Está parada. Se le refleja la panza naranja en el charco marrón. Llegan dos más y también meten las patas. Otras tres o cuatro picotean algo alrededor, en el barro. La pionera se agacha, apoya la panza en el agua, sacude las alas. Varias veces. Las sacude con esa electricidad que tienen los movimientos de los pájaros cuando no vuelan. Vuelvo la vista hacia esto que estoy escribiendo y escucho algo que no sé bien qué es, como un rumor fuerte de hojas. Levanto los ojos y las veo volando con la precipitación que dispara una amenaza. Suenan a viento en los árboles. Cuatro o cinco ráfagas breves. Vienen los perros, entiendo enseguida pero después que ellas. Corren en línea recta y no reparan en las palomas que sí reparan en ellos, suben a las ramas, desparraman algunas gotas que sé pero no veo. Los perros corren como flechas hacia los vecinos que van a pasar caminando por nuestra calle de tierra medio minuto más tarde. Los vecinos reparan en los perros cuando los tienen encima. Les pego un grito y, no siempre sucede, me obedecen. No tengo que ir a buscarlos a la calle esta vez. Casi nunca pasa nadie. Desde que empezó la cuarentena, pocos autos y alguna bicicleta de los que van, me imagino, a comprar víveres al pueblo. Estos cuatro de hoy, los primeros que veo pasar por la calle caminando en dos meses, están contentos. Van muy juntos, no usan barbijo, están haciendo alguna forma de gimnasia, se ríen. Los perros se conforman con ladrarles desde la puerta como si, ellos también, sintieran miedo de contagiarse. Cuando los gimnastas llegan a la esquina, los perros se vuelven para el fondo. Pasó el peligro. Los grillos cantaron todo el tiempo, sin reparar en las palomas ni en los perros ni en los vecinos. No sé en qué reparan los grillos. Ni siquiera sé dónde es que están todo el tiempo que están presentes para mí. Cuando cantan. Son casi las seis y está atardeciendo: la luz dorada, las sombras que primero se alargan y después se ensanchan y listo, el cielo azul y algunos racimos de estrellas.
Hoy, a los vecinos de ayer, se suma otro, uno verborrágico y encantador, que viene a preguntarnos algo, nos saluda con un beso, habla de la inmunidad de rebaño. Le tenemos cariño, es lindo saludarlo con un beso, pero algo no está bien. Sumado a los cuatro de ayer, lo que se nos abre es una fisura a lo que estaba cerrado hace dos meses. Decido estar más despierta y no permitir por ahora que nadie me salude a los besos aunque me guste. Voy al chino. Es mediodía. El cielo está celeste, casi transparente. No asombraría ver el paso de un cometa. Pero veo una garza grande, blanca, blanquísima, volando tranquila, como si el mundo fuera suyo, en un borde el cielo. Y me asombro. Como me asombro de la liebre cada vez que pasa corriendo por el jardín. De los caballos de un vecino del fondo del barrio cada vez que se le escapan, la forma amorosa en que los más grandes ponen el cuerpo cerca de la calle y dejan a los más chicos trotando contra los cercos. Cómo tranquilamente se nos han metido en el jardín y se quedaron a pasar la noche comiendo pasto. Y los árboles de palta que recién habíamos transplantado. Como los cuises cuando salen de los yuyales de lo que por suerte todavía no es vereda —y espero que no lo sea nunca— a pararse en medio de la calle de tierra y hacer cosas con sus manitos. Como las florcitas que crecieron en el pasto que hace bastante que no cortamos: tenemos olitas verdes de espuma rosa. Teletrabajo. A destajo. Pero desde acá. Ahora, por ejemplo. Estoy escribiendo en la cama. Por la ventana veo como se gesta una tormenta. El cielo cada vez más gris, sí, pero sobre todo el sol pálido. Y en la quietud que se rompe unos instantes, por pequeñas ráfagas que agitan las ramas, y vuelve. La atmósfera está preñada de inminencia, como si contuviera fuerzas en disputa, una batalla que va a estallar en forma de lluvia y rayos. O no. Quién sabe. Y todo esto pasa ahora: los vecinos anti cuarentena, los animalitos paseando como si no les hubiéramos arrebatado cada rincón del mundo entero y no hubiéramos hecho de sus pequeñas, hermosas vidas, un infierno casi constante.
Ahora, cuando se siente, como esta inminencia de tormenta, una preñez de estallido: se están librando batallas feroces en las que poco podemos hacer desde nuestros confinamientos. Lo vengo leyendo. Hoy, me llega un mensaje de una amiga. Me cuenta que acaba de escuchar en una radio a un lobbysta de la megaminería diciendo que lo suyo es necesario. Que la crisis lo vuelve perentorio. Que la megaminería será sustentable y traerá prosperidad. Me prendo fuego. Sustantable no ha sido, no es y no va a ser nunca por los procesos y las sustancias que utiliza en la extracción. Y gestora de la prosperidad de los pueblos en los que asienta sus explotaciones tampoco. Tomemos un ejemplo de dolorosa contemporaneidad. Bajo La Alumbrera, pionera de la minería a cielo abierto en el país, la que se anunció hace 20 años como progenitora de la prosperidad de Catamarca sin dañar sus ecosistemas. ¿Qué pasó? Catamarca sigue con niveles de pobreza altísimos que no la distinguen del resto del país. El río Angalgalá —que con sus aguas permite que en la zona se puedan cultivar aceitunas, viñedos, nueces, duraznos, la crianza cabras y ovejas y la vida de los seres humanos— está fuertemente contaminado: tiene 20 mil veces más arsénico, 5 mil veces más cadmio, 10 mil veces más mercurio que lo permitido por la ley nacional y cantidades enormes de plomo, según detalla una nota de Revista Crítica de marzo del año pasado. Su ex CEO, Julián Rooney, fue procesado y embargado hace un año como partícipe primario en la contaminación ambiental con metales pesados. La pobreza sigue. No se va a ningún lado, a diferencia de los metales extraídos. Y la contaminación, que amenaza con impedir cualquier actividad económica propia de la región, la aumenta. El extractivismo es riqueza para muy pocos, miseria para las mayorías, desiertos envenenados para nosotros y nuestros hijos y para los hijos de ellos y así por muchas generaciones. En el caso de que el desastre climático las deje nacer: el capitaloceno está rompiendo el sistema climático planetario. Y no puede controlar las consecuencias. Todavía nos duelen las imágenes de los incendios en la Amazonía brasilera. En la Chiquitanía boliviana. En Australia. Hay una extinción masiva en marcha. Y quieren más. Más minería, más desmonte que acaba con ecosistemas enteros para más monocultivos transgénicos que piden más pesticidas cancerígenos, más fracking, más carbonización. Más calor. Están apretando arriba. Abajo también. Pero lo de abajo se cuenta en muertos de los que no suelen salir en los diarios.
Se empieza a resquebrajar la calma tensa de la cuarentena. Va a estallar en pobreza. Los extractivistas de toda laya están librando una batalla para imponernos la ley que nos impusieron siempre con la mentirosa promesa de prosperidad de siempre. Acá se desató la tormenta. La luz se cortó al primer rayo. Busco velas. Salgo poco y con barbijo y guantes. La última vez que salí me olvidé de comprar velas, compruebo. Mañana. Cuando, si la tormenta cede, las palomas, los benteveos y las calandrias estén bañándose de nuevo en los charcos y los perros corriendo y los cuises haciendo cositas con sus manos.
Ojalá siempre sea así, que la vida recomience.
Eso es lo que está amenazado.