Una noche de 1982 Al Pacino andaba caminando junto a unos amigotes por el Sunset Strip de Los Ángeles cuando, de repente, se topó con una marquesina que lo encandiló: un pequeño cine de West Hollywood anunciaba la proyección de una película de la década del ’30 que, decían, había sido de las favoritas de Bertolt Brecht. Se llamaba Scarface.
Ambientada en la violenta Chicago de los gángsters y la Ley Seca, la obra narraba el ascenso y caída a fuerza de sangre y metralla del inmigrante italiano Tony Camonte, personaje inspirado en Al Capone y protagonizado por Paul Muni. Al igual que Capone y Muni, Pacino también se había criado en un barrio de extranjeros de Nueva York y tenía ascendencia europea (sus abuelos eran italianos, por eso su nombre de pila: Alfredo).
La cuestión es que ni bien salió del cine, Al Pacino buscó un teléfono y llamó a su productor cinematográfico Martin Bregman para convencerlo de protagonizar una remake de ese filme dirigido por Howard Hawks y producido por Howard Hughes en base a una novela de 1929. ¿Tenía sentido volver a hablar de lo mismo medio siglo más tarde? Poco después, el director Sidney Lumet (Serpico, Tarde de perros) les propuso una alternativa: sacar a este nuevo Scarface de aquella Chicago extemporánea y reubicarlo en otro lugar de Estados Unidos que siguiera mostrando a los inmigrantes como una amenaza a la paz social yanqui.
Ronald Reagan le había ganado a Jimmy Carter en un giro del electorado estadounidense hacia la derecha mientras el país atravesaba la peor recesión desde la posguerra. En ese contexto, Miami irrumpía como el escenario ideal para que el cine sublimara los imaginarios conservadores y xenófobos de la sociedad gracias a las decenas de miles de cubanos que habían llegado en barcazas al Cayo Hueso (rasgo que luego profundizó la serie televisiva Miami Vice hasta su último capítulo, en enero de 1990).
Así las cosas, Alfredo James Pacino, que ya había sido el capomafia Michael Corleone, el ladrón de banco Sonny Wortzik, el policía Franck Serpico y el abogado Arthur Kirkland, terminaría encontrando en esta nueva deriva de Scarface al personaje más emblemático de toda su carrera: el narcotraficante cubano Tony Montana.
Sin embargo hubo una discusión aún más profunda antes de darle a la película su formato definitivo: Sidney Lumet quería ir a fondo con una trama testimonial que denunciara la doble moral yanqui en su supuesta lucha contra el narcotráfico, pero Bregman prefería producir un thriller con mucha bala antes que alentar un debate socio-político en pleno reaganismo. Finalmente Lumet abandonó el proyecto y fue reemplazado por Brian de Palma, quien tomó el guion que Oliver Stone escribió en París y convirtió al nuevo Scarface en un festival del desquicio: a lo largo de casi tres horas abundan galones de sangre, millones de dólares, toneladas de cocaína, puteadas casi sin solución de continuidad (la palabra “fuck” y derivados se repite unas 220 veces) y amores y traiciones iguales de desmesuradas. Todo tan exagerado como los colores chillones de las ropas, las casas y los autos, o la hiperquinética banda sonora a cargo del italiano Giorgio Moroder, quien en simultáneo estaba liderando su propia revolución en la música techno a base de sintetizadores y cajas de ritmo.
Todo eso fue mucho, y mucho fue suficiente para convertir al modelo ’83 de Scarface en un filme de culto, aunque ese regodeo empalagoso por el barroquismo de recursos dejó en segundo plano al único hecho verídico en el que se basó la película: el Éxodo del Mariel. Durante los primeros tres minutos se suceden imágenes reales de los barcos que entre abril y octubre de 1980 trasladaron a unos 120 mil cubanos desde el puerto del Mariel (50 kilómetros al oeste de La Habana) hasta Cayo Hueso, al extremo sur de Florida.
La administración Carter había propuesto recibir a los exiliados en condición de refugiados políticos (“con nuestras manos y corazones abiertos”, dijo en un discurso de mayo de 1980), aunque muchos de ellos fueron hacinados en acampes improvisados debajo de la autopista I-95 a la espera del permiso de ingreso. Scarface recreó esa especie de cárcel entre alambrados y tolderías pero en la I-10 de Santa Mónica (a casi 3000 kilómetros de distancia de la original) y le agregó aros de basquet y música cubana de fondo, una escena más parecida a un viaje de mochileros que a un confinamiento de parias sin visado.
Como sea, Scarface no se centró en el dramatismo del exilio, sino en una narrativa a la que Estados Unidos echa mano ya sea en la producción cinematográfica como en su construcción política: el elemento migratorio como un peligro criminal. Tony Montana era un marielito y la película ayudó a construir en el imaginario social la figura del cubano como un maleante indigno.
Hace unos días, Universal Pictures anunció su idea de producir otra remake de Scarface, solo que esta vez no estará centrada en la Chicago del 1920, ni en la Miami del 1980, sino en Los Ángeles de este tiempo. ¿De qué país provendrá el Caracortada de este nuevo milenio que seguirá fungiendo de chivo expiatorio en otro contexto de crisis estadounidense? Ojalá sea alguno que actualice aquello que Tony Montana gritó en la escena del restaurant, preludio desbordante de su inevitable caída: “¡Ustedes son una manada de malditos idiotas! Necesitan personas como yo para apuntar con sus malditos dedos y decir: ‘Ese es el malo’. ¿Y? ¿Qué son ustedes? ¿Buenos? Solo saben esconderse. O mentir. Pero yo no tengo ese problema: siempre digo la verdad. Aun cuando miento”.