Aunque los virus no distinguen clases sociales, el impacto que generan es mucho más virulento en los escenarios desfavorecidos . Las condiciones de hacinamiento y la falta de agua potable, para empezar, tienen mucho que explicar al respecto. Un buen ejemplo –desafortunadamente– lo constituyen lo que durante el último tiempo hemos advertido con el SARS CoV-2 y los barrios populares de CABA. Este diario ha comunicado de manera precisa cuál es la situación allí y ha difundido la puesta en marcha del programa Detectar (Dispositivo Estratégico de Testeo para Coronavirus en Terreno de Argentina) que procura testear a personas con sintomatología de Covid-19 para darles atención temprana y aislarlas en caso de ser positivas. Esta medida es clave pero llega con retraso, desfasaje que se exhibe por un crecimiento mucho más pronunciado de contagios en estos sectores (sobre todo en las villas 31 y 1-11-14 ) en relación a lo que sucede en otros territorios del país. Aquí las curvas siguen otras coreografías y ello produce escozor.

Esta descripción nos conduce a pensar en la dimensión política de la salud. La comunicación de estos acontecimientos requiere de un enfoque que contemple la desigualdad existente. Una mirada que cuestione la visión hegemónica, estrictamente médica, farmacológica y colmada de reduccionismos biológicos que limitan la posibilidad de un abordaje transdisciplinario y conciben a los individuos como seres aislados, desprovistos de vínculos sociales y sin capacidades de agencia para modificar sus realidades. Ser pobre implica afrontar escenarios de segregación. Y si a esa etiqueta se le agrega la de la enfermedad todo se vuelve mucho peor. Tener coronavirus asegura un lugar incómodo y oscuro que estigmatiza a los pacientes en el espacio público. Con ello, deviene la propia naturalización de los enfermos que terminan por aceptar su situación de desventaja y reproducen los esquemas del prejuicio. De allí, tres salidas distintas que se unen en cascada: dependencia, inseguridad y temor.

Profesionales de distintas áreas expresan la necesidad de promover políticas públicas que actúen directamente sobre el sistema de salud, con mayores cuotas de planificación y capaz de resolver “obstáculos profundos”. Tal vez, cuando todo esto pase, vendrá el tiempo de discutir estas cuestiones. Más aún en el seno de un Gobierno nacional que ha vuelto a ponderar el trabajo de los profesionales de la salud y de la ciencia como lo ha hecho Alberto Fernández desde que asumió al Ejecutivo. 

Pedro Cahn –hoy referencia del equipo de AF para combatir la pandemia– lo apuntaba muy bien en una nota de septiembre de 2017 en relación al VIH/Sida: “El sistema es darwiniano, selecciona a los más aptos y descarta a los que no se adaptan: a los que no tienen guita suficiente para recargar la SUBE; a las madres que no tienen con quien dejar a sus hijos; a los que no tienen posibilidades de venir en el horario en que nosotros atendemos. (…) Cuando finalmente las personas logran conectar con el sistema de salud, es cuando ya no van por su cuenta sino que son llevados, pero por una ambulancia”. 

En este sentido lo planteaba también Agustín Ciapponi , médico e Investigador del Conicet en el Instituto de Efectividad Clínica y Sanitaria (IECS), en febrero de 2016: “La malaria es una enfermedad que se expresa de modo disímil de acuerdo a las diversas latitudes y al clima, pero sin dudas la desigualdad y la falta de acceso a la salud marcan el ritmo de expansión”. En este escenario es posible advertir de qué manera, enfermedades tan diversas como el sida y la malaria –que a priori parecieran no tener ningún vínculo– confluyen en un denominador común: ambas se expresan con mayor agresividad en contextos de desigualdad, en la medida en que los pacientes cuentan con menos herramientas para superar los obstáculos. 

En este marco puede ser útil –una vez más– leer a Rodolfo Walsh y su crónica “La isla de los resucitados” (1967) , que narra la realidad de los leprosos que habitaban las instituciones médicas del norte argentino durante los 60´. En efecto, se propone compartir una “historia humana y una aventura humana”, con el propósito de revalorizar la identidad de grupos sociales apartados, recuperar las voces de los invisibilizados, colocar la luz sobre lo más desfavorecidos de los desfavorecidos. Si la enfermedad son los enfermos que la padecen, el objetivo es conocer los males a través de los ojos y el cuerpo de quienes lo sienten.

A mediados del siglo pasado, Walsh denuncia una política sanitaria digna de un clásico país subdesarrollado, que divide a los enfermos ricos y a los pobres. Las víctimas, en general, pertenecen a un mismo sector social: la gente más desamparada de las provincias cálidas y desprotegidas. La enfermedad transcurre en el absoluto silencio y anonimato; el miedo, el desprecio y la ignorancia consumen el corazón de los sanos. Su propuesta, en este sentido, es “cambiar la imagen de la lepra”. Lo escribe de este modo: “Durante siglos la lepra fue tenida como castigo divino. Hoy no se puede ignorar que es un castigo del hombre. Su agente natural es el bacilo de Hansen, su coagente es el hombre: responsable del analfabetismo de las poblaciones, de las migraciones que nadie registra y de la miseria que corroe a todo el noroeste argentino”. 

La lista de enfermedades que pueden servir para ilustrar esta situación es larga y diversa. Se pueden sumar trastornos y adicciones como el consumo problemático de drogas, la obesidad y hasta el tabaquismo. Todas se expresan de una manera más potente en la pobreza. Por ello es que insistimos en un Estado protagonista de la escena.

Al mismo tiempo, la salud y la práctica médica deben ser abordadas desde un paradigma político. En definitiva, desde una perspectiva humana.  

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