado discutieran duro y hasta se cruzaran insultos. Diego y Alí resultaron difíciles de llevar por el tamaño de su autoestima, sus caprichos o deseos eran órdenes. Podían dejar de escuchar a quienes los aconsejaban y la mayoría de las veces hicieron y deshicieron a su antojo. Pero también fueron generosos con mucha gente que empezó y terminó su carrera con ellos. Y no por eso dejaron de ganar y ganar.
La gran gloria deportiva no es, precisamente, un camino de rosas. Detrás de cada copa levantada, cada cinturón de campeón del mundo, cada medalla dorada olímpica o anillo de la NBA, hay tantos sabores dulces como amargos. El mundo del deporte de alta gama es a menudo ingrato, ríspido y no apto para espíritus sensibles. Pero puede ser mejor si se lo recorre sin malos modales. Michael Jordan fue fiel a su esencia. Dejó fluir su ambición sin control y ese desmadre se llevó puesto todo y a todos. Fue su receta para llegar más alto que nadie. El precio pagado resultó muy elevado y su arrepentimiento acaso haya demorado demasiado.
El “Trinche” Carlovich también eligió su esencia. Su destino estaba en las canchas polvorientas de Rosario, no en los grandes estadios, y resolvió quedarse ahí. En el asado con los amigos, en la mano de truco en el boliche, en una tarde de pesca en el río. Se fue con lo puesto, su bicicleta fue el único lujo que se permitió. Tuvo lo que quiso porque tampoco quiso más de lo que tuvo.
Al fin y al cabo, en algo se parecen Jordan y Carlovich: ninguno pretendió ser un ejemplo. Y los dos fueron el fruto de su ambición. Su Majestad, el mejor basquetbolista de la historia. El “Trinche”, simplemente un jugador de fútbol. Un pájaro libre que voló tan alto como se lo propuso.