Leti no había entrado en la cuarentena con la conciencia de estar haciéndolo. El último día que había ido a la oficina el virus ya estaba en el país, pero recién se comenzaba a hablar de pandemia. Leti se despidió de sus compañeros con el desganado “hasta mañana” de siempre, pero esa noche, viendo la televisión, se sintió un poco afiebrada. Se tomó la fiebre: 36,5. Igual, al día siguiente prefirió quedarse en su departamento, y al otro ya no se podía salir, y la oficina cerraba. Muchas veces a lo largo de dos meses, Leti había lamentado no haber aprovechado mejor aquel último viaje en el 92, aquella caminata de tres cuadras; recordaba con añoranza su paso por la puerta de la panadería, la vidriera donde estaban los pastelitos de membrillo salpicados de grana fucsia y rosa.
Vivía sola y tenía pocos amigos. Las primeras semanas al teléfono se le agotaba la batería dos o tres veces por día de tantas redes y chats, pero una lenta inercia hizo que decayera su interés en el afuera. Las pocas veces que encendía el televisor, los números y los conteos la aturdían. Antes de apagarlo de nuevo agarraba el termómetro, que estaba en uno de los estantes de la biblioteca, sin dejar de mirar la pantalla. Estaba clavado en 36,5 pero a Leti le parecía que su dolor de garganta iba empeorando, a veces, y otras veces que no era capaz de oler del todo el pescado que se cocinaba al horno. “¿Huelo o no huelo? ¿Será así el olor del pescado o será más fuerte y no me doy cuenta?”. Se hacía este tipo de preguntas.
Una mañana se despertó con el cuello contracturado, pero cuando estaba todavía en duermevela tratando de encontrar una posición más indolora, que era con la cabeza inclinada hacia la izquierda, vio en su cuarto a Tili, su amiga imaginaria de la infancia. Tili era flaca y alta, morochita de pelo largo y flequillo justo por arriba de los ojos. No le costó reconocerla. La sorpresa la hizo enderezar la cabeza. La contractura la obligó a volver a inclinarla. La veía torcida a Tili, que estaba un poco desdibujada pero no había crecido: era la misma que la que había dejado de ver treinta y cinco años antes.
-Boluda- le dijo Tili.
Leti reconoció su voz, que salía cristalina debajo del barbijo. Tili estaba igualita, pero había vuelto con barbijo.
-¿Estaré loca? –se preguntó Leti.
-No, Leticita, Leticita. No estás loca, Leticita. Vine porque andaba por acá. Pero si querés me voy.
-No –dijo Leti-, Tili, quedate. Te abrazaría si se pudiera, te juro.
-Leticita, soy imaginaria, no contagio.
-No sé, del virus todavía no se saben muchas cosas.
-Boluda –le dijo Tili.
-¿Vos decís que exagero un poco, no?
-Siempre exageraste -dijo Tili.
A Leti se le iba aflojando un poco el cuello. Pudo incorporarse para mirar mejor a su amiga, que se había sentado en el borde de la cama.
-Hace dos meses que no salgo a la calle. Pido todo por teléfono. ¿Viste cómo son ahora? –le mostró a Tili el celular –. A veces tengo ganas de bajar –dijo Leti y apenas lo dijo se tapó la boca con la mano.
-Bajá boluda. Andá a la verdulería de enfrente. O a la carnicería de la esquina. Andá.
Leti agitó los brazos y eso fue suficiente para que Tili se esfumara. Se levantó, buscó en el canasto de la ropa sucia una remera y unas calzas, se puso medias, zapatillas, un gorro en la cabeza, un filtro abajo del barbijo, anteojos de sol que le tapaban el resto de la cara, una bufanda para cubrir el cuello, y por fin una pantalla transparente con elástico para pasarla por arriba del gorro. Se puso guantes de látex, dejó un trapo de piso con lavandina en la puerta del departamento, y llamó al ascensor.
Cuando la puerta se cerró y comenzó el descenso de los siete pisos que la alejaban de la calle, Leti se sintió totalmente segura de que necesitaba hacer eso, salir. Pisar la vereda, hablar con alguien. Abrió la puerta del edificio y allí estaba Guardia Vieja muy tranquila, a las once de la mañana de algún día hábil. Leti se encaminó hasta la verdulería. Había dos personas antes que ella. Tenían barbijo y guardaban distancia. Ella se paró tan a distancia que a los dos minutos una vieja se coló.
-Señora, estoy yo -le dijo a la mujer de pelo platinado que sostenía muchas bolsas con sus compras. La señora ni se inmutó. Volvió a chistarle y a decirle que ella estaba antes, que estaba haciendo la cola. La señora persistía en darle la espalda, y a Leti le vino el impulso de acercarse y aclararle que… ¡Distanciamiento!, le dijo su voz interior. Decidió que dejaría así las cosas. Esperó. Por fin le llegó el turno y vio la cara boliviana de Teresa, la verdulera.
-Un kilo de kiwis –le dijo Leti a la verdulera, que la siguió mirando. Leti no entendía la situación. Repitió – : Un kilo de kiwis.
La verdulera permanecía ahí parada, ya un poco impaciente, porque se habían juntado otros tres clientes atrás de Leti, que empezaba a sofocarse porque su escafandra hecha de retazos de plástico, lana, filtros y guata la ahogaba. Recién ahí tuvo el pálpito de que no se escuchaba lo que decía. Vio que sobre el cajón de naranjas estaba la birome con la que la verdulera hacía las cuentas. La agarró con su mano de látex y escribió en el látex de su otra mano: kilo de kiwis. La boliviana le sonrió y se los vendió.
Leti volvió palpitante a su departamento. Entró y dejó los kiwis sobre la mesada antes de empezar con el largo ritual de desinfección. Cuando sólo le faltaba ir a ducharse, miró la bolsita blanca con los kiwis. Le parecieron una molotov. De dónde vendrían, quién los habría tocado. En puntas de pie se acercó, tomó la bolsita y la tiró a la basura.