Un tiempo se confirma y otro se acelera, pero los dos confluyen hacia etapas de grandes definiciones.
El tiempo confirmado es la extensión del aislamiento social preventivo en el ámbito metropolitano de Buenos Aires, con una rigidez de controles que --por ahora-- reemplaza el retroceso formal a fases más duras. La capital chaqueña también corrige y el resto son muchas cuarentenas, contra la prédica extendida de los medios que hablan de una sola.
Más allá de los muy buenos resultados comparativos que viene dando la estrategia sanitaria del Gobierno, los últimos datos y unos cuantos cruces sobre el mejor modo de prevenir contagios (entre autoridades bonaerenses y porteñas, nada menos) revelan que se está lejos de despejar todas las dudas.
En cambio, las muertes de Ramona Medina y Víctor Giracoy, referentes de la villa 31, no dejen lugar a interrogante alguno.
Desde ese epicentro ferozmente vulnerable de Retiro hubo alertas y desesperados pedidos de socorro, exigiendo una asistencia elemental que incluía la provisión de agua. Ninguno de esos reclamos pudo atravesar en forma generalizada la barrera mediática que protege al gobierno de la Ciudad, hasta que el oprobio fue inocultable.
Sin embargo, también es cierto que la (des)vergüenza a raíz de lo faltante desde un primer momento, en las zonas más desprotegidas de Buenos Aires y por responsabilidad exclusiva del gerenciamiento porteño (lo reconoció Diego Santilli), no cambia al panorama genérico.
Ese escenario consiste en que Casa Rosada va a prueba de ensayo y error, al igual que sucede en prácticamente todo el mundo, aunque con solidez conductiva y efectos envidiados.
En Argentina no hay una dirigencia política tirándose muertos por la cabeza, como sucede en España.
Tampoco rigen entre nosotros consecuencias espantosas, del tipo de las que sufren Brasil, Chile o el mismísimo Estados Unidos.
No hay aquí personajes presidenciales entrados en delirios absolutistas. No hay modelos de capitalismo eficiente que eran ejemplo latinoamericano contra el populismo, para transformarse en horribles de la noche a la mañana. No hay fantasías siempre redundantes en que, al fin, toda la culpa es de los chinos.
Ya podría ser hora de reivindicar, siquiera en parte, a esa denostadísima “clase política” argentina que, caceroludos mediante como expresión del antiperonismo racista, es el caballito de batalla en jefe para desviar atención sobre la angurria de los grandes grupos empresarios.
Son esas corporaciones de tamaño descomunal que, con sus voceros mediáticos expuestos en contradicción como pocas veces o ninguna, claman contra la pata opresora del fisco y ahora le lloran al Estado, con éxito, para que les pague el sueldo de sus empleados.
Muchas pymes de todo sector continúan penando por entrar en el Programa de Asistencia en Emergencia para el Trabajo y la Producción (ATP) y padecen las trabas burocráticas que Clarín, Techint, Ledesma, para no abundar, sortean con facilidad.
Estábamos en que respecto de la pandemia hay una responsabilidad dirigencial estimable. De vuelta: generalizadamente expresado. No con detención en las pullas con que se regodea la indignación constante de los panelistas televisivos.
En cuanto a la aceleración de tiempos, el Gobierno confirmó que modificará su oferta para reestructurar la deuda escalofriante dejada por los cuadros macristas gracias al mejor equipo de los últimos cincuenta años.
Pero no es el Gobierno quien da marcha atrás. Son los bonistas en cabeza de los acreedores más agresivos nucleados en Blackrock, que es el mayor grupo inversor del mundo con un tamaño que casi emparda al PBI de Alemania y Francia juntos.
Para ¿enorme sorpresa? de los gurús locales, Blackrock aceptó que Argentina le rebaje el monto de sus intereses y, aunque todo sea susceptible de desbarrancar, Martín Guzmán y su dureza podrían concluir casi como los héroes de la película.
