La concepción previa de una sociedad individualista en la que el otro es contagioso o peligroso se materializa. Y contamina la visión del sí mismo: “yo soy potencialmente contagioso o peligroso, o sea, culpable”. Una cuarentena de enfermos y sanos transforma a todos en potenciales enfermos o enfermantes. Poner a toda la humanidad en cuarentena obligatoria es posible porque la humanidad globalizada ya viene entrenada a las respuestas masivas, uniformes, dirigidas, calculadas. Esta vez la consigna es unificada, no selectiva según el nivel socioeconómico del receptor. Porque la consigna es para todos: cuidarse del contagio de un virus altamente peligroso por la rapidez de su transmisión.
La efectiva reacción de un Estado en indicar el aislamiento cuando resulta la única respuesta posible evita el desastre de un contagio incontrolable. Pero no podemos dejar de inquietarnos ante el destino futuro de esta práctica. Porque más allá de las consideraciones sanitarias, podemos vislumbrar que el hombre aislado es más fácil de controlar y manejar. La desconfianza y la denuncia se ponen al orden del día tiñendo las interacciones cotidianas. La convicción de estar luchando contra el virus desde el encierro, como una gesta patria gloriosa, es un modo de negar que esta detención implacable de las agendas, esta “desaceleración” radical, es consecuencia de que la conducción planetaria no ha tomado a tiempo las medidas para evitarla. Y que estamos padeciendo las consecuencias, no como héroes ni culpables por no haber sabido lavarnos las manos. Sino como víctimas.
Los virus aparecen, naturalmente, por accidente, por actos deliberados. Cumplen su ciclo destructivo, desaparecen. ¿Es un castigo bíblico ante la ambición consumista o un derivado inevitable del neoliberalismo salvaje que ni siquiera se frena y acepta tomar la única medida de protección conocida hasta ahora, el aislamiento? Si existieran prevenciones e inversiones en sanidad, los dañados y los muertos serían menos. Si se contara con suficiente presupuesto destinado a la investigación, si hubiera cuidado ambiental y alimentario, el futuro sería más previsible y manejable. Son decisiones políticas. Se ha parado el mundo y es difícil saber cuáles serán las consecuencias económicas, psicológicas y físicas. ¿Cuántas más muertes como efecto colateral? La ruptura del equilibrio ecológico trae consecuencias siniestras en la naturaleza, ¿y en la vida humana? ¿Cómo impactarán tantas bodas y funerales interrumpidos?
La economía empuja cada vez más a la perversión, la política se convierte en aliada o se ve obstaculizada cuando intenta torcer el camino. En el desconcierto, puede surgir de pronto de las masas, como Freud ya lo descubriera en su genial “Psicología de las masas” un liderazgo impersonal que conduce a la masa con impensables derivados económicos y afectivos, trocando la incertidumbre por certezas a través del autoritarismo, buscando protección en la persecución. El miedo también es una cuestión política: asustar para convertir la supervivencia en principal y único motivo. Se acallan las protestas por la injusticia distributiva, por las desigualdades y atropellos de todo tipo. Sobrevivir es lo único que importa, y el poder que no se ve aplaude.
Desde la sabiduría popular que dice “al mal tiempo buena cara” hasta la pretensión del film “La vida es bella” de introducir la risa en un campo de concentración hay un largo trecho. La cuarentena masiva es cosa seria pese a los cantos o bailes en los balcones. La supuesta “enseñanza” que nos puede dejar este acontecimiento no es la de ser más solidario o higiénico. Se trata de hacer consciente y revelar, como en un psicoanálisis, las fuerzas que nos manejan y están provocando un daño global. A partir de allí, quizás, será posible un cambio.
Diana Litvinoff es psicoanalista.