Un agente patógeno, casi en un instante, ha congelado casi todas nuestras actividades individuales y colectivas. Hacía falta que este acontecimiento de un alcance como el que se experimenta casi una vez en un siglo fuera portador de un sentido, casi de un mensaje que nos correspondía descifrar. Y entonces, rápidamente se desató un fenómeno: una afluencia total de palabras.

Era conveniente comprender esta fulgurante plaga asesina como un síntoma patente de nuestra civilización, de nuestras derivas, de nuestra irresponsabilidad. Una partícula microscópica revelaba, en el mismo movimiento, la vanidad de nuestra voluntad de omnipotencia y la amplitud tanto tiempo reprimida de nuestra vulnerabilidad.

A principios de la primavera, una nueva raza comenzó a florecer por todas partes: los especialistas en el "mundo de después". La mayoría comenzó a soñar con saludables mañanas luminosos, pero en términos que encubrían el fracaso para imaginar de repente cómo doblegar lo real a nuestros puntos de vista, como si las palabras, simplemente por sus supuestas buenas intenciones, pronto tomaran cuerpo.

Sin embargo, opuesto a toda esta inflación de opiniones, el momento debería corresponder a un ejercicio completamente diferente de la palabra y que procede de una lógica muy distinta: el testimonio. El que narra las situaciones vividas desde la experiencia en el terreno, en los lugares donde los problemas de la época se sienten tan cruelmente: hospitales, empresas, escuelas, hogares pobres, personas desocupadas, los suburbios al abandono. Esto es lo que nos faltó en las últimas décadas: relatos que hubiesen contradicho la marea de discursos que enmascaran la realidad de los hechos, que responden a todo tipo de intereses y terminan forjando nuestras representaciones.

Si hubiéramos estado plenamente atentos a estos contra-discursos edificantes, ciertamente viviríamos en sociedades menos sufrientes. Porque esta crisis ha revelado sobre todo las deficiencias en la atención, las consecuencias nocivas provocadas por la continua disminución de las inversiones en servicios públicos, el valor de tantos oficios tan desconsiderados y, sin embargo, determinantes en el buen funcionamiento de nuestras sociedades, la amplitud de las desigualdades , la incapacidad de ciertas regiones del mundo para gestionar tales dificultades como debería ser. Esto es lo que este choque planetario nos expone ante todo: la extensión de nuestras carencias y nuestras fallas y todas las complicaciones y penas que acarrean.

El testimonio es depositar en los ojos de los otros lo que la mayoría no sabe, a lo que no asisten y que, sin embargo --debido a la violación de los derechos elementales padecida por algunos o por toda la comunidad de ciudadanos –exige ser llevado al conocimiento público.

En este sentido, deberíamos estar infinitamente más atentos a estos informes redactados desde el suelo de la vida cotidiana, provenientes de conocimientos a menudo más instructivos que los asumidos por tantos expertos profesionales. Todos estos "expedientes" están llamados a constituir la primera guía de acción pública –lejos de las metáforas y las ideologías limitadas – para instituirse como una política del testimonio.

Una política que defienda sobre todo algunos principios que se consideran fundamentales y –más aún-- vitales: respeto a la dignidad e integridad humana, preocupación para garantizarle a todos equidad y justicia, favorecer el mejor desarrollo de cada uno, satisfacer la necesidad humana de reconocimiento, no contaminar la biosfera y nuestros cuerpos. El desafío consiste en trabajar por el mayor compromiso posible entre lo existente y la inclusión de estos requisitos estrictamente morales.

Este objetivo requiere desplegar un doble gesto clínico: llevar a cabo diagnósticos regulares y esforzarse en todas partes por reanudar, pero también curar, a través de una infinita cantidad de operaciones concretas, las deficiencias y heridas de nuestra sociedad. Que sea, en otras palabras, una política del presente, humanista, porque se basa sobre todo en un inventario de accesorios y no busca alinear lo real con concepciones fijadas de antemano, sino todo lo contrario, ordenar sus actos en función de las duras realidades de la época.

Apartados de la pasión por el futuro que nos ha animado tanto en los últimos años --tan hábilmente estimulada por la industria digital –esto surge tanto de una negación de la realidad como de un vuelo continuo hacia adelante que apuesta por soluciones que siempre están por venir, y que a menudo son fantasmagóricas y corresponden además a respuestas principalmente técnicas aportadas a nuestras dificultades.

La esencia de tal postura es que requiere redefinir las condiciones para el ejercicio de la política. Quizás este podría ser el "después": alejarnos de los esquemas originados en medidas tomadas en la cumbre según concepciones construidas a priori y fuera de lugar, para privilegiar decisiones plenamente conscientes de todos los males que mortifican el cuerpo y el alma, fisuran nuestro sócalo común y aspirarían incansablemente a absorberlas.

Bajo estas banderas no se trata solo de restaurar el estado de bienestar, ahora considerado como la principal salida salvadora. Porque la empresa no se reduce a la restauración e instalación, de una vez por todas, de redes de seguridad y mecanismos de solidaridad. Presupone también participar en acciones quirúrgicas, de alguna manera dedicadas a coser las heridas causadas por casi medio siglo de devastación inducida por la aplicación de dogmas económicos, cada vez más desenfrenados.

Y este esfuerzo, para realizarse plenamente, requiere de la implicación concertada de las autoridades públicas y del conjunto de la sociedad civil. Tal tarea, lejos de ser una pompa lírica, se realizará discretamente y será ardua y larga.

Ya está escrito que la terrible crisis que vendrá debido a esta pandemia conducirá a despidos masivos, empeorará los fenómenos de pobreza, el rechazo a los otros, tanto como intensificará el estado de ingobernabilidad rampante que caracteriza a nuestras democracias, las cuales querrán aprovechar las figuras autoritarias para sus fines.

Antes que un hipotético y repentino mundo del después, son los extravíos del pasado quienes regresan a las pantallas de nuestro presente y piden con razón una indemnización. Y todo incita a pensar que incumbe a nuestra responsabilidad pagar esas deudas sin demora, sin lo cual hordas de cobradores de un nuevo tipo saldrán a la calle y querrán por si mismos confiscar todo aquello que, decididamente y desde hace tantos años, los sucesivos poderes se habrán obstinado en negarles.

Éric Sadin es escritor y filósofo francés. En la segunda mitad de 2020, publicará Inteligencia Artificial o El número del siglo. Anatomía de un antihumanismo radical, en Caja Negra Editora. Especial para Páginal12. Traducción : Celita Doyhambéhère