No sé en qué momento de este largo encierro vencí el insomnio y volví a dormir. Es inútil demorarse en explicaciones. Quien haya seguido el ejercicio anterior de este generoso espacio recordará que, producto de no ir a los bares, soñé con Leopoldo Marechal como si fuera un Virgilio de Café. Pero lo extraño es que haya reincidido el sueño y que me despertara dentro de él. Siempre me ha intrigado esa idea que inspiró al marqués Hervey de Saint-Denys un voluminoso diario donde dejó anotado, entre otras extravagancias, cómo reingresar a los propios sueños. El diario se perdió, pero en 1867 logró publicar un resumen bajo el título Los sueños y cómo conducirlos desarrollando la técnica de obrar como si uno estuviese despierto en el sueño.

Me desperté en medio de un aguacero, lo que me hizo pensar que no había pasado ni media hora desde que busqué refugio en el Café Saint Moritz. El escenario se encontraba modificado: llovía más adentro que afuera. Saltábamos baldes, esquivábamos ollas, palanganas y nos movíamos sobre cáscaras de maní, botellas y todo tipo de desperdicios que ensuciaban el hermoso piso del salón dibujado en dameros. Evidentemente ya nos abandonaba la elegancia de la confitería Saint Moritz. El lugar se parecía más a una vieja posada. Los escritores que andaban por allí no paraban de pronunciar citas, de citarse y de gritar a viva voz, como chocándose los libros de los otros. Le dije a mi guía que asistíamos a un torneo de plagiarios. Marechal se largó a reír. “El arte de la cita es como ese perro que se muerde la cola ¿Lo ve?”— me lo señaló. En efecto, sobre una tarima de madera un perrito caniche cuyo hocico estaba un poco dislocado, daba la impresión de bailar. No era un perro de circo, se movía como si a su parte trasera la hubieran colonizado las pulgas y no pudiera sacárselas de encima. “Los habituales de acá son escritores que canibalizaron la literatura, son golosos de lo ajeno, los hay del todo modernos y simpáticos. Mire hacia esa mesa: verá de pie, el perfil risueño y la nariz larga de Laurence Sterne”— me anunció Marechal.

Mis ojos dieron con un tipo flaco tocado con una peluca empolvada que ataba en una coleta de cintas negras. Iba vestido con un saco largo que ceñía su gran estatura y sostenía un violín entre las manos. Oímos de su boca una amarga crítica dirigida contra los imitadores, los que parodian y saquean la Literatura. Recitaba así: “¿Estaremos destinados a seguir admirando las reliquias del saber sin hacer ningún milagro nuevo? ¿Seguiremos escribiendo libros como si fueran recetas, limitándonos a echar cosas de una vasija en otra como hace un boticario? ¿Hasta cuándo durará este juego de trenzar y destrenzar la misma madeja? Yo aplaudí inmediatamente cuando entraba el puente musical del violín, pero Marechal me hizo callar y me llevó aparte, donde los demás no podían vernos. Se secó el sudor de la cara con un pañuelo y me dijo: “No me avergüence, acá todos saben de qué se trata el juego. Si hubiera leído el Tristram Shandy se daría cuenta de que Sterne escribió esas palabras imitando el prólogo de Robert Burton a la “Anatomía de la Melancolía”.

—¿Quiere decir que lo estaba copiando? --pregunté.

—Solo en el tono y en las interrupciones de las constantes citas. Oiga— respondió. Cerré los ojos y me llegó la voz de Sterne recitando los nombres de Platón, Moisés, Zoroastro.

—Nos conviene salir de esta sala— dijo después mi guía.

—Lástima, no veo que esta pasión se castigue demasiado, le dije al comprobar que el salón asumía un contorno de serena festividad. Todos allí se celebraban, se cantaba, se bailaba y se consagraban en brindis por la memoria de los escritores nombrados. Al ver que Marechal seguía enfurruñado conmigo, y para aliviar la carga, me disculpé por no haber leído esos textos.

—Mejor, dijo. En el prólogo de Burton hay muchísima riqueza, no solo por la paródica erudición de los precedentes sino por la temática utilizada más tarde por futuros lectores. Pero no me haga hablar de esas cosas.

—Deme una pista, estamos en el Infierno. ¿Quién va escucharnos?- le insistí. Marechal dudó. Después concedió en voz baja:

—Hay una línea, una escena en los Diálogos de Luciano de Samósata citada allí por Burton, en la que Carón conduce a Mercurio a un lugar fantástico desde el que podía contemplar todo el mundo de una sola vez. ¿Le suena? Bueno, averigüe qué influencia tuvo Luciano en Borges— completó mi guía. Yo no dije nada. Pensé en lo que se ha dado en llamar la intertextualidad, y en la alegría del ambiente que dejábamos entre pasos apagados. Me pregunté si esta sería al fin la verdad de la Literatura y si alguna vez iba a alcanzarla recorriendo esos Cafés rectangulares y decadentes. Mientras caminábamos hacia una salida, mi maestro creyó oportuno agregar:

—“Pobre Sterne, su vida ha sido una broma. Y aún más su muerte. Le saquearon la tumba unos ladrones de cadáveres y vendieron su cuerpo a un profesor de anatomía de la Universidad de Cambridge. Dicen que cuando terminó la disección, un alumno reconoció su rostro y se desmayó. Como si su destino fuera…”

Y sus palabras quedaron en suspenso, porque una sombra venida vaya saber de qué tugurio, me tironeó de un brazo. Al reconocerlo le dije a Marechal que era un escritor de mis pagos, y él me autorizó a hablarle. La sombra me preguntó por cierto concurso literario de prestigio nacional. Le respondí que yo tenía mucha expectativa en el certamen, pero él se creyó en condiciones de adelantar quién sería el ganador (la ganadora en realidad) y a qué taller literario pertenecía.

Sentí, en el sueño sentí, una imposible amargura y de un salto me desperté bruscamente.

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