Campos estriados por fosas mortuorias. Cuerpos amontonados que recuerdan Auschwitz. Hospitales abarrotados. Otros espectrales y vacíos, esperando. Metrópolis desiertas. Geriátricos desbastados. Asentamientos urbanos sin agua. Entre el humo de piras ardientes el fétido vapor de lo siniestro, los lamentos. Miedo a la otredad. Profesionales o voluntariado cayendo. Vocaciones policíacas, uniformes. Vecinos agrediendo a quienes se arriesgan a cuidar. Solidaridad y mezquindad. La condición humana al desnudo y sin pudor. Eso es la peste.
Pero, ¿cómo se construyen las voces autorizadas para nombrarla? ¿Quién -o qué- autoriza a tomar la palabra en nombre del caos? ¿Los expertos?, ¿y de dónde surge la potestad para garantizar experticia? Según el paradigma moderno, si hay una pandemia la autoridad para hablar de ella es la tecnociencia. Pero no siempre fue así (ni podemos asegurar que lo siga siendo). ¿Voces autorizadas a través del tiempo? Profetas, adivinos, sacerdotes, líderes heréticos, alquimistas, hechiceros, dispositivos médico-mediáticos y estadísticos.
Las causas también cambian. En Tebas había sido el incesto de Edipo. En Atenas el hambre sacrificial de los dioses. En el medioevo la ira de dios. Durante la fiebre amarilla de Buenos Aires las curtiembres y saladeros de La Boca. En los ochenta las conductas promiscuas de grupos discriminados. En 2020 un virus tan desconocido que, a pesar del desarrollo exponencial de la tecnociencia, se apela a una receta medieval: el encierro. La diferencia es que para terminar con la lepra encerraban a los enfermos, mientras para frenar al coronavirus encierran a los sanos.
Blanco, bermejo, negro y bayo son las montas de los jinetes del profeta. “Cuando abrí el primer sello, vi un caballo blanco, quien lo cabalgaba llevaba un arco, le fue dada una corona y salió vencedor” (Apocalipsis, 6). Juan evangelista construye una alegoría de los males de la humanidad. El corcel bayo, muerte; el bermejo, guerra; el negro, hambruna. Al blanco se lo identifica con la peste, es el que obtiene la corona (¿casualidad o profecía?) y encierra en sí a los otros tres: guerra, hambre y muerte.
De ese modo lo interpreta Murnau en Fausto. Sus cuatro jinetes avanzan hacia las butacas penetrando como un virus estético. La escena en la que el caballo níveo parece atropellarnos, anuncia una peste fulminante. La voz del arte también dice la pandemia y -al mostrar lo ineluctable de su reaparición- nos ayuda a comprenderla.
El ángel exterminador. Cena de alcurnia en una mansión señorial. Modales refinados, tonos medidos. La servidumbre huye de la mansión y las visitas -si bien la cena ha terminado hace horas- no logran salir del salón. Encerradas indefinidamente. Los animales salvajes se enseñorean de los lugares no habitados. Se pierde lo refinado, se extiende el hambre, la desconfianza, la falta de agua y la muerte. Un ser imperceptible y poderoso los obliga a encerrarse. Orfebrería de una cuarentena metafórica labrada -hace casi sesenta años- por Buñuel.
Pero el cientificismo no otorga autoridad a las voces estéticas. Los higienistas contemporáneos nos colonizaron con el temor a las superficies. Un picaporte era un arma mortal, ahora resulta que la OMS, después de meses, anuncia que carece de evidencias concluyentes de contagios por puertas o teclados, aunque tampoco puede garantizar lo contrario. Esta proposición -según el criterio de demarcación de Karl Popper- no es científica, ni aseverativa, ni falsable. Una contradicción que más que informar confunde. Pero el saber médico históricamente ha disputado con otros saberes por el territorio de los cuerpos, y logró imponer su certeza hoy devenida incertidumbre. He aquí un problema epistemológico ampliado a lo político social.
Las derivaciones socioeconómicas y subjetivas del virus chorrean por los bordes del ánfora médica, ¿por qué ataca más a ciertas etnias?, ¿por qué arrasa en ciertos espacios urbanos?, ¿con qué criterio se valoran la vida y la muerte?, ¿quién le otorga autoridad ética a un técnico de la salud (o a políticos economicistas) para determinar que algunas personas son matables? “No dudo, si hay un solo respirador y dos enfermos, se lo doy al más joven”, declara frente a un micrófono un profesional del estetoscopio. “No hospitalizamos ancianos, que mueran en su casa”, lanza con total ligereza algún estadista.
¿Y los efectos del encierro en la salud mental?, ¿y las urgencias de la cotidianeidad? Es necesario autorizar voces de feminismos, sexualidades diferentes, movimientos barriales, cientistas sociales, humanistas y artistas. Se huele, en estos días, gran preocupación por el porvenir. Pero se ignora la única realidad: el aquí y ahora. La filosofía es pensamiento del presente, no es profética ¿Será por eso que oficialmente no es voz autorizada? En cambio, los medios reclaman filósofos. El de moda, Byung-Chul Han, se asume como futurólogo y se empeña en imaginar porvenires tan inciertos como algunos enunciados de la OMS.
La verdad es hoy. Cambian los hábitos, pero no las estructuras profundas. El capitalismo financiero, ileso; el machismo, agravado; las fobias al diferente, robustas. Quienes gobiernan CABA no actuaron para proveer agua ante los riesgos denunciados en la Villa 31 (sí para invertir en armas anti-saqueos), y la arrojaron al contagio y la muerte. El neoliberalismo, no el futuro, es inmune al coronavirus.
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Una epistemología ampliada, ¿desde qué imaginario analiza la construcción de las verdades? Desde los juegos de saber-poder en las prácticas sociales. Esta perspectiva es resistida por las epistemologías duras. Durante siglos se nos inculcó que la verdad no tiene nada que ver con el poder. Sin embargo, no hay fragmento de verdad que no esté atado a condición política, dice Michel Foucault, el poder no está ausente del saber, sino entramado con él. A partir de esta perspectiva, si pensamos en la cantidad de estudiantes que cada año ingresan al sistema científico recibiendo una visión despolitizada del mismo, concluimos que estamos ante una gigantesca operación de encubrimiento. Hay otras voces y otros saberes que hablan para diferir la muerte, aunque no se las habilite como autoridad. Los jinetes del Apocalipsis están aquí -entre mi escritura y quien me lee- habría que escucharlas, ¿hasta cuándo?, hasta que los corceles blanco, bermejo, negro y bayo den media vuelta, se echen a galopar y se los trague el horizonte de la historia.