Cuando llegó el día después abrió cautelosamente la puerta del departamento y deslizó la vista a lo largo del pasillo. En los últimos veinte meses, la vecina del B, simpática, linda y abstemia (tristemente revelaba que todas las botellas del piso que se acumulaban en el cuartito de la basura eran suyas, maldita ninfa) había dejado sus zapatillas en la puerta. Parecían esperar a los reyes magos, que como las especies animales que se le animaban al hombre retirado de los espacios públicos, habían vuelto a recorrer la tierra en sus fatigados camellos milenarios. Siempre se había enternecido al ver las zapatillitas ahí quietitas. Ahora ya no estaban, y había vuelto ese felpudo sospechoso de los días antiguos. Cerró la puerta.
Como corresponde a una persona que quiere volver a conectarse con el mundo real lo más rápido posible, lo primero que hizo fue prender la computadora.
Tenía dos notebooks, dos celulares. Había quedado solo en el departamento, aislado de su amante, de sus hijos, de su novia y de su peluquero. Ahora, sí, la vida iba a recomenzar. ¿Qué hacer? Sentía el arrítmico galope de la vida en su pecho, brincaba el corazón. Pero el cuerpo estaba pesado.
Se había levantado fatigado como tantas veces anteriores. Siempre que abría los ojos, y antes de encender el celular, rigurosamente apagado durante la noche a pesar de todo, ya que se había propuesto no cambiar de hábitos, se recitaba a sí mismo: “Cuando se despertó el dinosaurio todavía estaba ahí”.
La mañana, casi mediodía, del día después, masticó la palabra dinosaurio más rápido que de costumbre y saltó de la cama sin darse tiempo a quedarse pegado. Se sacudió. Se sintió levemente febril. Tragaba bien. Respiraba relativamente airoso. No tenía fiebre a pesar de la sensación febril. La fatiga fue cediendo entre el baño y la cocina. Tomaba un té y mientras lo tomaba ya preparaba mate, y esa combinación lo iba sacando de la lasitud. La mañana casi mediodía del día después la fatiga empezaba a disolverse detrás de una estimulante combinación de adrenalina y miedo ansioso.
El ansia, se repetía, el ansia, y respiraba frente a los espejos.
Sentado a la mesa de madera con la notebook ya prendida tuvo un sentimiento de vértigo nauseabundo (había sentido una leve náusea varias veces al día durante semanas) que controlaba simplemente no prestándole atención, no dejando de comer ni de tomar mate, te, agua, vino y cerveza, y empezó con el recorrido de noticias verdaderas, falsas y de las otras.
Una palabra que no era dinosaurio retumbaba en su cabeza cuando le llegó al celular un watsap. Era un aviso de la obra social paquetona que había logrado mantener a flote. Le avisaban que debía cambiar todas sus contraseñas. El mensaje era amable pero perentorio. Lo tuteaban: decía algo así como de ahora en más, para poder usar tu credencial digital y tramitar todos tus putos insumos que te seguimos proveyendo con recetas y órdenes pedefeadas por médicos a los que les viste la caripela por videollamada, pues bien, cambia todas tus contraseñas.
No terminaba de horrorizarse ante tamaña cuestión (la frase más temida por él en los últimos años de digitalización había sido “¿olvidaste tu contraseña?”) cuando entraba un mail de una de las tres compañías proveedoras de servicios mixtos de telefonía fija/móvil/ wi fi/ teléfono digital/cable, /youtoubers SA/etcétera avisándole que a partir de hoy (hoy: el día después) debía cambiar todas sus contraseñas porque de otro modo, quizás, se cortaban los servicios porque no podría ingresar para abonar o consultar algo o pedir reparaciones oh ah a domicilio. En la próxima hora, ese mismo “pedido” de cambio de contraseña le fue llegando de todos los servicios que había contratado antes o después y que se habían convertido en un festival de campos de espera y contraseñas. Cuando se hicieron las dos de la tarde, hizo la cuenta: debía cambiar veinticinco contraseñas.
Lo mejor sería despegarse de la computadora, levantarse y salir con o sin barbijo (no estaba muy claro todavía, en la ciudad de Buenos Aires las instrucciones solían cambiar varias veces en el día) ya que tenía toda la libertad para hacerlo, y hasta donde había llegado a vislumbrar el capitalismo todavía no había caído, así que imperaba la más irrestricta libertad individual de cagarse la vida como quería. Pero no pudo. Quedó atrapado como tantas otras veces, cuando un trámite digital se complicaba y en vez de tomar aire y hacer una pausa estratégica, era ganado por la zumbona insistencia del moscardón, embistiendo una vez más contra el error insondable o el rebote insensible.
Volvían los síntomas, parejos, leves, en sordina, uno a uno, amontonados, todos los síntomas convenientemente reprimidos a lo largo de semanas, en el pecho, en la garanta, en la nuca y en las piernas. ¡Levántate y anda! Se ordenó. Pero no pudo hacerlo. Igualmente, pensó que Lázaro era una muy buena contraseña, imposible de olvidar. Y “levántate y anda” una orden perentoria que estaba bastante feliz de tener que obedecer.