Me pregunto si es posible engañarnos a nosotros mismos. Nos conmovemos. Sentimos dolor, rabia o impotencia. ¿Pero conseguimos expresar todo eso con una conmoción auténtica? Murió Ramona, la activista social de la Villa 31, alcanzada por el mal de la época, tocada trágicamente por los mismos daños a la vida que ella denunciaba. Encargada de la solidaridad en esa barriada desfallecida, conocida por las denuncias de la ausencia de agua potable, tema en general incómodo, grave casi siempre, y gravísimo en el caso de ese barrio, que desde hace décadas simboliza el vivir precario, las vidas golpeadas, la existencia reproduciendo tácticas, sigilos y recursos para sobrevivir. Entre la astucia de desamparado y la duda de qué límites hay que atravesar, si se está hundido en una historia que aplasta antes de que proteja. Murió Ramona y como toda muerte, tiene un significado que le es propio, imposible de trasladar a alguien más que no sea la que la sufre. Pero también es una muerte social, un destino aciago que se venía acomodando sigilosamente -durante años-, en actos y decisiones tomadas en despechos gubernativo, empresariales, oficinas de planificación y ámbitos políticos que discuten sobre políticas urbanas y asentamientos territoriales.

¿Cómo sentimos ese dolor? No es el de un allegado, un pariente, un amigo o amiga. La habíamos visto en las imágenes de los medios de comunicación, pidiendo las reparaciones del caso por las deficiencias de un servicio básico en una gigantesca pero frágil urbanización, siempre en la mira de las topadoras que laten en el inconsciente municipal. Además, pertenecía Ramona, a un grupo de sostén de las vidas desguazadas, la Garganta Poderosa, y por eso, lo que la arrasa es lo mismo contra lo que ella alertaba, el contagio que venía de lejos, pero en que la villa hacinada podía pasearse sin límites por sus callejuelas medievales, cruzadas por el cablerío enmarañado y la invitación al estrago del gentío que se apretaba tras quebradizas puertas. En los aviones ese estrago podía ir de punto a punto. En la Villa, cosecha.

La Villa 31 o Barrio Mujica tiene sonoridades históricas, no de una sola, sino de varias, muchas historias. Se puede decir que todas las tensiones territoriales de la ciudad, los flujos habitacionales heterogéneos, las biografías tan desiguales, los dispares efectos económicos, el valor de los terrenos, las terminales de ómnibus y de ferrocarril, el puerto, las grandes autopistas elevadas, convergen en lo que, en el país portuario, antes fue un gran descampado. Esos terrenos se convierten en un imán de los expulsados de sus días, de los huérfanos de toda pertenencia, que se sitúan en las viviendas inmigratorias, siempre de paso, aunque el paso dure demasiado tiempo. Y que se engrosan con cada vez con más migrantes. Para localizar y fijar en el plano de la ciudad, se le puso al aglomerado habitacional donde vivía Ramona, el número 31, fruto del conteo de algún funcionario que confeccionó una planilla de áreas anómalas, con expulsiones y relocalizaciones. Pero su historia tiene casi un siglo y hubo mutaciones poblacionales en oleadas, a las que le seguían desalojos, promesas y desidias. Que el Padre Mujica, un muchacho de la calle Gelly y Obes, con la sensibilidad del cristianismo primitivo, castigado por la iglesia haya sido enviado allí como reprimenda, significaba también una señal que seguramente el cura Carlos interpretaba como un signo promisorio, una señal que fundía en una sola tonalidad el sacrificio y la esperanza. Cuando Perón volvía al país, fue a visitarlo personalmente en la capilla Cristo Obrero.

Hay pocos vecinos, seguramente, que cargan la memoria de las anteriores camadas sucesivas de habitantes que fueron poblando y repoblando. El nombre de Mujica, el sacerdote asesinado, el hombre llorado, sobrevuela quedamente la Villa, que es una sola, desde siempre, y que en todo momento, es otra. Nunca dejó de ser un importantísimo nudo testimonial de la ciudad, su máscara invertida. Sus pasadizos irregulares, son la contracara de las grandes Avenidas, sus edificios como dados azarosos, encajados en pilas de a cinco con milagrosa inexactitud, remedan por la inversa las casas bien ensambladas de Flores o Caballito, a las que le dan la espalda. Su techumbre de cables aéreos se asemeja a los de una central eléctrica en construcción, sus coloridas superficies pintadas por la oficina turística municipal, caricaturizan lo que esas mismas agencias hicieron en la Boca con en esas viviendas de chapa, que son la nostalgia ahora encuadrada en la historia política, financiera y futbolística del club que toma el nombre del barrio.

