La luz del cilindro desinfectante es hermosa. Salgo a mirarlo todas las noches: está prohibido permanecer en el balcón del décimo piso --el único-- pero la mujer de guardia sabe que yo no me arrojaría al vacío. Ni yo ni ninguno de los que vivimos en el Edificio Mayor. La restricción es un anacronismo impuesto a la primera generación de inmunes aunque ellos no eran suicidas: intentaban huir, nada más. Nosotros sabemos que escapar es imposible. El Edificio Mayor es el más custodiado del Sector Sur y un intento de fuga es reprimido en segundos. La guardiana lo sabe y por eso me deja mirar la ciudad al aire libre. En general estoy sola pero a veces, muy pocas, vienen inmunes a acompañarme. Yo espero sólo a NJC. La primera vez que lo vi pensé que era una chica, una adolescente, hasta que habló. Es muy delgado porque ya cumplió con dos donaciones importantes. Tiene el pelo fino y a veces le tapa la cara cuando el viento se lo desordena. Una vez se sacó un mechón de la boca y se rió con una carcajada que yo nunca antes había escuchado, una explosión de alegría en el silencio del piso 10. Me reí y lloré por primera vez, sorprendida por el sabor salado de las lágrimas. NJC volvió tres días después al balcón y volvimos a observar el derrotero del cilindro desinfectante. Gira rápido y cambia de tamaño según si recorre calles estrechas o avenidas. Se adapta. La luz que emite, junto al desinfectante que rocía, mata al covid-42, que se mantiene durante horas en el aire. Azul de neón al principio, que obliga a cerrar los ojos: la luz atraviesa los edificios transparentes y la ciudad brilla como si estuviera hecha de estrellas. Después, en la segunda fase, el azul se oscurece y es como si pájaros negros descendieran para tocar los edificios y los autos que nunca paran de circular. Caminar fuera de los edificios está prohibido; también está prohibido visitarse, por eso todas las paredes son transparentes y la luz es tan hermosa cuando se vuelve violeta y se combina con las miles de pantallas y las personas iluminadas y la luna roja de la cosecha, así la llama mi médica, que es una sobreviviente del covid-40 y recuerda las historias de sus bisabuelos que vivieron el año 0 del covid-19. Ellos creían que iba a volver la normalidad, dice mi médica. No sabe a qué se referían con “normalidad”, nadie lo recuerda. Hay mitos sobre parques abiertos y sobre caras sin máscaras en la calle. A mi me dan risa. NJC dice que es cierto, que hace muchos años no se usaban máscaras fuera de las casas porque los virus no vivían en el aire. Pero NJC está débil y cuando los inmunes nos debilitamos, solemos soñar con paraísos perdidos.
Después de las luces azules del cilindro desinfectante llegan las luces rojas, las cazadoras. Se usan para atrapar rebeldes y sobre todo protestantes, aquellos que quieren liberarnos, los que creen que nuestro destino es injusto. Hacen reuniones secretas, se dice; diseñan trajes para burlar a las cazadoras. El covid-42 ataca los órganos vitales y la única solución, la única cura, son los transplantes; los inmunes somos los donantes. Los inmunes somos poquísimos y muy valiosos. Todo puede clonarse, claro, la comida y los animales y las personas, pero no pueden clonarnos a nosotros ni a nuestros órganos. Los investigadores no saben por qué y trabajan sin descanso y sin resultados. Los protestantes creen que se trata de intervención divina, de un milagro, y que es nuestro derecho vivir en el mundo: no tenemos por qué ser la reserva orgánica de la inmensa mayoría que se enferma. A veces hackean las redes; hace cinco años un grupo intentó ingresar al Edificio Cuatro. Ahora ya casi no hay protestantes activos. De todos modos, los rayos rojos recorren la ciudad cada noche: detectan los movimientos físicos no controlados. Las luces rojas son tan hermosas como el cilindro pero mucho más emocionantes. Se meten en rincones, iluminan sombras movedizas, se deslizan como gotas en una pared húmeda. A veces la ciudad parece arder y otras bailar.
Si encuentran a alguien deambulando, la persona es sospechosa de protestante. NJC me dijo una noche, en el balcón, que sencillamente es gente que rompe las reglas, que los protestantes ya fueron eliminados, que la caza es una excusa. ¿Por qué quieren salir?, le pregunté. No todos están conformes con una vida de encierro y transparencias y transplantes, me dijo. Tuvimos la suerte de ver, juntos, cómo las luces atrapaban a un cuerpo deambulante. NJC me tomó de la mano y miramos la extraña danza de la luz roja con el cuerpo. Lo encontró. Lo rodeó. El cuerpo se resistía, apenas. La luz roja lo levantó en el aire y, una vez que estuvo bien lejos de los edificios, incluso más arriba del balcón de nuestro piso 10, lo hizo estallar. Podrían matarlos de otra manera, sin esta lluvia de sangre y vísceras, me explicó NJC, pero sería menos espectacular. No sería una lección. Miramos cómo la sangre se mezclaba con la lluvia. En los edificios todas las luces estaban encendidas. Todos los ojos mirando el cuerpo, ahora apenas un resto humano, tan rojo como la luna. Esa noche NJC me hizo prometerle que, en nuestro próximo encuentro, iba a describirle en detalle por dónde se paseaba el cilindro, qué juego de luces hacía, si los rayos rojos encontraban a algún rebelde, si la luna seguía enorme y ensangrentada. Entendí que me lo pedía porque se acercaba su próxima donación y me alegré porque supe que iba a entregar sólo las córneas y aún nos quedaba tiempo. Todavía quedaban noches para nosotros en el balcón, respirando juntos el aire envenenado que no podía matarnos.