Irse rápido, lejos y volver lento eran las recomendaciones para la población azotada por la peste bubónica en el Londres de 1665. La ciudad iba quedando vacía y en los alrededores de la capital británica, en donde tenía su sede la más importante universidad inglesa de la época, Cambridge, las autoridades habían decidido el cierre temporario de sus actividades. Los profesores y estudiantes se vieron obligados a desplazarse a lugares más seguros, uno de ellos, Isaac Newton, quien recién había recibido su Bachelor of Arts, daría de qué hablar –y mucho- en el futuro.
Nacido en la Navidad de 1642 en Woolsthorpe, Lincolnshire, en un hogar de pequeños propietarios rurales había dejado su pueblo natal para probar suerte en el Trinity College de Cambridge, a donde arribó en junio de 1661. Para sostenerse económicamente allí revistaba como un sizar, realizando tareas de servidumbre hacia otros estudiantes de mayores ingresos.
Alumno de costumbres extrañas (podía quedarse varios días sin probar bocado ni dormir enfrascado en el estudio de algún tema) ya para 1664 había leído la "Geometría" de Descartes y la "Clavis Mathematicae" de William Oughtred, dos de los textos más reconocidos y novedosos en ese momento.
A principios del año 1665 había profundizado sus estudios con la lectura de las obras de calificados matemáticos, entre ellos Van Schooten, Viète y Wallis, y había encontrado la solución al llamado ‘problema de las tangentes’ (el proceso de diferenciación de una curva, parte esencial del Análisis Matemático) siguiendo la huella de los trabajos pioneros de Descartes, Gregory y de Sluse. También para esta misma época pudo estudiar el problema de hallar la cuadratura de una curva (cuestión conocida ahora como integración) y llegar comprender que diferenciar e integrar son procesos inversos uno del otro.
En lo que hace al estudio del movimiento de los cuerpos Newton consideraba que la propiedad de inercia de una partícula (o sea el mantenimiento de su estado, sea en reposo o con velocidad constante, a menos que un agente externo actúe sobre él) era lineal. Con esto en mente se dedicó a analizar el movimiento de un objeto en una trayectoria circular. Newton pensaba que algo debía mantener a un cuerpo en su desplazamiento circular ya que si así no fuere el cuerpo ‘escaparía por la tangente’ a la misma. Mediante el uso de experimentos mentales Newton concluyó que una fuerza denominada centrípeta (proporcional al cuadrado de la velocidad e inversa al radio de la circunferencia) era la causa que mantenía a un cuerpo en un movimiento circular.
En estas cavilaciones se encontraba Newton cuando llegó la peste. En el ambiente de la época se esperaba una gran calamidad de un momento a otro. La voz de aquellos que alertaban del próximo fin del mundo era algo bastante común en aquellos días. La peste ya se había enseñoreado en Milán (1629-1631) y en Sevilla (1647) dejando miles de muertos.
El proceso que llevaba a la muerte de los infectados era particularmente tenebroso y así lo relataba el clérigo Thomas Vincent: “Primero empieza con un dolor y vértigos en la cabeza, luego temblores en los miembros, después aparecen pústulas en debajo de los brazos y en las ingles y luego en otras partes del cuerpo… Llegado a este punto se puede afirmar que dentro de unas horas caerá al polvo”.
En el momento de mayor virulencia de la enfermedad fallecía un promedio de ocho mil personas por semana. Samuel Pepys, editor de periódicos y futuro secretario del Almirantazgo británico sentenciaba que “La gente se está muriendo y ahora parece que tienen que cargar los muertos al lugar donde los entierran también durante el día, pues no alcanzan las noches. Hace 3 o 4 días vi un cadáver en un ataúd en la calle sin enterrar... la peste nos está volviendo crueles”.
Lejos de este desolador paisaje londinense, Newton pudo continuar con sus investigaciones. Según cuenta una muy popular historia (difundida por el mismo Newton más de cincuenta años después) ingresó en una profunda meditación luego de observar la caída de una manzana en el patio de su casa en Woolsthorpe. Esta súbita iluminación intelectual, una auténtica epifanía newtoniana, fortaleció el mito de un genio creador capaz de poder explicar el movimiento de la luna y del papel que cumplía allí la gravedad.
Faltaban todavía veinte años para la publicación de su "Principios Matemáticos de la Filosofía Natural" (1687), quizá la obra científica más influyente de la historia, y casi cuarenta para la edición de su "Óptica" (1703). El conjunto de su producción en Matemáticas y Física, tanto la publicada como la repartida en cuadernos escolares y apuntes, hicieron que Newton fuera presentado en los años posteriores a su muerte (1727) como la referencia principal de lo que es una persona entregada en alma y vida al desarrollo de la ciencia.
Sin embargo, esto no es así. Por ejemplo, en su nutrida biblioteca las obras que se pudieran clasificar como textos científicos son claramente una minoría, un 30 por ciento en total. El resto de las obras agrupan textos clásicos griegos y romanos, filosofía, derecho, literatura general y también libros de teología, estos últimos en un sorprendente 28 por ciento.
Esta pluralidad de intereses da cuenta de una personalidad mucho más compleja, alejada por cierto de cualquier estereotipo. Por esas cosas del destino quien más contribuyó en su momento para derribar años de relatos maniqueos sobre Newton fue el economista inglés John Maynard Keynes. La causa de esto no fue un análisis sobre el papel cumplido por Newton en la Casa de la Moneda de Inglaterra, primero como Director (1696) y luego como Gobernador de la misma (1699). La cuestión viene por otro lado.
En 1936, el año de publicación de su opus magnum "Teoría General del empleo, el interés y la moneda", Keynes participó de una particular subasta en Sotheby’s, la reconocida casa de subastas londinense. Keynes pudo adquirir allí una profusa colección de obras religiosas y alquímicas que fueron estudiadas por él con gran dedicación y cuidado.
En 1942 Keynes publicó un opúsculo, "Newton el hombre", en el que da cuenta de su impresión acerca de la real personalidad de Newton. Dice Keynes: “¿Por qué lo considero un brujo? Porque consideraba todo el universo y todo lo que hay en él ‘como un acertijo’, como un secreto que podía ser revelado aplicando el pensamiento puro a ciertas evidencias, a ciertas claves místicas que Dios había puesto en el mundo para permitir que una hermandad esotérica se dedicara a una suerte de cacería de tesoros entre filósofos…Consideraba al universo como un criptograma puesto por el Omnipotente. Creía que el acertijo se le revelaría al iniciado por medio del pensamiento puro, de la concentración mental. Él descifró el acertijo de los cielos”.
La sed de saberes de Newton no se agotaba aquí. A partir de la lectura de los textos del Apocalipsis bíblico Newton se dedicó con idéntica intensidad y concentración que la aplicada a sus investigaciones científicas a hurgar en los secretos celosamente guardados de la tradición cristiana o en poder hallar las fuentes de la transmutación de los metales o el elixir de la vida.
Tenía razón el historiador británico Hugh Kearney al llamar a Newton ‘el gran anfibio’. En Newton conviven más que en nadie las tres tradiciones que dieron origen a la ciencia moderna: la organicista, la mágica y la mecanicista. No olvidarse de esto es un buen paso para poder entender en toda su complejidad los orígenes de la Revolución Científica newtoniana.
* Facultad de Ingeniería, Universidad Nacional del Comahue.