Los sabios maestros del Tíbet comparan la mente clara y calma a un cielo limpio, y los pensamientos a nubes que pasan; o a la mente eterna con un espejo, y al mundo con el reflejo en su falso interior. Similar levedad tiene lo visible en el poema "El regreso", de Verónica Laurino : lo que la cronista ve por la ventanilla de un ómnibus interurbano en el trayecto de Buenos Aires a Rosario no sólo transita el espacio de la mente con ligereza, sino que es apuntado casi con la misma ecuanimidad que se recomienda para meditar.
La diferencia es que la postura inmóvil no se buscó voluntariamente sino que la exige la paradoja del viaje sedentario. Imagen a imagen se articula fugazmente algo de sentido, como cuando se arma un collage de letreros con nombres de sucesivos paradores (“Los amigos” “El descanso”, “La sombra”) o surge en la mente un capricho que es olvidado casi al instante: "VENDO CAMPO AQUI / Un cartel despierta el deseo de vivir / junto a un monte de acacias negras / e instalar una modesta casita / para leer y escribir". El viaje sedentario no se narra, se describe. El estilo descriptivo fragmentario se inscribe en la tradición reciente del objetivismo, pero sin su antiguo rigor de anular la subjetividad.
"El regreso" constituye a su vez la sección "Autopista" con la que se abre el libro Larga distancia, que publicó en marzo de este año Caleta Olivia, editorial independiente de Buenos Aires que viene amasando un merecido prestigio con un catálogo de lo que no se puede dejar de leer en poesía argentina contemporánea. Y así como el contexto de aquel poema de apertura revela de algún modo la escena del rito de paso geopolítico del (o la) poeta rosarino (o rosarina) que desea saltar de la gaveta local a la nacional, la siguiente sección se abre con una referencia a la problemática del género (femenino).
"Virginia Wolf me explica: 'La mujer debe tener dinero y un cuarto propio'. (...) Ella no podía visitar una biblioteca sin autorización de un hombre: / trabajo en una biblioteca". Una serie de textos a modo de diario despliega la crónica de cómo Laurino obtiene no sólo el "Diario de una escritora", de la Woolf, sino además el tiempo y el espacio donde leerlo: de nuevo, el sedentarismo obligado, esta vez en la sala de espera del sanatorio donde le extirparán dos verrugas de esa metáfora muerta que es "la línea de la vida". Citas y descripciones se alternan hilando ese diálogo que la lectura constituye siempre.
"Tiene un sello: / Fecha de encuadernación: enero de 1967. / No había nacido y Virginia llevaba años muerta. (...) Escribir siempre a escondidas / como si tuviera que mantener un secreto. / La edición es de Sur / Victoria y Virginia celebran la ceremonia del té". Con el correr de los versos, el andamiaje de citas opera como el encofrado que contiene la palabra propia. "Las personas necesitan llamar la atención / y lo hacen: / completan crucigramas, / suspiran con ruido / y salen a pasear en helicóptero". En la espera de un sentido o de una belleza que nunca aparecen, aflora un humor absurdo. "¿Tiene que haber poesía en la muerte? / A vos te desvelaba la proximidad de la guerra / y a mí me despiertan los albañiles de al lado". La emoción no se abre paso directo hasta la expresión por estar (en ambos lados del espejo identificatorio) patologizada y cosificada como "depresión". Sí logra dar rodeos, astucia acuática parecida a la que Virginia y Verónica han usado para escribir pese a todo, cada cual en su época y en su clase.
El final conversa, en otro juego identificatorio (la repetida inicial del nombre propio insiste), con otra poeta suicida: la chilena Violeta Parra. "Tomaste una decisión / te pegaste un tiro en 1967 / nací ese mismo año", anota Verónica, enhebrando. Una pasión común por lo vegetal alienta desde el nombre del padre de la otra. Al fin un viaje en el espacio abre portales en el tiempo. El amor mata como una droga, pero lo verde salva.