El dato es conocido. La Ciudad de Buenos Aires tiene un producto bruto por habitante comparable con el de los países más ricos del mundo. Como suele pasar con las estadísticas, es un promedio que esconde las verdaderas condiciones de vida. La Comuna 1 (Puerto Madero, Retiro, Constitución, Villa 31-31bis y Rodrigo Bueno) es una muestra obscena de esa desigualdad que enfrenta edificios opulentos y vacíos y barrios en los que la mitad de las personas viven hacinadas y sin acceso a los servicios más básicos. La conexión entre una cosa y otra no es un puente de concreto. No es el pasillo que conecta a la villa 31 con la estación de Retiro. Los hilos parecen invisibles, pero se ven con claridad si se mira algo más que la foto área que contrasta rascacielos con techos de chapa.

En los barrios donde el aislamiento es imposible, donde un baño lo comparten hasta cuatro familias, en los barrios que pasaron semanas sin agua en medio de una pandemia que requiere extremar las condiciones de higiene viven los obreros que construyen nuestras casas, las mujeres que limpian edificios públicos, jardines, escuelas y oficinas, las personas que cocinan a diario en los restaurantes de toda la ciudad, que preparan el almuerzo, la merienda y la cena para otres que pueden pagar por un plato de comida.

Según la Encuesta Hogares de la Ciudad, el 7,35% de la población de este distrito vive en villas o asentamientos. Dentro de ese porcentaje, el 35% trabajan como obreros de la construcción y el 15% de las mujeres trabajan en servicios de limpieza. La encuesta arroja que trabajadores y trabajadoras que viven en las villas perciben un salario que equivale, en promedio, a un tercio de lo que ganan quienes viven en otros barrios de la Ciudad.

Esta radiografía es la que falta por estos días en los que la crisis sanitaria ocupa todos los titulares.

¿Por qué, desde antes de que esta pandemia se desatara, esos y esas trabajadoras tenían que vivir con la soga al cuello? Los ingresos de miseria, el pago a destajo y las horas extras infinitas forman parte de la cotidianidad de los miles que sostienen con su trabajo la apariencia de una ciudad moderna, con ínfulas europeas. Pero en ninguna de las ciudades que se le asemejan a la Ciudad de Buenos Aires en términos de producto per cápita hay filas de cuadras y cuadras para recibir un plato de comida. Tampoco hay barrios que hayan estado quince días sin acceso a agua potable. Ni familias enteras viviendo en la calle.

Sin previo aviso

G. me pide que no figure su nombre porque sabe que las represalias son fuertes y no hay margen para jugarse la promesa de volver a ser contratada “cuando todo esto pase”. Eso le dijeron los de la empresa de limpieza para la que trabajó durante el último año y medio. De lunes a viernes, G. viajaba desde el barrio San Martín de la 31 hasta San Telmo para limpiar en un jardín de infantes de una dependencia estatal. A ella y a sus trece compañeras las echaron en marzo, cuando todavía no se había declarado el aislamiento obligatorio pero las instituciones educativas ya habían suspendido las clases.

Consiguió que le depositaran el sueldo de tres meses que, estima, le alcanzará hasta fines de mayo. Vive sola con dos hijas, igual que L. Ella también tiene miedo de contar que la empresa para la que trabaja, dedicada al mantenimiento de espacios verdes en el barrio, le avisó que iban a reducirle un 30% del sueldo en plena pandemia. “Van a cobrar un bono del gobierno de $7.000” y así fue. Me cuenta que es la misma empresa que despidió a todxs lxs que estaban trabajando en la construcción de las nuevas viviendas.

A L. le toca trabajar tres veces por semana, ya no en el mantenimiento de espacios verdes sino en la recolección de residuos y en otras tareas de emergencia como llevar agua a la casa de vecinxs que estuvieron sin servicio durante todos estos días. En marzo hizo horas extras, trabajó de siete de la mañana a seis de la tarde y también los fines de semana y así logró un ingreso de $32.000, de los cuales $6.000 son asignaciones familiares. Un tercio ($8.000) se le va en el alquiler de las dos piezas en las que vive junto a sus dos hijes. En abril, tuvo que gastar $4.000 en cargas para el celular, porque no tiene wifi y es la única manera que tiene de descargar la tarea que les mandan desde la escuela. Aun así, hasta el mes pasado conseguía separar unos pesos para su hermana mayor, la que la crió y cuido siempre a ella y ahora no puede trabajar por una discapacidad.

L. fue además una de las primeras en tener contacto estrecho con el primer caso positivo en el barrio. Dos veces por semana sirve la comida en un comedor y cuenta que fue gracias a la rapidez con la que actuaron entre las compañeras que evitaron más contagios. Su relato deja en claro que no hay excusa posible por parte del Gobierno de la Ciudad para no haber tenido un protocolo de acción adaptado a las condiciones del barrio. Al principio sólo testearon a lxs contactxs estrechxs que presentaban síntomas. Cuando su hija los tuvo, las llevaron junto a otras veinte personas en un micro escolar al Hospital Fernández. Diez de ellas dieron positivo. Esperó durante horas en la puerta del hospital sus resultados hasta que la derivaron al Muñiz. Querían internarla por prevención y que deje sola a su hija menor de edad. Logró que le asignaran una habitación por un par de horas, mientras esperaban el resultado que finalmente fue negativo. El mismo periplo y destrato relatan unos días después las compañeras de la Red de Mujeres y disidencias organizadas de la Villa 21-24 y Zavaleta.

Ni a G. ni a L. les sirvió tener un trabajo formal para escapar de la precariedad y la incertidumbre de no saber si llegan a fin de mes. La cadena de tercerización y de servicios privatizados desdibuja la responsabilidad de sus verdaderos empleadores.

Testear o no testear ¿esa es la cuestión?

“Necesito un certificado que diga que no tengo el Coronavirus”, le explicaba Oscar a un empleado del Gobierno de la Ciudad que tocó el timbre de su casa para consultar si tenía síntomas. Oscar no los tenía ni había estado en contacto con nadie contagiado, pero quería testearse para poder mostrarle a su empleador. “Sabe que vivo en la 31 y no quiere que vaya. Yo necesito trabajar”. Para muchxs, el ingreso familiar de emergencia apenas alcanzó para pagar el alquiler de la pieza.

J. es una de las miles de mujeres que trabajan en un comedor y cobra un salario social complementario que ahora no complementa ningún otro ingreso. Es apenas un pago por las horas que dedica a cocinar y servir las tres comidas a les vecines de su barrio, el San Martín, una de las zonas más golpeadas, donde la gran mayoría vivía de changas o de la recolección de residuos. Antes trabaja en San Telmo y en Once, por $150 la hora, limpiando o cocinando en casas y negocios de la zona. A su esposo lo despidieron, como a G., una semana antes de que empiece el aislamiento. Trabajaba hacia seis meses para una constructora que estaba haciendo una obra en el barrio privado de Nordelta. Sus tres hijas asistían a un colegio parroquial dentro del barrio por el que pagaban $600 la cuota. Desde que empezó el aislamiento, J. dice que la llaman insistentemente para cobrar lo que, por supuesto, para ella es impagable. Del banco Santander no la contactaron, pero sabe que se están acumulando las cuotas de un crédito que antes se descontaba del sueldo de su esposo. “Hay noches en las que ninguno puede dormir”.

Por todos ellos, por todas ellas, por todes elles gritaba Ramona.

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