Creo que fue Joe Hill el que contó alguna vez un juego que solía desarrollarse en su hogar durante las comidas, donde uno de los integrantes de la familia presentaba el comienzo de una historia y los demás no podían levantarse de la mesa hasta encontrarle un final apropiadamente inquietante. Más que un juego parece en realidad la naturaleza de la trama que efectivamente termina construyendo cualquier familia durante ciertas idas y vueltas de sus vidas, pero ayuda a entender de lo que está hablando Hill cuando se tiene en cuenta que todos en su casa eran —o terminarían siendo— escritores, tanto su madre Tabitha como su hermano menor Owen, y especialmente su padre, nada menos que un tal Stephen King.

Por estos días le preguntaron a Papá Stephen por aquel juego y, además de confirmar que era justamente a su hijo Joe al que más le gustaba jugarlo, aceptó espontáneamente el desafío de volver a ceñirse a sus reglas. El periodista puso en escena al protagonista: un obsesivo de la limpieza enclaustrado en su hogar durante la pandemia, que se está quedando sin comida, tiene el teléfono roto y no puede pedir nada online porque los turnos están todos tomados. El escritor tomó la palabra y como primer paso subrayó que el protagonista tiene realmente pavor de salir a la calle, se lava las manos compulsivamente, y desinfecta una y otra vez todas las superficies. “Así que está todo bien, piensa el hombre. Pero tiene hambre”, explicó King. “¿Qué puede hacer al respecto? Es entonces cuando empieza a mirar a su alrededor, llamando a su perro: ‘¡Fido! ¡Vení acá, Fido!’”

La primera vez que recuerdo haber tenido miedo por el fin del mundo fue cuando me enteré que el sol estaba condenado a apagarse. La angustia me duró hasta que el niño que era entonces entendió que faltaban millones de años luz para que eso sucediera, o sea que no iba a estar acá para experimentarlo. Supongo que fue a partir de esa convicción que me permití disfrutar acompañando a quienes —ya sea en los libros, la televisión o el cine— imaginaran algún tipo de variación sobre el fin del mundo. Fue relativamente hace muy poco que comencé a sospechar que formaba parte de una generación que, efectivamente, iba a terminar experimentando alguno de esos acontecimientos hasta entonces sólo imaginables dentro del universo del cine catástrofe.

Confieso que, a la manera de los que se sentaban en la mesa con el buen Stephen, los escenarios con los que solía especular no sólo eran más que posibles, sino también convenientemente contundentes: el descongelamiento de la Antártida, con el consiguiente aumento del nivel del mar en todo el mundo; o un brote masivo de ébola, esa enfermedad a la que ninguna industria farmacéutica se dedica porque sólo se experimenta en los países más pobres de África. No soy el único: apenas unas semanas antes de la aparición de nuestro actual destino pandémico hubo quienes disfrutaron jugueteando con el destino final de un meteoro que, según avisaba la Nasa, pasaría demasiado cerca de nuestro planeta.

La Antártida se sigue derritiendo y el brote de ébola, que estaba sin control hace un año en la frontera entre Ruanda y la República Democrática del Congo, debe seguir igual; sólo el meteorito pasó y siguió de largo. Y la pandemia, a la manera del dinosaurio de Monterroso, sigue ahí cada vez que nos despertamos. Y nos dormimos. Y nos volvemos a despertar. Nuestra cotidianidad vive en pausa, sí, pero al mismo tiempo la historia se acelera. Como Rip Van Winkle, aquel hombre que durmió una siesta demasiado larga, cuando podamos retomar nuestras vidas el mundo será otro. Y, qué duda cabe, también seguirá siendo el mismo. Por eso es que la fantasía de H. G. Welles sigue vigente más de un siglo después, y la Tierra vuelve a vencer a sus invasores gracias a lo más pequeño que tiene en su arsenal. Sólo que en esta Guerra de los Mundos esos invasores no llegan de otros planetas, sino que hace tiempo que caminan sobre esta tierra.

Se puede pensar, también, que hay algo de generoso y brutalmente pedagógico en el presente que nos toca en suerte. Es como si nuestro planeta hubiese elegido avisarnos primero, darnos una oportunidad, ayudarnos a salir de una negación que, como especie, nos estaba conduciendo hacia la catástrofe. Si lo difícil de enfrentar una crisis como la actual es que el efecto de cualquier decisión se sabe recién quince días —un ciclo de contagio— después, qué decir del calentamiento global, donde el punto de no retorno está demasiado cercano. Pero los resultados se verán recién en décadas, e incluso siglos, y sucederán indefectiblemente, a pesar de cualquier otra cosa que hagamos. Con nuestra inmovilidad nos estábamos condenando a ser como esos conductores de tren que cuando alcanzan a ver que alguien se cruza en su camino ya no pueden hacer nada por detener su marcha, y deben ser testigos de la tragedia desde una cruel primera fila. Sólo que en este caso estamos, al mismo tiempo, tanto al volante como sobre las vías.

Mientras, desde una primera fila semejante, nos sentamos a ver qué termina haciendo nuestra sociedad con el tiempo concedido, es imposible no tentarse con ese juego que fascinaba a Joe Hill durante su infancia. En especial en un mundo tan acostumbrado a entretenerse con historias del apocalipsis. En estos últimos días, mi preferida es la de una sociedad tan ansiosa y apurada por conseguir una vacuna contra el mal que la mantiene encerrada, que se saltea los controles científicos y termina inoculándose colectivamente una substancia que, tal vez, termine convirtiendo en algo más que metáforas tantas sagas exitosas sobre zombies e inviernos eternos acercándose.

Pero cada vez que cedo a la tentación de querer imaginar lo que vendrá, me obligo a recordar que concentrarse en el presente es lo que mejor permite atravesar el día a día, y que nadie pudo adelantarse a esta realidad que hoy nos rodea. “Esto no es un juego, Loco: estamos atrapados”, decía la canción. Ante la trampa, entonces, no hay que dejarse inmovilizar por las certezas más oscuras de eso que parece ser fruto de la razón, pero que en realidad es apenas el fermento de la duda. “A esta altura está claro que lo peor no es lo seguro, y que lo improbable puede suceder”, subrayó Edgar Morin en una entrevista aparecida por estos días que, sin darme cuenta, me he descubierto repitiendo incluso en mis conversaciones más cotidianas. “En el combate titánico e inextinguible entre esos enemigos inseparables que son Eros y Tánatos, es saludable y energizante ponerse del lado de Eros”, agregó el viejo filósofo, que seguramente sabe más por viejo que por cualquier otra cosa. Y que a esta altura debe tener claro que el escepticismo tal vez garpe, pero nunca habrá a quién cobrarle.