En la Villa 31 no hay nostalgia, aunque hay una historia secreta, de sangre y barro, de movimientos sociales y también de la tasación financiera de los metros cuadrados, el dorso irregular pero igualmente inescrupuloso del pensamiento de las inmobiliarias de Palermo o Puerto Madero. En el envés de Buenos Aires, replicándose a sus espaldas como una aldea de infinitos migrantes sudamericanos, nuestros nordestinos, que traen la albañilería, la Pachamama, el sueño restante de las comunidades deshechas, el servicio doméstico, los oficios desclasificados, la transgresión de riesgo y el juego de la trágica ilegalidad productiva. Desafío para la teoría política democrática y para el urbanismo práctico de la igualdad social, a las villas que no hay como nombrarlas. ¿Con un número? ¿Con la palabra consoladora comuna? ¿Villas de emergencia, con un eufemismo piadoso? ¿Con una acusación social, “villas miseria” ¿Con un jeroglífico matemático: “1. 11.14?

El virus tiene cierta ceguera, se siente científico y neutral. Pero la vida que tiene, si es que la tiene, olfatea allí donde está la acumulación de vidas que pagan mucho más caro por tener sus existencias degradadas por el capitalismo financiero e inmobiliario, el abandono clasista a la que los someten los políticos que muestran la misma sensibilidad con la que el primer día un usurero trata con simpatía a sus futuras víctimas y la llamada “bancarización” que capta a sus clientes hasta en los últimos lodazales. Son datos, insumos inmejorables que al principio prefirió la cabina de Air France y ahora la casilla donde entra el aire hacinado de la Villa.

Ahora, diciendo esto, volvemos a Ramona, su familia, la hija discapacitada, la vida apretujada, con su vocación social extraída de un trasfondo humano al que las ruina de una sociedad brutal no consiguieron apagar. Fue alcanzada por la flecha mortal del virus, que sabemos que tiene proteínas y grasa y una guía sociológica para insertarse allí donde una ciudad entera, sus autoridades, han dejado su huella irresponsable, su fenomenal descuido. El dolor por Ramona entonces fue sentido muchas veces, se podría decir que hay y hubo muchas Ramonas, muertas en el seno de una extensa culpa social ¿Pero y el dolor? No puede ser solo social, genérico, universal. El dolor por el humano injusticiado, por la víctima desfalleciente, sin embargo, nos llama a un sentir único, cuyos bordes no distinguimos fácilmente y sus singularidades tan dramáticas solo le pertenecen a un único dolor irrepetible.

Pero como dolor, es también un legado. Nos sentimos involucrados y temerosos. Es una muerte de una vida que apenas nos llega de lejos, levemente intuida. Nuestro dolor no puede ser entonces ni profesional -el que sentiríamos en todos los casos-, ni una actuación sociológica, poniendo categorías de análisis sobre el sistema social que descarga sus golpes más profundos en los que más profundamente viven en el estrato más masacrado por la razón de tecnología urbana atrozmente desigual. Tejida con los hilos insaciables de las finanzas plasmadas también en esos pasadizos y cubos de cementos enroscados de escalerillas. Pero no podemos decir que Ramona murió por una corrida bancaria hecha virus, por un vaivén financiero planificado por un fondo de inversión vestido de microbio, por un bacilo enviado por Black Rock. No debemos hacer fácil nuestro dolor, para no hacer fácil nuestras recusaciones, nuestras antipatías, nuestros repudios. La significación del dolor tiene su reclamo irreductible, cuando verificamos bien que lo tenemos en grado de lamento esencial, de lágrima que quiere evitar ser metáfora.

Entonces damos vuelta el rostro y miramos alrededor, vemos a eso que se llama CABA, como si al usar ya el nombre administrativo de la Ciudad, ya se colocara a los responsables de sus heridas dolientes dentro de una abstracción que los exime de culpas, y escuchamos decir que el virus no distingue, que la enfermedad no significa que una política de gobierno regule a una errática biología. Y como ya casi todos decimos CABA o AMBA, la mudanza de vocabulario en favor de los diccionarios geotécnico-territoriales, hacen de las muertes sociales un hecho estadístico en una unidad de análisis de tal o cual dimensión. Y no. Si aquí lo que importa es el dolor íntimo, irrevocable, también existen las culpas sociales, que alojadas en nada utópicas oficinas de gobierno de la urbe, se van diseñando, amasando en el espacio y en el tiempo, hasta que un día inexorable las estadísticas burocráticas revelan el nombre elegido. Ramona. Porque además de ser una muerte suya irreparable, es también una muerte social. Y dicho sin imprecación, sin furia ni blasfemia, donde hay muerte social, hay culpa social y política.