Primero hablamos del gobierno de coalición encabezado por Alberto Fernández, claro.
Eso es Cristina, quien hace un año notificó la impresionante jugada política capaz de modificar el tablero sustancialmente. Ella y los sindicatos, los gobernadores, los intendentes del conurbano, los movimientos sociales.
La derecha se refiere a eso como la articulación de todas las “tribus peronistas” y cabría concederle que no está descriptivamente mal.
Pero, ¿acaso la derecha no es una maestra eximia en engarzar sus intereses a través de oligopolios concentrados, medios de comunicación y sectores del Poder Judicial?
Ocurre que la oposición no encuentra, por ahora, más remedio que divagar entre los gritos mediáticos de sus indignados; el patetismo de los ¿radicales, todavía se llaman?; la desaparición de Macri y su no reemplazo por alguna figurita que siquiera trabe la primera con un ancho falso. Etcétera.
Vista así, la escena macro haría pensar en un horizonte favorable para las fuerzas progresistas.
El tiempo confirmado, en lo pandémico, tiene sus cuitas. Hay esa confiable firmeza de mando, aunque las preguntas sean mucho más potentes que las respuestas. No se sabe si no queda otra que esperar la vacuna o el tratamiento, si habrá que acostumbrarse definitivamente a convivir con el virus, si en efecto la mayoría de la población se infectará en algún momento. No se sabe o semeja no saberse.
La aceptación de Alberto alcanza una popularidad sólo equiparable a la de Alfonsín en los comienzos de la transición democrática, o a la de Kirchner tras la salida del infierno de 2001/02.
Y el tiempo acelerado, el del arreglo por la deuda, parece encaminarse hacia cumplir que primero estará lo que el país pueda o quiera pagar para, recién después, ofrecer su programa de reconstrucción.
Ninguno de ambos tiempos modifica que se está y estará frente a una realidad económica devastadora.
Cualesquiera fueren la “dialéctica” pandémica y los plazos/formas/intereses “beneficiosos” del pago de la deuda, habrá una pobreza estructural y agregada en derredor del 45 por ciento de la población, una cifra estremecedora de puestos de trabajo perdidos (formales e informales), una inflación que continúa mostrándose indomable.
No se trata de que la cuarentena pueda ser exitosa por tiempo indefinido, ni de que el eventual acuerdo con los bonistas sustituya la necesidad de un plan económico capaz de proyectar no ya desarrollo. Sí, con suerte y viento a favor, un proceso recuperador con inclusión social.
Como siempre, es más o menos fácil de explicar y tremendo para resolver no en los papeles, sino en la práctica.
Lo más cercano que aparece en la lógica de correlación de fuerzas es un pacto económico-social, con forma de Consejo integral entre empresarios y trabajadores y al que, de hecho, el Presidente supo decir que convocaría ya antes del coronavirus. No sucedió.
En lugar de eso, por ahora rige que el Estado emite moneda para asistencializar tanto a los sectores más desprotegidos como a las enormes empresas que lagrimean contra el volumen impositivo; que las paritarias entraron en delay; que hay rebajas salariales de hecho; que la especulación con el dólar vive y colea, y que se sabe de sobra quiénes la promueven.
También pasa que el impuesto a los poquísimos miles de patrimonios monumentales tiene impulso del Ejecutivo para su tratamiento parlamentario, lo cual no es nada menor como acción ejemplar si sólo se piensa por un segundo quiénes gobernaban hasta hace cinco meses (sí, creámoslo: apenas cinco meses).
Y no es lo único que pasa. Hay mucho más que demuestra vocación oficial para socorrer a los más débiles.
Pero en alguna instancia de más temprano que tarde no bastará con auxilios.
Y lo que vaya a ser, será con el Estado a la cabeza.
La historia ya se cansó de enseñar que de la gran burguesía argentina no puede esperarse nada, si es para el bien de las mayorías.