“La gente es feliz. Tiene lo que desea y nunca desea lo que no puede obtener. Está a gusto, nunca está enferma. No teme a la muerte; ignora la pasión y la vejez, y no hay padres ni madres que estorben, no hay esposas ni hijos, ni amores demasiado fuertes”. Aldous Huxley publicó Un mundo feliz en l932. Frecuentaba el Grupo de Bloomsbury, que integraban Virginia Woolf y D. H Laurence. Huxley siempre fue abstemio, al contrario que sus contemporáneos, pero fue el primero en experimentar con LSD.
Curioso trío. Virginia Woolf cargaba con una lucidez que la enloquecía: veía claramente cómo estaba asfixiada y privada de intimidad por ser una mujer. Veía más allá de la normalidad de su época, en la que todavía no existían muchas voces que hablaran sobre la incomodidad de la subordinación. D. H. Laurence trabajó en varias de sus novelas una fusión también extemporánea, la del amor estable y apasionado, vivido por personajes de espíritu libre que sabían pagar sus costos. Su intriga era el amor estable y apasionado, cuando su época le había dejado a la estabilidad emocional el interés y la fachada, y a la pasión un lugar clandestino. Huxley, por su parte, divisó en el horizonte, con los indicios de su presente, un mundo al que le habían extraído, como una muela de juicio, toda su humanidad. Y ésa, la de su libro, era la manera en la que se lograba la felicidad concebida como un encefalograma plano. La felicidad de la anestesia. Lo suyo fue una magnífica ironía.
Un mundo feliz, junto con l984, de George Orwell y Fahrenhait 451, de Ray Bradbury, son las novelas distópicas icónicas del siglo XX. Después hubo muchas más, y la más reciente fue la Historia de la criada, de Margaret Atwood, ya leída en clave feminista global. En todas ellas, lo que se exhibe son mundos estructurados sobre un autoritarismo que simula ser afecto. No hay afecto y entonces lo que se supone afecto es metálico, es cínico. Hay buenos modales, no son historias de crueldad física sino psíquica: las narrativas distópicas muestran diversos grados de degeneración de valores, y formas, sobre todo, de pensarse a sí mismo como carente de cualquier tipo de poder. El poder en estos relatos es el que se ha acumulado tanto, que ya no necesita forzar: pasa lista, sugiere, avisa. No hay resistencia, de modo que para qué gritar.
Ahora la distopía se cayó sobre nuestras cabezas. Intentamos entender un mundo que cada día nos muestra gente extremadamente alienada. El cacerolazo de Madrid con franquistas y libertarios y neonazis y gente acomodada los mostró gritando “¡Libertad!”. Obviamente nadie está haciendo lo que quiere sino lo que debe para no contagiarse ni contagiar a sus seres queridos ni a nadie. Las zonas rojas son los de todas las bases del mundo, pero nadie está a salvo. Eso se materializó esta semana en la CABA, y la indiferencia, lo impenetrable del motor que pone a algunos a intentar llamar autoritarismo a exactamente eso que nos salva la vida, es asombroso. Delictivo. Hay gente muy desequilibrada, pero hay miles de usinas trabajando para lo esté.
Nunca terminamos de dimensionar el cambio, el tajo que se produjo en nuestras subjetividades cuando los medios de comunicación abandonaron todos los protocolos y empezaron a actuar como fábricas de desequilibrio. El otro día no sé cómo me encontré en un muro en el que todas las mujeres que posteaban insultaban de un modo increíble a la intendenta de Quilmes, Mayra Mendoza, porque según decían había decidido volver a la tracción a sangre. Las defensoras de animales estaban enardecidas. Después vi un video de la intendenta diciendo que era un fake, una noticia falsa, una operación. Vivimos así. Hace años, muchos años que vivimos así. Desmintiendo. Aclarando. Creyendo algo que no sucedió. No es una batalla de dos bandos. Es uno, el que tiene los medios, el que ataca con mentiras. Y hay millones de personas que experimentan indignación, odio, recelo, desconfianza, ira y bajos instintos por cosas que son mentira. Eso era ya un desvío de la realidad.
Ya antes de la pandemia nuestro mundo era distópico. La distorsión de la realidad ha llevado a que Trump se automedique y a que Bolsonaro esté cometiendo el crimen de lesa humanidad de un volumen todavía impredecible. Esta distopía es de una dimensión notable, pero no empezó con el virus. Empezó mucho antes. Es una cadena de procesos que se fueron sembrando para otros fines los que ahora son carne fresca para la fandemia, el mundo paralelo de mentiras que quiere llevarnos al abismo. No puede haber tantos suicidas ni se trata de activistas solamente: nuestro mundo, vejado en su derecho a la información, es pródigo en personas receptivas a los fanáticos y a los canallas. Los fanáticos son patrullas perdidas de otras guerras: en ésta, los que tienen la sartén por el mango no son fanáticos sino canallas que se obstinan en sus ganancias, que preservan sus fortunas, que no se han dado cuenta todavía que la inercia global tarde o temprano los despertará de un cachetazo. Ningún país volverá al punto de partida.