“En una noche de mayo, hace siete años, Rafael estaba en el lugar incorrecto en el momento incorrecto. Después de eso, su vida cambió para siempre”. La sinopsis del mediometraje del brasileño Affonso Uchoa en el sitio de Un puma –la compañía argentina coproductora del film– deja en suspenso los hechos que marcaron a Rafael, su protagonista excluyente, y que a su vez dieron origen al proyecto cinematográfico. En la pantalla, un joven camina por una avenida de la ciudad de Contagem alejada del centro urbano. En breve se encontrará con algunos de sus amigos, quienes se disfrazarán de policías –con uniformes, palos y pistolas– para representar una típica situación de detención y violencia policial con él como víctima. Una reconstrucción de hechos reales con algo de teatral y otro poco de juego. Estrenada el año pasado en el festival especializado Visions du réel, la película de Uchoa –responsable del documental A Vizinhança do Tigre y codirector junto a João Dumans de la estupenda Arábia– recorrió una gran cantidad de certámenes internacionales, incluida la última edición del Festival de Mar del Plata, donde participó de la competencia Estados Alterados. A partir de este jueves Siete años en mayo puede verse bajo el sistema de alquiler en el siguiente link: www.vimeo.com/ondemand/sieteanosenmayo
“La duración de la película es la que fueron dictando las imágenes y el montaje”, afirma Uchoa en comunicación exclusiva con Página/12 desde su hogar en Belo Horizonte, respecto a su cualidad de mediometraje de 42 minutos. “Había algo misterioso, que es la duración del relato que está en el corazón de la película, y eso fue lo que nos decidió a dejar de lado la idea de un cortometraje. Es cierto que el formato medio es un poco complicado, de poca apertura, en términos de circulación comercial o de festivales, pero nosotros –junto con el montajista João Dumans y los productores– pensamos que debía tener esa duración, guiados por el respeto a lo que la propia película nos decía durante el proceso”. Luego del simulacro de abuso policial, Siete años en mayo corta a un plano medio de Rafael, sentado frente a una fogata, en lo que parece un descampado. Lo que sigue es una extensa descripción en primera persona de lo que ocurrió aquella noche, un relato oral a la manera tradicional, un soliloquio que sólo se revelará como diálogo sobre el final, cuando la cámara descubra a un interlocutor hasta ese momento oculto para el espectador. Sobre el final, una tercera y última parte registrará otro juego, esta vez literal, con un grupo de jóvenes participando del “Vivo o muerto” y un oficial de policía haciendo las veces de guía, juez y ejecutor.
Simulacro, relato oral, juego. La idea de representación es el eje formal más fuerte en Siete años en mayo. ¿Por qué no encarar, simplemente, un registro documental? Para Uchoa, “esa división entre partes es una muy buena representación del propio proceso de realización de la película, porque el camino que llevó a ella fue, en esencia, el de encontrar una manera de poner en pantalla un acontecimiento trágico. ¿Cómo representar algo tan violento, irrepresentable? ¿Cómo construir imágenes que no sean un chantaje o un shock para la audiencia? Eso siempre estuvo presente y, además, sabíamos que en el centro de la película iba a estar ese largo relato que se transforma en diálogo. Comenzamos con el grado cero del documental –el reportaje, la entrevista o testimonio– y a mitad del recorrido cambiamos el camino y nos desviamos hacia la ficción. Creo que la película, más allá de su tema, es un ensayo sobre el lenguaje, sobre cómo poner en imágenes un acontecimiento de esas características tan violentas. Creo que la verdad de la película está en ese camino”.
Por el lado de las definiciones y filiaciones, Affonso Uchoa reconoce los nombres de la dupla Straub-Huillet y Jean Rouch, aunque admite que la discusión en el área intelectual muchas veces oculta otras cosas más importantes. “Otro director esencial para mí es Aloysio Raulino, alguien que les dio voz a aquellos que no la tenían a partir de una serie de cortometrajes realizados entre los años 60 y 80. Pequeños retratos de gente común con una gran energía entre quien filma y es filmado, una consciencia muy clara sobre el poder del cine. Pero no quisiera que esa discusión se sobreponga a otras, como la vida, la política, mi relación con Rafael y con el barrio. Hay otras cosas que no pasan por la cinefilia. Aunque para mí todo eso siempre camina junto”. El realizador reconoce también contraposiciones, veredas opuestas. ¿Qué no hacer, nunca? Casi como en una declaración de principios, el director afirma que no participa de la idea de que “una película que hable sobre la violencia social de Brasil –en particular la del Estado sobre la gente pobre– abrace las formas del cine de espectáculo, como podrían ser las películas de Fernando Meirelles o José Padilha. Ciudad de Dios y Tropa de elite. Una representación de la violencia ligada al espectáculo, como si fuera una publicidad.”
Rodada durante los últimos meses de la era pre Bolsonaro, Uchoa considera que su película parte de una percepción política sobre ciertas constantes del “espíritu de Brasil, que Bolsonaro representa a la perfección, pero que han estado entre nosotros desde hace mucho tiempo. Bolsonaro es algo inédito, algo realmente asombroso. Pero, al mismo tiempo, él condensa las malas características de la sociedad brasileña, cosas que nunca hemos resuelto. Líneas negativas que marcan a nuestra sociedad, como la relación con la dictadura militar, que nunca fue revisada como en el caso de los argentinos. Bolsonaro tiene formación militar y encarna cierta nostalgia por esos tiempos, haciendo una defensa muy clara al respecto. Es la continuidad de una mentalidad autoritaria que se ve reflejada en la brutalidad policial”. Las órdenes en la pantalla sobre el final de Siete años en mayo las dicta, precisamente, un representante de las fuerzas de seguridad. “Vivo, muerto, vivo, vivo, muerto”, grita mientras los jóvenes se paran u agachan intentando no cometer errores. Una metáfora abierta que cierra el film, pero no clausura sus resonancias. “En general, rechazo la idea de simple registro, aunque a veces es necesario hacerlo porque resulta urgente y el cine está obligado a ir por ese lado. Pero en casos como el Siete años en mayo no creo que eso hubiera sido algo bueno: no quería simplemente solicitarle al espectador que escuchara y se emocionara. Esa no es la respuesta más satisfactoria. Creo que la emoción puede ser importante, pero nunca más que la reflexión”.