“Hay que sonreír siempre, así se puede soportar la vida”, plantea Dani Umpi en un texto que integra la segunda edición de Diarios: narrativas desde el aislamiento, una propuesta del Centro Cultural Kirchner (CCK) que incluye también trabajos de Romina Paula, Juan Diego Incardona, Dolores Reyes y Ariana Harwicz. A este “dioso” uruguayo que vive en Buenos Aires, la cuarentena le eclipsó su optimismo y logró que volvieran sus fantasmas “más viejos”: la locura y la indigencia. La voz narrativa del músico, escritor y artista visual explora el pasado no como si fuera el “paraíso perdido”, sino de un modo descarnado al poner el foco en la vulnerabilidad de los creadores. “Siempre quise vivir del arte, que coleccionistas que no conociera compraran mis obras, hacer muestras, ferias, viajar. Pensaba que era imposible y, no, se pudo, finalmente fui un freelancer precarizado”.
Diarios es un registro colectivo, literario y documental producido en situación de pandemia por escritoras y escritores convocados por el Centro Cultural Kirchner. Durante cuatro semanas, entre mayo y junio, escribirán cuatro textos en torno a un asunto, un personaje, una preocupación real o alucinada. En la primera entrega participaron Mariana Enriquez, Martín Kohan, Pedro Saborido, Camila Sosa Villada y Gabriela Cabezón Cámara. En “Ami y Rosie, el díptico de nada y todo”, de Romina Paula (Buenos Aires, 1979), la narradora, que pasa la cuarentena en la casa de su madre con su hijo de cinco años, mira Alaska: hombres primitivos, una serie sobre la vida los Brown, una familia en Alaska. Y le llama la atención, especialmente, Ami, la madre, “más alineada” con los muchachos en todos los sentidos: sale de caza, levanta cosas pesadas, dispara. También conecta con un programa sobre acumuladores compulsivos, donde emerge Rosie, una especie de espejo deforme en que podríamos reflejarnos, si algo se quebrara profundamente. “Ella sigue viviendo en esa casa tapiada de basura y rota, viendo potencial en latas y aroma agradable en montañas de cáscaras secas y juzgando apetecible un desecho momificado, pero lo curioso es que aunque las palabras que usa para definir las cosas siguen siendo bellas todo a su alrededor es horror y ella ni siquiera puede nombrarlo, ni mucho menos morir”, advierte Paula, autora de las novelas Agosto y Acá todavía.
¿Cómo vive un paranoico el encierro en plena pandemia de covid-19? En “Virusitos bebés”, Juan Diego Incardona (Buenos Aires, 1971) registra el “nuevo orden”, regido por la higiene y el cuidado. “En las calles, los taxis transportan fantasmas; las ambulancias, nuevos pacientes; los patrulleros, violadores de cuarentena. Por todas partes, se escuchan toses, canciones de cuna para los virusitos bebés. Al fondo del PH de la calle San Luis, yo me estoy volviendo cada vez más paranoico. Me lavo las manos cincuenta veces por día y me tomo la temperatura pensando que tengo fiebre”, confiesa el autor de Villa Celina y El campito. Después de una pequeña salida, el narrador cumplirá con los “protocolos” vigentes. “Cuando llegue a mi casa, me desvestiré y pondré los pantalones y la remera en el lavarropas, me sacaré las zapatillas y limpiaré cada suela con lavandina, después me lavaré con agua y jabón los antebrazos, las muñecas, las palmas, cada dedo bien frotado, especialmente los pulgares, ¡y las uñas!, cantaré tres veces el feliz cumpleaños y dos veces la marcha peronista, y después me pondré ropa nueva y desinfectaré celular, termómetro, computadora, controles remotos, muebles, picaportes, vajilla, cubiertos y todo lo que pueda con alcohol al setenta por ciento”.
El texto de Ariana Harwicz (Buenos Aires, 1977) podría ser la prolongación de su trilogía involuntaria que empezó con Matate, amor, continuó con La débil mental y aparentemente concluyó con Precoz. En un escenario donde hay toque de queda, una mujer en el límite de una marginalidad voluntaria inicia una extraña deriva. “No tengo una sola moneda más. No es Afganistán ni Chernóbil, todavía no caen misiles, pero no tengo ni una sola moneda. Tampoco voy a salir a mendigar, ni para prostituirse hay. Nadie consume cuerpos, nadie ofrece sexo, nadie recuerda ya para qué servía meterse adentro de otro. A la gente que anda por ahí le da asco eso”, dice la narradora.
“Cuesta dormir, duele soñar, cuesta levantarse”, describe Dolores Reyes (Buenos Aires, 1978) en “Enfermeras”, sobre una mujer que transita el aislamiento obligatorio en una casa de la provincia de Buenos Aires junto a sus seis hijos. A partir del nacimiento de Eva, su hija que cumple 19 años, la autora de Cometierra reflexiona sobre la maternidad y recuerda a unas chicas muchos más jóvenes –que estaban por complicaciones por un aborto casero- con las que compartió la sala enorme donde estuvo internada. “En esa época del aborto no se hablaba más que para castigar a una muchacha y avergonzarla. No sé sus nombres, no saben el mío, tampoco que Eva vive y quiere ser enfermera. A veces pienso en qué clase de enfermera será si termina esa carrera, tan extraña para nosotros, que eligió”. La narradora acomoda la torta, chocolates y algunas golosinas. El festejo conjura la tristeza. “La alegría les sale del cuerpo y es de todos colores, tan potente que me contagia. Es la música que hacen todos juntos lo que invade el living de nuestra casa para que nos podamos reír y bailar horas”. Más allá del confinamiento, para sobrevivir al coronavirus quizá sea recomendable reír y bailar hasta que el viejo mundo se apague.