Se despertó y tocó con la lengua hinchada el filo del diente roto que la había cortado. Insistió en el gesto hasta que la herida se abrió y la saliva se hizo espesa y salada. Tragó y como esquirlas metálicas los dos fluidos juntos le atravesaron la garganta seca. Escuchó desde adentro el sonido del engranaje que había puesto a funcionar: la cara interior de las mejillas coordinaba el movimiento con el paladar y la glotis, con la base de la lengua y el tracto inferior de la garganta. Tragar era un acto intencional, sobre todo después de haber dormido el tiempo que dura la oscuridad de la noche en invierno.
Boca arriba sobre el colchón desnudo volvió a hundir el diente en el tajo que nunca dejaba que se cerrara. La sangre, más abundante, se deslizó esta vez hasta la tráquea sin dificultad. Se la representó cayendo desde esa altura al vacío, desarmándose en partículas, calmando con caricias minúsculas las quejas del vientre.
Como si estuviera de pie, como si su cuerpo pudiera desplegarse.
Los ojos abiertos en la oscuridad empezaron a ver alrededor. Se sentó y se calzó. Los hombros crujieron con el movimiento hacia atrás y hacia delante. El filo del diente hizo brotar un poco más de sangre que tuvo que recoger del labio inferior. ¿La sangre era un órgano, como la piel?
Eran enormes las lagunas de su memoria; esa inundación había sucedido imperceptible, una filtración constante de olvido como humedad, incapaz de arrasar pero persistente. Advertir ese proceso fue como caminar sobre un suelo de hojas podridas, mojándose los pies hasta que las plantas se volvieran rosadas, finitas, arrugadas. Ahora se aventuraba en esas mismas lagunas, se metía en ellas como antes en el mar, probando la temperatura.
Las incógnitas podían ser crueles como las olas, arrancarla del piso y revolcarla hasta dejarla sin arriba ni abajo. O pasaban como satélites a ritmo lento por la bóveda oscura del cielo nocturno, las observaba, las acompañaba, las dejaba seguir su rumbo sabiendo que volverían o llegarían otras dudas sin respuesta.
Mientras cumplía las acciones mecánicas de la rutina que se había inventado solían presentarse preguntas como tipeadas en un buscador. A veces las formulaba dentro de sus oídos la voz infantil de su hijo y entonces la boca se le llenaba de sal y el diente roto perforaba todavía más la lengua. Aun así, conservaba sus acertijos escolares, sus bromas, los desafíos, los “sabías qué” como si fueran gemas. No los había olvidado.
“¿Mami, sabías que las flores son órganos?”, decía y levantaba una de sus cejas negras para que entendiera que órganos era siempre órganos sexuales. El recuerdo terminaba ahí, eso era todo lo que no se había ahogado. Lo encapsuló y lo tragó como una pastilla. Se levantó, se aseguró la tijera y la cuchara que colgaban su cinturón. Estiró los brazos para desperezarse y apoyó una mano sobre la baranda de la escalera destruida. La vibración de otros pasos que iniciaban su mismo camino se expandió por su cuerpo. Empezó a trepar, no necesitaba ver. Sus músculos, sus articulaciones sabían: mano, pie, otro pie, otra mano esta vez más arriba. La luz empezó a filtrarse a la altura del séptimo piso, faltaban cuatro, el pozo ciego bajo sus pies ya no le daba vértigo. Una compañera se adelantó haciendo sonar los objetos que colgaban de su cinturón, se agitaban como caireles y un golpe de metal contra metal sonó como un trino. Salieron a la terraza con la misma lógica que habían trepado, adelantando manos y pies.
En el horizonte empezaba a dibujarse una línea roja. Los cuerpos en cuclillas sobre el borde de cemento de la terraza extendían los cuellos hacia la promesa del sol. Había quienes se rozaban las mejillas contagiándose calor, se encendían entre sí como unidos por una resistencia eléctrica. Tomó su lugar en esa coreografía encadenada y aspiró profundo la luz del amanecer. Abrió tanto el pecho que el esternón pareció desgarrarse. Los omóplatos se unieron por detrás hasta tocarse las crestas. Todas las espaldas copiaron el movimiento, los hombros se fueron encastrando unos con otros. Un rayo de sol la tocó entre las costillas y sintió cómo una emoción se expandía, se llenaba de su aire ¿Cuál sería su nombre?
Al principio del encierro imaginaba el momento en que esa experiencia se pudiera compartir como recuerdo. El desayuno, el ejercicio, el ocio, el sexo, todo era registrable y ella cumplía con la acumulación de momentos que pasaban al archivo antes incluso de que su cuerpo pudiera decodificarlos. Quedarían protegidos en la nube, la inteligencia artificial los devolvería en recuerdo. Le daría a elegir la música: dinámica, épica o alegre. También la duración, el título y la portada. Iba a ser su legado para cuando se abrieran las puertas. El apagón tecnológico se lo había llevado todo. De todos modos, las puertas seguían cerradas.
Bajó el mentón y apuntó los ojos hacia abajo. Con el día, las estrías de plástico que cortaban la vereda en pasillos empezaron a poblarse. Podía distinguir las mínimas diferencias entre unas y otros trabajadores esenciales que se desplazaban a distancia regular. Las cámaras hacían su ronda de 180 grados sostenidas por los postes de luz. Los árboles talados les permitían una visión perfecta. Los habían cortado después de que la última camada escapó saltando de copa en copa. Ella no lo había logrado.
Levantó la cara al sol y cerró los ojos. De entre los sonidos apagados que llegaban de la calle una palabra nítida le dolió en el oído como si hubiera estallado dentro la burbuja que la había traído: “Nada”. Quiso imaginarse braceando en el mar. No pudo. Alrededor, la manada empezó a desperdigarse. Abajo los movimientos seguían su ritmo marcial. Alojó esa voz humana en los bordes secos de su memoria. La rotuló con el calor de ese momento. De ese presente puro.